miércoles, 21 de enero de 2009

DEFENDER AL ESTADO LAICO

LORENZO CÓRDOVA VIANELLO

No la presencia, sino la intervención del presidente Calderón en el sexto Encuentro Mundial de las Familias el pasado 14 de enero es, por decir lo menos, irresponsable y contradictoria con la investidura política que ostenta. Al menos lo es en el contexto del Estado laico que establece nuestra Constitución.
Como privado él tiene el derecho de profesar y practicar la creencia religiosa que quiera al amparo de la libertad que a todos nos reconoce el artículo 24 de la Carta Magna. Como Presidente, es decir, como el titular de un órgano de Estado que no supone una representación partidista o de fe alguna, está obligado constitucionalmente a ciertas responsabilidades elementales. Ello no quiere decir que no pueda asistir a eventos de corte abiertamente religioso como el aludido, ni siquiera que no pueda inaugurarlos, como lo hizo (aunque un mínimo de sensatez política habría sugerido no hacer ninguna de esas dos cosas), pero sí que en su discurso debe mantener, en todo caso, el tono neutro en cuanto a cuestiones religiosas que le impone el haber asumido una responsabilidad pública de primer nivel y haber jurado respetar y hacer cumplir una Constitución laica (y subrayar el adjetivo no es menor).
El sermón que pronunció el Presidente de la República en nombre del pueblo de México al darle la bienvenida a nuestro país (una tierra ahora expropiada por santos, vírgenes y órdenes religiosas de nomenclaturas francamente medievales) a la alta jerarquía católica y a la grey que confluyó en ese evento es simple y sencillamente ofensivo para quienes en ejercicio de la misma libertad religiosa no comulgamos con sus creencias (o simplemente no creemos en nada).
No debemos olvidar que el Estado laico, es decir, aquella forma de organización política que parte de no asumir como propia una religión, que tampoco persigue a religión alguna y que, por lo tanto, se funda en el principio de tolerancia religiosa (que quiere decir respeto y consideración de igual dignidad a todas las creencias), es la premisa de una forma de gobierno democrática.
Y es que la democracia no puede existir ahí donde no existe un respeto a la diversidad política, ideológica y religiosa que caracteriza a las sociedades modernas (incluida, aunque le pese a algunos, la nuestra). Sólo a partir de ese respeto es concebible la interacción pacífica y respetuosa de quienes piensan y creen en algo distinto. Y eso es posible sólo en un contexto en el que haya logrado cuajar la que es, sin duda, la conquista civilizatoria más importante de la modernidad: la separación neta y tajante entre religión y política, entre la Iglesia y el Estado. Esa que Calderón diluyó de cuajo la semana pasada.
El Presidente, insisto en ello, tiene el derecho de sostener en su fuero interno los valores que considere mejores o convenientes, pero nunca —como lo hizo— el de afirmarlos, en su papel de jefe de Estado, como un postulado absoluto, como la Verdad (con mayúscula), porque entonces está olvidando el carácter democrático de su encargo y se convierte en el cruzado de una fe que, por muy mayoritaria que sea, no deja de ser una visión parcial y excluyente del mundo y sus problemas.
Exigir al Presidente que respete la Constitución y que mantenga en su fuero privado sus creencias religiosas no es baladí, menos aún en un contexto en el que la Iglesia católica ha públicamente desatado una agresiva ofensiva por suprimir el carácter laico de la educación y la separación entre religión y política que sanciona nuestra Carta Magna. Lo que está en juego es, ni más ni menos, el futuro del Estado democrático que por definición es, guste o no, precisamente aconfesional.

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