Todo cambio mayor en Estados Unidos abre la posibilidad de otro en igual sentido en su conducta hacia el resto del mundoSignificadoEn principio, y debido a su posición de hiperpotencia tras su triunfo en la Guerra Fría, cualquier evento que incide en la conducción política de Estados Unidos tiene reverberaciones en el resto del mundo. Desde una óptica optimista, se puede arribar a una conclusión positiva: si hoy el Presidente de la principal potencia mundial es un político inteligente y bien educado a la vez que mulato, nacido en el seno de una familia de clase media que llegó a pasar serios aprietos económicos, donde faltó la figura paterna, se educó a base de becas y ganó la grande sostenido por una carrera muy corta, entonces los tiempos norteamericanos son propicios para cambios en la política exterior.De entrada, hasta el observador escéptico tendría que admitir que el cambio de guardia que acaba de tener lugar en Estados Unidos indica que la cultura política de ese país tiene capacidad de transformación. Ahora bien, si se es pesimista, entonces lo que destaca del éxito de Barack Obama es que a Estados Unidos le tomó más de dos siglos y 44 cambios de la estafeta presidencial hacer realidad el supuesto básico de su democracia: la libertad y la igualdad de los seres humanos. Una democracia como la norteamericana, que desde su fundación y hasta casi ayer convivió con la esclavitud primero y la discriminación racial después y que apenas hoy es capaz de hacer realidad lo propuesto por Martin Luther King -juzgar a los individuos por el contenido de su carácter y no por el color de la piel-, es un sistema que puede convivir por largo tiempo con contradicciones de fondo entre sus principios y sus prácticas.Como sea que se tome el inicio de la Presidencia de Obama, es claro que acabamos de ser testigos de un cambio significativo. Para el resto de los miembros del sistema mundial se abre ahora una interrogante que pronto empezará a ser despejada: ¿hasta qué punto las fuerzas de la transformación en Estados Unidos se reflejarán en su política exterior y hasta dónde los viejos intereses imperiales van a resistir el espíritu de cambio encarnado por el primer presidente afroamericano?¿Qué tan lejos se puede ir?Una visión pesimista subrayaría que los intereses norteamericanos en el exterior son enormes, que los imperativos de la política de toda gran potencia son los del poder y que éstos siempre se sobreponen a consideraciones tan epidérmicas -literalmente- como el color de la piel de sus dirigentes o las diferencias en las plataformas electorales de sus partidos. En fin, que el imperio es el imperio, lo encabece quien sea. En contraste, la perspectiva optimista puede señalar que en materia del cambio político no hay compartimentos estancos, que la transformación puede empezar por el discurso pero luego puede reflejarse en las instituciones y en la conducta externa, y si bien no con la misma intensidad sí en la misma dirección.Bases del optimismo (ligero)Efectivamente, el imperio es el imperio y su lógica trasciende la coyuntura, pero la historia muestra que en épocas de crisis múltiples, como la actual, la actitud del gobierno norteamericano hacia su entorno externo puede experimentar cambios significativos. Vale pues la pena examinar lo ocurrido cuando nuestro vecino del norte se enfrentó a su anterior crisis económica de gran envergadura -la que estalló a fines de 1929- y se vio forzado a llevar a cabo cambios internos de fondo que terminaron por tener efectos en el exterior. Evidentemente la historia nunca se repite y el equivalente de lo que sucedió en los 1930 en Washington no tiene por qué volver a darse, sin embargo estudiar lo acontecido entonces puede ser una guía en torno a posibilidades y límites del cambio actual.Roosevelt, el 'New Deal' y la buena vecindadCuando estalló la Gran Depresión de 1929 los republicanos y su política conservadora ya habían marcado el ritmo de la vida pública por tres presidencias consecutivas -las de Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover- y el sistema capitalista sufrió un colapso que puso en duda su viabilidad misma. Ante el pasmo de la administración de Hoover, el Partido Demócrata nombró como candidato y logró el triunfo de un aristócrata de 51 años -Franklin D. Roosevelt- que se comprometió a sacar a Estados Unidos de la crisis. Su programa -el New Deal (Nuevo Trato para el Hombre Olvidado)- no tuvo en el inicio la coherencia que hoy muestra el de Obama, pero sí una raíz similar: la voluntad de usar el poder y la iniciativa del gobierno para reanimar la economía mediante el gasto público. El corazón del proyecto era sustituir al "dejar hacer, dejar pasar" del liberalismo clásico por un Estado interventor, capaz de acometer una doble tarea: por un lado, detener la caída de la economía para volverla a hacer una creadora de empleos y, por el otro, reformar las estructuras de la industria, la agricultura y las finanzas, además de dar forma a una legislación laboral que limara la dureza del choque de intereses entre el capital y el trabajo. Al final, y pese a sus errores, el New Deal dio por resultado la creación del "Estado Benefactor" norteamericano que se mantuvo vigente desde entonces hasta su crisis en los 1970. Para esta fecha, y con el ala más conservadora de los republicanos de nuevo en el poder, la política norteamericana no buscó la reforma de ese "Estado Benefactor" sino desmantelarlo y sustituirlo por un "Estado Mínimo" que no estorbara la supuesta creatividad de las fuerzas del mercado. De esta forma, Estados Unidos sería la sociedad que guiara al mundo a una era dominada por un capitalismo global y sin cortapisas. En la práctica esa política desembocó en una sociedad donde el predominio de la "razón del mercado" concluyó con la actual crisis general de la economía y con una desigualdad social que se asemeja a la de hace un siglo.En materia de política internacional, el acompañante del New Deal fue la Política de la Buena Vecindad (en realidad, el lema fue de Hoover, pero nunca llegó a darle contenido). La idea central fue modificar el espíritu y la práctica que entonces dominaba en la relación de las dos Américas -el unilateralismo imperial- y que se expresaba, por ejemplo, en la invasión norteamericana de Nicaragua y la guerra de seis años de los marines contra "los bandidos" sandinistas. En contraste, y no sin dificultades, Roosevelt y su "Buena Vecindad" buscaron la seguridad de la posición hegemónica norteamericana en el hemisferio mediante la confluencia de intereses. El resultado fue una negociación entre el tiburón y las sardinas, que llevó a la adopción del principio de la no intervención unilateral de un país en los asuntos de otro como la base fundamental de la política interamericana.México fue uno de los grandes beneficiados por ese cambio, pues cuando sus intereses chocaron con los norteamericanos por las expropiaciones agrarias y petroleras del cardenismo, Washington se contuvo en su reacción, no desestabilizó al gobierno de Cárdenas y la soberanía mexicana se fortaleció. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y a diferencia de lo que había sucedido en la primera, México pudo cooperar de manera efectiva y genuina con su vecino del norte.ObamaDesde su independencia y hasta los 1920, Estados Unidos favoreció el unilateralismo como base de su política exterior. Con la Segunda Guerra, e inmediatamente después con la Guerra Fría, Washington forjó alianzas y un cierto multilateralismo. Pero finalmente, tras la desaparición de la URSS, Bush y sus neoconservadores se declararon desafiantemente unilateralistas e invadieron Iraq con pretextos falsos.En contraste, en su discurso de toma de posesión, el presidente Obama prometió que su país, aunque poderoso, no puede protegerse sin el auxilio de los demás ni su poder le autoriza a hacer lo que se le venga en gana. "Nuestra seguridad -dijo- emana de la justicia de nuestra causa, de la fuerza de nuestro ejemplo, de las cualidades atenuantes de la humildad y de la contención".Humildad y contención son dos conceptos opuestos a la concepción agresiva y unilateral en extremo del grupo neoconservador que diseñó la política exterior de Bush -Dick Cheney, Condoleezza Rice, Paul Wolfowitz, Donald Rumsfeld y el resto de los llamados "Vulcanos". El fracaso norteamericano en Iraq, el pantano de Afganistán, el prohibitivo costo de esas guerras para una economía estadounidense en recesión más la visión de Obama sobre cómo será su relación con el resto del mundo permiten hoy abrigar un cauto optimismo en torno a las posibilidades de un líder de buena voluntad y con gran respaldo social, para moderar la conducta del imperio americano en el futuro inmediato. Ojalá sea el caso.
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