viernes, 16 de enero de 2009

LA ANGUILA Y LA OSTRA

PORFIRIO MUÑOZ LEDO

Hace algunos años quien había sido embajador de Estados Unidos en México, Jeffrey Davidow, compendió en un libro aleccionador y pícaro su experiencia diplomática. Lo llamó El oso y el puercoespín para retratar la relación entre un país que arrolla aun sin querer y otro que se defiende aun sin ser atacado.
Lejos estamos hoy de esa metáfora, ya que ambas especies habitamos en el mismo plancton. Un proceso avasallante de integración, que ha desbordado la regulación de los estados, nos hace recordar la descripción de Jeff Faux: “Es imposible volver a meter la pasta en el tubo”. Habría cuando menos que remodelarla con inteligencia, equidad y previsión.
El encuentro entre Obama y Calderón no parece una contribución significativa a ese propósito. Concebida para la foto prestigiosa de este lado y del otro para el gesto amable hacia el vecino, fue un típico round de sombra. Instalado en las “generalidades”, sirvió al estadounidense para medir a su contraparte y al mexicano para desplegar sus prejuicios.
Las imágenes y revelaciones del encuentro invitan a una nueva definición zoológica, que podría ser: “la anguila y la ostra”. Es el primero un pez alargado, escurridizo y poderoso que se alimenta de especies más débiles y su variante tropical es la “morena”. El otro es un molusco acéfalo de sangre descolorida, apreciado comestible que se protege con una concha, pero capaz de incubar perlas para provecho ajeno.
Acusa Felipe invencible querencia hacia lo parroquial y anacrónico. Apenas ayer la exhibió en su afrentosa aparición con la más rancia derecha y su llamado lastimero a la protección papal. En Washington fue reticente y encogido frente a la sugerente suavidad del presidente que viene, y en cambio distendido, jovial y zalamero con el cadáver político de Bush.
Afirmar que “el éxito fue la foto” es falso. Porque hubo dos y ambas retratan las caras de un mismo rechazo al futuro. Ya había advertido Castañeda que sólo convenía para efectos mediáticos un encuentro con Obama durante el mandato republicano. La recuperación de un ritual sin agenda ni compromisos, menos acuerdos ni seguimientos verificables.
La naturaleza múltiple de la relación obliga a que la presencia del Estado mexicano y de su Ejecutivo haya de ser también diversificada. “Diplomacia de pueblos”, la llamaba José Martí, que incluye en este caso el Congreso, los poderes locales, la academia, los sindicatos, las organizaciones civiles, los medios y ante todo los distintos segmentos y liderazgos de las comunidades mexicanas.
A todos ellos debiéramos dirigirnos y no sólo a un gobierno entrante, por más prometedor que parezca. Para ello habría que definir antes una estrategia proporcionada a los graves problemas que padecemos, lo que conlleva la redefinición del interés nacional. Sólo así podríamos disponer de una propuesta nueva para tiempos nuevos, que mereciera a su vez el consenso de los actores domésticos.
La cuestión central es el abismo de legitimidad que separa a los dos mandatarios. Los contextos políticos tan opuestos que enmarcan la relación. En Estados Unidos, la recuperación del ímpetu social en la política, con la que Obama habrá de hacer frente a toda suerte de resistencias. En México, la ausencia de un poder representativo y la debilidad extrema de las instituciones públicas, a merced de los oligopolios legales, ilícitos y criminales.
Allá se intenta poner en marcha un Estado fortalecido por el apoyo ciudadano para salvar la economía nacional y reciclar su poder mundial. Aquí campea el más huero triunfalismo verbal y un angustioso empeño de supervivencia mediante la administración de los restos del pasado y la complicidad degradante con la feudalidad interna. El debate gira en torno a los resultados de la política económica instalada hace 20 años. Quiénes han sido, en los tres países, los ganadores y quiénes los perdedores durante el ciclo neoliberal. Según el discurso demócrata los beneficiarios fueron las corporaciones y los damnificados los trabajadores. De acuerdo a la visión oficial mexicana todos hemos ganado y por lo tanto el modelo debe permanecer intocado.
Las posiciones son incompatibles. El dilema no es la revisión o la preservación del TLC, sino la abolición de una política concentradora e injusta, de la que el tratado es el instrumento. El arranque sería una evaluación imparcial, y el requisito —como lo pide José Luis Calva—, la “apertura de las mentes” para encarar los problemas.
Ello exige la plena democratización de las decisiones nacionales. Cómo resulta cierto que la política exterior comienza hoy por la renovación política interna.

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