Anteayer comenzó el registro de precandidatos que buscan contender en los procesos internos de los partidos a disputar un lugar en la Cámara de Diputados y el 31 de enero darán inicio las precampañas. A pesar de la inminencia del arranque electoral, una pregunta ronda entre partidos, legisladores, posibles candidatos, autoridades de gobierno, ciudadanos y, sí, funcionarios del IFE y magistrados del Tribunal Electoral. ¿Qué está permitido y qué está prohibido? Puesto de otra manera, ¿qué conductas constituyen una violación a la norma y cuáles otras no?
Que los ciudadanos que no tenemos por qué ser expertos en legislación electoral nos preguntemos qué se puede y qué no se puede hacer me parece natural. Que los partidos y peor aún los legisladores que hicieron la legislación se lo pregunten, es más grave.
La falta de claridad se debe a muchos factores. La nueva ley electoral buscó regularlo todo aunque, como se sabe, ni la más extensa y amplia legislación puede prever cada situación y caso particular; no se contemplaron sanciones para la violación de varias de las normas; los legisladores dejaron inconcluso el trabajo de legislación secundaria, mismo que los consejeros electorales se han visto obligados a subsanar a través de reglamentos y acuerdos; la inventiva para darle la vuelta a la ley es infinita.
Son muchos los contenidos de la ley que no quedan claros. Van algunos ejemplos.
¿Puede el Partido Verde telefonear a tu casa para decirte lo que piensan sobre la pena de muerte, ofrecerte servicios médicos y de ambulancia y de paso alentarte a que te afilies a su partido?
¿Puede el PAN presumir los programas y logros del gobierno federal a través de espectaculares, mantas o promocionales?
¿Puede el gobernador Peña Nieto aparecer de manera permanente en el prime time de las televisoras a través de reportajes, gacetillas electrónicas y entrevistas?
¿Puede el jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, tener coberturas de una hora en la clausura de su pista de hielo o en el programa Hoy promoviendo su imagen?
¿Puede Convergencia utilizar los tiempos oficiales que le corresponden a su partido para prestárselos a López Obrador para promocionar su movimiento y llamar a una concentración en el Zócalo? Y si más adelante cualquier otro partido le cediera sus tiempos oficiales al Consejo Coordinador Empresarial, al Movimiento Familiar Cristiano, Provida, a la APPO o a un sindicato, ¿se valdría?, ¿no son todos movimientos sociales?
¿Pueden los partidos decidir que no se use el narcotráfico como tema de campaña y prohibir la calumnia a través de un acuerdo?
¿Puede el IFE fiscalizar las cuentas de los senadores o solicitar a la Secretaría de Hacienda que lo haga porque son personas políticamente expuestas?
Todos estos ejemplos son tomados del periodo previo al arranque de las precampañas y no tienen una respuesta clara. Es posible que los consejeros o el Tribunal Electoral puedan sacarnos de la duda -de hecho tendrán que hacerlo- e ilustrarnos. Pero lo cierto es que tan no hay claridad que buen número de las conductas antes citadas ya han sido materia de controversia y denuncia ante las autoridades. Vaya, hasta el propio Senado analiza la posibilidad de interponer "un recurso legal para anular el acuerdo por el que autoridades federales investigan las operaciones financieras de los legisladores" o al menos para que el Tribunal "aclare el alcance del IFE, ya que existe el riesgo de que se exceda en sus facultades".
La ausencia de claridad no sería grave si fuéramos una democracia más o menos consolidada, pero en nuestro contexto se vuelve perniciosa. Al no tenerla ocurren dos cosas. Los partidos tienen un gran incentivo para jugar en la línea, para asumir la muy mexicana práctica de pedir perdón en lugar de pedir permiso. Tiene una consecuencia aún más perversa: la judicialización de las elecciones con su inevitable correlato, la pérdida de confianza en los procesos electorales y el desaliento a la participación.
Así pues, mal empezamos: pleitos entre las autoridades electorales, entre éstas y los legisladores, entre los propios partidos que no dejan de lanzarse acusaciones, acuerdos que aún no entran en vigor y ya se desconocen, regulaciones imposibles de cumplir, normas que no traen sanciones aparejadas.
Buena parte del problema está en la sobrerregulación y en la falta de claridad de la ley. Pero más que una ley defectuosa lo que revienta la democracia electoral de nuestro país es eso que Javier Corral ha llamado atinadamente "los burladores de la reforma".
Las cosas podrían resolverse de mejor manera si hubiera conciencia, confianza y disposición. Conciencia de que mucho está en juego, confianza en que el árbitro decidirá imparcialmente y disposición a acatar las normas y resoluciones de las autoridades electorales. Estos atributos no se ven por ningún lado a pesar de que fueron los propios partidos, a través de sus fracciones parlamentarias, quienes hicieron la legislación y quienes eligieron a los consejeros y magistrados.
Que los ciudadanos que no tenemos por qué ser expertos en legislación electoral nos preguntemos qué se puede y qué no se puede hacer me parece natural. Que los partidos y peor aún los legisladores que hicieron la legislación se lo pregunten, es más grave.
La falta de claridad se debe a muchos factores. La nueva ley electoral buscó regularlo todo aunque, como se sabe, ni la más extensa y amplia legislación puede prever cada situación y caso particular; no se contemplaron sanciones para la violación de varias de las normas; los legisladores dejaron inconcluso el trabajo de legislación secundaria, mismo que los consejeros electorales se han visto obligados a subsanar a través de reglamentos y acuerdos; la inventiva para darle la vuelta a la ley es infinita.
Son muchos los contenidos de la ley que no quedan claros. Van algunos ejemplos.
¿Puede el Partido Verde telefonear a tu casa para decirte lo que piensan sobre la pena de muerte, ofrecerte servicios médicos y de ambulancia y de paso alentarte a que te afilies a su partido?
¿Puede el PAN presumir los programas y logros del gobierno federal a través de espectaculares, mantas o promocionales?
¿Puede el gobernador Peña Nieto aparecer de manera permanente en el prime time de las televisoras a través de reportajes, gacetillas electrónicas y entrevistas?
¿Puede el jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, tener coberturas de una hora en la clausura de su pista de hielo o en el programa Hoy promoviendo su imagen?
¿Puede Convergencia utilizar los tiempos oficiales que le corresponden a su partido para prestárselos a López Obrador para promocionar su movimiento y llamar a una concentración en el Zócalo? Y si más adelante cualquier otro partido le cediera sus tiempos oficiales al Consejo Coordinador Empresarial, al Movimiento Familiar Cristiano, Provida, a la APPO o a un sindicato, ¿se valdría?, ¿no son todos movimientos sociales?
¿Pueden los partidos decidir que no se use el narcotráfico como tema de campaña y prohibir la calumnia a través de un acuerdo?
¿Puede el IFE fiscalizar las cuentas de los senadores o solicitar a la Secretaría de Hacienda que lo haga porque son personas políticamente expuestas?
Todos estos ejemplos son tomados del periodo previo al arranque de las precampañas y no tienen una respuesta clara. Es posible que los consejeros o el Tribunal Electoral puedan sacarnos de la duda -de hecho tendrán que hacerlo- e ilustrarnos. Pero lo cierto es que tan no hay claridad que buen número de las conductas antes citadas ya han sido materia de controversia y denuncia ante las autoridades. Vaya, hasta el propio Senado analiza la posibilidad de interponer "un recurso legal para anular el acuerdo por el que autoridades federales investigan las operaciones financieras de los legisladores" o al menos para que el Tribunal "aclare el alcance del IFE, ya que existe el riesgo de que se exceda en sus facultades".
La ausencia de claridad no sería grave si fuéramos una democracia más o menos consolidada, pero en nuestro contexto se vuelve perniciosa. Al no tenerla ocurren dos cosas. Los partidos tienen un gran incentivo para jugar en la línea, para asumir la muy mexicana práctica de pedir perdón en lugar de pedir permiso. Tiene una consecuencia aún más perversa: la judicialización de las elecciones con su inevitable correlato, la pérdida de confianza en los procesos electorales y el desaliento a la participación.
Así pues, mal empezamos: pleitos entre las autoridades electorales, entre éstas y los legisladores, entre los propios partidos que no dejan de lanzarse acusaciones, acuerdos que aún no entran en vigor y ya se desconocen, regulaciones imposibles de cumplir, normas que no traen sanciones aparejadas.
Buena parte del problema está en la sobrerregulación y en la falta de claridad de la ley. Pero más que una ley defectuosa lo que revienta la democracia electoral de nuestro país es eso que Javier Corral ha llamado atinadamente "los burladores de la reforma".
Las cosas podrían resolverse de mejor manera si hubiera conciencia, confianza y disposición. Conciencia de que mucho está en juego, confianza en que el árbitro decidirá imparcialmente y disposición a acatar las normas y resoluciones de las autoridades electorales. Estos atributos no se ven por ningún lado a pesar de que fueron los propios partidos, a través de sus fracciones parlamentarias, quienes hicieron la legislación y quienes eligieron a los consejeros y magistrados.
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