Calderón hoy recibe el 60 por ciento de aprobación de quienes piensan que ´le echa ganas´, pero ojalá ese no sea el epitafio de su gobierno
Bob Woodward, uno de los observadores más acuciosos de la Presidencia estadounidense acaba de publicar un artículo en The Washington Post, en el cual sugiere lo mucho que Barack Obama podría aprender de la Presidencia atribulada de George W. Bush. Al leerlo, queda claro que las lecciones también se aplican a Felipe Calderón. En cualquier parte del mundo, la manera en la cual los presidentes ejercen el poder para bien o para mal, ofrece moralejas útiles. Aquí van algunas: 1) Los presidentes definen el tono del gobierno Quizás en reacción ante las divisiones públicas y los pleitos acendrados que caracterizaron el Gobierno de Vicente Fox, Felipe Calderón ha optado por la disciplina a ultranza. Ningún miembro del gabinete da entrevistas destempladas o se aleja demasiado de la versión oficial. Cuando hay un tema qué promover o una medida qué anunciar, el equipo sale de manera diligente a mandar el mensaje, o el propio Presidente lo hace. Calderón ha logrado mantener la unidad del gabinete y la coordinación en él. Pero ha pagado un precio. El criterio de la lealtad hacia el Presidente ha imperado por encima de la eficacia en el puesto. La disciplina ha importado más que la capacidad. La amistad ha valido más que el desempeño. Y el resultado es un gabinete disciplinado, pero mediocre; un equipo coordinado, pero poco imaginativo; un gobierno de personajes leales, pero no necesariamente competentes. 2) El Presidente debe insistir en que todos hablen en voz alta, especialmente cuando hay desacuerdos vehementes No queda claro que este sea en caso en el Gobierno de Felipe Calderón. Muchos secretarios y subsecretarios tienden a ventilar sus frustraciones en privado y en distintos ámbitos, sobre todo el económico, las quejas internas abundan. No sorprende, sobre todo después de que varias figuras de primer nivel pelearon la batalla a favor de la reforma energética, pero después fueron obligados a conformarse y defender una iniciativa diluida. No sorprende que los tecnoburócratas más sofisticados y mejor entrenados sientan escozor al promover medidas, por motivos políticos, que producen distorsiones en los mercados. Pero el hecho de que tanto descontento ebulla bajo la superficie sugiere que no ha habido un debate abierto, honesto, contestatario dentro del equipo calderonista. Quizás los debates se den entre grupos pequeños, pero no necesariamente delante del Presidente, ya que en México aún prevalece la genuflexión. Y esto conduce a que las divergencias legítimas cuya exposición podría producir políticas públicas de mejor calidad, no se den. 3) El Presidente debe hacer la tarea y entender las ideas y los conceptos fundamentales detrás de sus posiciones En este aspecto, Calderón ha sido mucho mejor que Vicente Fox. El Presidente actual sabe de lo que está hablando; está familiarizado con los conceptos clave de economía y finanzas; está mucho mejor preparado conceptualmente que su predecesor. Por ello sorprende que aun conociendo el impacto distorsionador de los controles de precios, insista en aplicarlos. Por eso sorprende que hable tanto sobre la importancia de mejorar la competitividad del país, pero que no aplique sistemáticamente las medidas que contribuirían a ese desenlace. Por eso sorprende que, aun consciente de los costos que entraña para México no asumir posiciones más claras en temas de política exterior, como la relación con Cuba o con Venezuela, Calderón opte tan sólo por llevar la fiesta en paz. En diversos temas, las posiciones asumidas parecen estar más motivadas por el objetivo de generar el menor ruido posible. Calderón probablemente sabe y entiende lo que México necesita y debe hacer, pero no se atreve a tomar grandes riesgos para conseguirlo. 4) Los presidentes necesitan fomentar una cultura de duda y escepticismo Uno de los factores que hundió a la Presidencia de Bush fue la intolerancia o el desconocimiento hacia posiciones que diferían de la suya. Lamentablemente esta costumbre está demasiado viva en Los Pinos hoy y conduce a la clasificación de analistas en "buenos" o "malos", "amigos" o "enemigos", y a la propensión arraigada a pintar el panorama color de rosa. Se piensa que un diagnóstico demasiado negativo contribuiría a apabullar a la gente, a desanimarla, a hacerla perder la fe en el gobierno. Eso conduce a discursos presidenciales que, con mucha frecuencia, eluden mencionar los problemas más graves que aquejan al país, o a posicionamientos en los cuales Calderón se congratula por lo que ha logrado. Ante la realidad que comienzan a enfrentar muchos mexicanos, las palabras del Presidente tan sólo ahondan la brecha que lo separa de la población. 5) Los presidentes necesitan decir la verdad al público, aunque esto entrañe anunciar malas noticias Esto es lo que ha hecho con gran habilidad Barack Obama desde hace semanas: hablar de la magnitud de los retos, la dimensión real de los problemas; los sacrificios que la población tendrá que hacer para sacar a Estados Unidos del hoyo en el cual se encuentra. El suyo es una especie de "pesimismo progresista" que combina el diagnóstico honesto con la propuesta esperanzadora. Su aprobación linda en el 80 por ciento y no es difícil saber por qué: los presidentes son fuertes cuando se vuelven la voz del realismo. Cuando hablan con la verdad y quienes los escuchan saben que es así. Por eso fue tan bien recibido aquel discurso que Felipe Calderón en la comida de "Líderes Mexicanos"; presentó un diagnóstico realista de la situación del país en lugar de envolverse en la retórica rosácea que suele acompañarlo. Pero frases como "vamos ganando la guerra" y "en México se vive un ambiente de paz y tranquilidad en las calles" no generan la confianza que busca, sino el escepticismo que quiere erradicar. El triunfalismo del discurso resulta tanto desconcertante como contraproducente para una población cuya vida diaria es muy distinta a la del inquilino de Los Pinos. 6) Los motivos virtuosos no son suficientes para generar políticas eficaces Seguramente el Presidente y los suyos piensan que están haciendo lo mejor que pueden a favor de México; que el suyo es el gobierno más democrático, eficaz y consensual que México ha tenido en décadas. Pero como dice el dicho, la ruta al infierno está pavimentada de buenas intenciones. Nadie pone en duda las intenciones reformistas de Calderón, pero será juzgado tanto por la historia como en las urnas por el efecto de los cambios que ha logrado producir. El ímpetu consensualista ha llevado a la costumbre de celebrar el proceso por encima de los resultados y a ensalzar la aprobación de iniciativas más allá de impacto mínimo que puedan tener. Calderón hoy recibe el 60 por ciento de aprobación de quienes piensan que "le echa ganas", pero ojalá ese no sea el epitafio de su gobierno.
Bob Woodward, uno de los observadores más acuciosos de la Presidencia estadounidense acaba de publicar un artículo en The Washington Post, en el cual sugiere lo mucho que Barack Obama podría aprender de la Presidencia atribulada de George W. Bush. Al leerlo, queda claro que las lecciones también se aplican a Felipe Calderón. En cualquier parte del mundo, la manera en la cual los presidentes ejercen el poder para bien o para mal, ofrece moralejas útiles. Aquí van algunas: 1) Los presidentes definen el tono del gobierno Quizás en reacción ante las divisiones públicas y los pleitos acendrados que caracterizaron el Gobierno de Vicente Fox, Felipe Calderón ha optado por la disciplina a ultranza. Ningún miembro del gabinete da entrevistas destempladas o se aleja demasiado de la versión oficial. Cuando hay un tema qué promover o una medida qué anunciar, el equipo sale de manera diligente a mandar el mensaje, o el propio Presidente lo hace. Calderón ha logrado mantener la unidad del gabinete y la coordinación en él. Pero ha pagado un precio. El criterio de la lealtad hacia el Presidente ha imperado por encima de la eficacia en el puesto. La disciplina ha importado más que la capacidad. La amistad ha valido más que el desempeño. Y el resultado es un gabinete disciplinado, pero mediocre; un equipo coordinado, pero poco imaginativo; un gobierno de personajes leales, pero no necesariamente competentes. 2) El Presidente debe insistir en que todos hablen en voz alta, especialmente cuando hay desacuerdos vehementes No queda claro que este sea en caso en el Gobierno de Felipe Calderón. Muchos secretarios y subsecretarios tienden a ventilar sus frustraciones en privado y en distintos ámbitos, sobre todo el económico, las quejas internas abundan. No sorprende, sobre todo después de que varias figuras de primer nivel pelearon la batalla a favor de la reforma energética, pero después fueron obligados a conformarse y defender una iniciativa diluida. No sorprende que los tecnoburócratas más sofisticados y mejor entrenados sientan escozor al promover medidas, por motivos políticos, que producen distorsiones en los mercados. Pero el hecho de que tanto descontento ebulla bajo la superficie sugiere que no ha habido un debate abierto, honesto, contestatario dentro del equipo calderonista. Quizás los debates se den entre grupos pequeños, pero no necesariamente delante del Presidente, ya que en México aún prevalece la genuflexión. Y esto conduce a que las divergencias legítimas cuya exposición podría producir políticas públicas de mejor calidad, no se den. 3) El Presidente debe hacer la tarea y entender las ideas y los conceptos fundamentales detrás de sus posiciones En este aspecto, Calderón ha sido mucho mejor que Vicente Fox. El Presidente actual sabe de lo que está hablando; está familiarizado con los conceptos clave de economía y finanzas; está mucho mejor preparado conceptualmente que su predecesor. Por ello sorprende que aun conociendo el impacto distorsionador de los controles de precios, insista en aplicarlos. Por eso sorprende que hable tanto sobre la importancia de mejorar la competitividad del país, pero que no aplique sistemáticamente las medidas que contribuirían a ese desenlace. Por eso sorprende que, aun consciente de los costos que entraña para México no asumir posiciones más claras en temas de política exterior, como la relación con Cuba o con Venezuela, Calderón opte tan sólo por llevar la fiesta en paz. En diversos temas, las posiciones asumidas parecen estar más motivadas por el objetivo de generar el menor ruido posible. Calderón probablemente sabe y entiende lo que México necesita y debe hacer, pero no se atreve a tomar grandes riesgos para conseguirlo. 4) Los presidentes necesitan fomentar una cultura de duda y escepticismo Uno de los factores que hundió a la Presidencia de Bush fue la intolerancia o el desconocimiento hacia posiciones que diferían de la suya. Lamentablemente esta costumbre está demasiado viva en Los Pinos hoy y conduce a la clasificación de analistas en "buenos" o "malos", "amigos" o "enemigos", y a la propensión arraigada a pintar el panorama color de rosa. Se piensa que un diagnóstico demasiado negativo contribuiría a apabullar a la gente, a desanimarla, a hacerla perder la fe en el gobierno. Eso conduce a discursos presidenciales que, con mucha frecuencia, eluden mencionar los problemas más graves que aquejan al país, o a posicionamientos en los cuales Calderón se congratula por lo que ha logrado. Ante la realidad que comienzan a enfrentar muchos mexicanos, las palabras del Presidente tan sólo ahondan la brecha que lo separa de la población. 5) Los presidentes necesitan decir la verdad al público, aunque esto entrañe anunciar malas noticias Esto es lo que ha hecho con gran habilidad Barack Obama desde hace semanas: hablar de la magnitud de los retos, la dimensión real de los problemas; los sacrificios que la población tendrá que hacer para sacar a Estados Unidos del hoyo en el cual se encuentra. El suyo es una especie de "pesimismo progresista" que combina el diagnóstico honesto con la propuesta esperanzadora. Su aprobación linda en el 80 por ciento y no es difícil saber por qué: los presidentes son fuertes cuando se vuelven la voz del realismo. Cuando hablan con la verdad y quienes los escuchan saben que es así. Por eso fue tan bien recibido aquel discurso que Felipe Calderón en la comida de "Líderes Mexicanos"; presentó un diagnóstico realista de la situación del país en lugar de envolverse en la retórica rosácea que suele acompañarlo. Pero frases como "vamos ganando la guerra" y "en México se vive un ambiente de paz y tranquilidad en las calles" no generan la confianza que busca, sino el escepticismo que quiere erradicar. El triunfalismo del discurso resulta tanto desconcertante como contraproducente para una población cuya vida diaria es muy distinta a la del inquilino de Los Pinos. 6) Los motivos virtuosos no son suficientes para generar políticas eficaces Seguramente el Presidente y los suyos piensan que están haciendo lo mejor que pueden a favor de México; que el suyo es el gobierno más democrático, eficaz y consensual que México ha tenido en décadas. Pero como dice el dicho, la ruta al infierno está pavimentada de buenas intenciones. Nadie pone en duda las intenciones reformistas de Calderón, pero será juzgado tanto por la historia como en las urnas por el efecto de los cambios que ha logrado producir. El ímpetu consensualista ha llevado a la costumbre de celebrar el proceso por encima de los resultados y a ensalzar la aprobación de iniciativas más allá de impacto mínimo que puedan tener. Calderón hoy recibe el 60 por ciento de aprobación de quienes piensan que "le echa ganas", pero ojalá ese no sea el epitafio de su gobierno.
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