Jorge Castañeda es uno de los intelectuales más reconocidos del país. Conocedor profundo de la realidad política mexicana y de sus intríngulis y componendas, el ex canciller demostró poseer, en los meses pasados, otra gran virtud: la de ser un gran vendedor.
Luego de un largo litigio ante instancias judiciales nacionales y del sistema interamericano de derechos humanos, Castañeda obtuvo una victoria parcial —y menor frente a las pretensiones originales que plasmó en su demanda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, primero, y ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), después— en su batalla jurídica porque se condenara a México por violar sus derechos políticos al no reconocer las candidaturas independientes, y su derecho de acceso a la justicia por no prever rutas jurídicas para protegerse como ciudadano frente a leyes electorales presuntamente inconstitucionales.
Castañeda y diversos intelectuales han dicho que el reconocimiento de la CIDH —de que en su momento y como consecuencia de una desafortunada interpretación de la Suprema Corte de 2002, no existía una ruta jurídica para protegerse frente a las eventuales inconstitucionalidades del COFIPE— es una victoria en toda la línea.
El problema es que ésa es una verdad a medias: la CIDH también dijo que el hecho de que la ley electoral mexicana no reconociera la figura de las candidaturas independientes no significaba —como pretendía Castañeda y consta en su demanda— una violación al derecho político de ser votado consagrado en el artículo 23 del Pacto de San José y que, además, si bien existió en su momento una violación al derecho de gozar de una vía jurídica expedita y efectiva para proteger sus derechos (artículo 25 de la Convención), la reforma electoral de 2007 (ésa que Castañeda y otros impugnan) creó esa vía al reconocerle al Tribunal Electoral la capacidad para juzgar la inconstitucionalidad de leyes electorales (negada en 2002 por la SCJN), con lo que aquella violación ya no subsiste.
En todo caso, lo que nos enseña el litigio es que la decisión restrictiva que en su momento equivocadamente tomó la SCJN tuvo consecuencias negativas para el Estado; y leer restrictivamente al derecho es tan malo, por cierto, como hacer una sobrelectura del mismo.
Luego de un largo litigio ante instancias judiciales nacionales y del sistema interamericano de derechos humanos, Castañeda obtuvo una victoria parcial —y menor frente a las pretensiones originales que plasmó en su demanda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, primero, y ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), después— en su batalla jurídica porque se condenara a México por violar sus derechos políticos al no reconocer las candidaturas independientes, y su derecho de acceso a la justicia por no prever rutas jurídicas para protegerse como ciudadano frente a leyes electorales presuntamente inconstitucionales.
Castañeda y diversos intelectuales han dicho que el reconocimiento de la CIDH —de que en su momento y como consecuencia de una desafortunada interpretación de la Suprema Corte de 2002, no existía una ruta jurídica para protegerse frente a las eventuales inconstitucionalidades del COFIPE— es una victoria en toda la línea.
El problema es que ésa es una verdad a medias: la CIDH también dijo que el hecho de que la ley electoral mexicana no reconociera la figura de las candidaturas independientes no significaba —como pretendía Castañeda y consta en su demanda— una violación al derecho político de ser votado consagrado en el artículo 23 del Pacto de San José y que, además, si bien existió en su momento una violación al derecho de gozar de una vía jurídica expedita y efectiva para proteger sus derechos (artículo 25 de la Convención), la reforma electoral de 2007 (ésa que Castañeda y otros impugnan) creó esa vía al reconocerle al Tribunal Electoral la capacidad para juzgar la inconstitucionalidad de leyes electorales (negada en 2002 por la SCJN), con lo que aquella violación ya no subsiste.
En todo caso, lo que nos enseña el litigio es que la decisión restrictiva que en su momento equivocadamente tomó la SCJN tuvo consecuencias negativas para el Estado; y leer restrictivamente al derecho es tan malo, por cierto, como hacer una sobrelectura del mismo.
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