Estoy leyendo un sabroso libro de Francisco Sánchez, El cine nuevo del nuevo siglo (y otras nostalgias) (Juan Pablos, México, 2008). Se trata de una serie de críticas libérrimas sobre muy distintas cintas y directores del naciente siglo XXI. De Whisky (de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll) o Match Point (Woody Allen) a Su Alteza Serenísima (Felipe Cazals) o El laberinto del fauno (Guillermo del Toro). Las películas son un disparador para que Francisco Sánchez hable de los antecedentes, influencias, deficiencias; de los aciertos y tics de los creadores, como lo hacen casi todos los críticos cinematográficos, pero también para que platique “del mar y los pescaditos”, es decir, de todo lo que se pueda tejer –que es mucho– a partir de la anécdota y la factura del film. Son breves ensayos donde se combinan la erudición y el espíritu lúdico.Al fin que este crítico sagaz, enterado y ocurrente cree que “a diferencia del cine, la vida no tiene sentido”. Un aforismo como aquellos que le gustaban a Karl Kraus: “El aforismo nunca coincide con la verdad: O es media verdad o verdad y media”. También se puede decir que a FS le gustan los juegos artificiales, que no por ser artificiales dejan de ser fuegos.Pues bien. Me encontraba leyendo la perspicaz y sazonada reseña de Soldados de Salamina (el libro de Javier Cercas y la película de David Trueba), cuando me topé con una sentencia de Francois Truffaut, aquel director de Los cuatrocientos golpes, Jules et Jim y La noche americana. Según FS el francés aconsejaba: “No hay que tomar muy en serio las opiniones, puesto que son las personas las que importan y éstas, con suma frecuencia, son mejores que lo que opinan”.La frase tiene gracia y el tema es relevante: Distinguir entre las opiniones y las personas. Pero me temo que no es muy exacta. Las personas y sus opiniones no pueden escindirse de manera radical. Es más, suelen ser una y la misma cosa. Una y otra viven entreveradas y se modulan mutuamente. Tan difícil es separar a los dichos del individuo que en el Código Penal existen sanciones para las personas por sus opiniones.La difamación y la calumnia no son más que opiniones, dichos, aseveraciones sobre terceros, y la manera de atajarlas es penalizando a los emisores, es decir, a los tipos que las profieren. Y no puede ser de otra manera.Las opiniones existen -sonríe Perogrullo- gracias a que alguien las pronuncia. Pero además, y por desgracia, en muchas ocasiones las personas son peores que sus opiniones. Pensamos en todos aquellos que hablan de justicia, respeto a los derechos humanos, democracia, paz, desarrollo, etcétera, y contrastémoslos con sus actos.No obstante, en algo fundamental Truffaut tiene razón: Son las personas las que importan (más). Y por ello vale la pena pensar en el distinto trato que merecen las opiniones y los individuos. En esas divagaciones ociosas andaba, cuando recordé un episodio que quizá fue el causante de que me detuviera en el ingenioso pero medio falso y medio verdadero dictado del cineasta de la “nueva ola” (hoy más bien añeja) francesa.Hace ya demasiados años fui a hablar con el maestro Henrique González Casanova. Él era entonces miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM y yo profesor de la Facultad de Ciencias Políticas. Se trataba de una típica audiencia en la que los integrantes de la Junta suelen escuchar a aquellos que desean argumentar a favor o en contra de los candidatos que aspiran a ocupar la dirección de alguna facultad, escuela o instituto. El maestro tenía fama de ser un hombre que conocía todos los intersticios de la UNAM, poseedor de una enorme cultura, y ácido y mordaz al momento de acuñar frases.En la reunión, por supuesto, subrayé las tintas para resaltar los atributos del candidato al que apoyaba, y cuando don Henrique me preguntó por otro de los contendientes que por supuesto yo no quería que llegara a la dirección, me apresuré a decir algo como lo siguiente: –Respeto mucho sus opiniones, pero...Me interrumpió alzando la mano izquierda y luego de unos instantes me dio una lección:–Mire usted, se respeta a las personas, se combate a sus ideas. Enmudecí.Y en efecto, tenía razón. No obstante, esa cátedra no resulta fácil de asimilar. El seguimiento de la vida pública a través de la prensa y las revistas, de la radio y la televisión, está plagado de ofensas, presunciones, improperios contra las personas, y somos incapaces, en buena medida, de discutir las ideas. Los ejemplos se podrían multiplicar, pero mejor doy por bueno que el lector tiene suficiente tela de donde cortar. Los adjetivos que colocamos contra nuestros adversarios pueden ser floridos o grises, ingeniosos o rutinarios, pero en no pocas ocasiones rehuímos debatir las propuestas, desmontar los argumentos, contradecir las opiniones. Ese método (por llamarlo de algún modo) que todo lo personaliza diluye la dimensión de las ideas y adelgaza el debate público.Se pueden y se deben combatir las opiniones sin agredir a las personas. Si bien toda idea tiene un responsable (o responsables), si, en efecto, lo que uno piensa y dice acaba modelándolo, si no existe una dimensión sin la otra, el trato hacia ambas (la opinión y la persona) puede ser radicalmente distinto. Criminal, si se quiere, contra las ideas, respetuoso de las personas.Y todos estos rodeos ¿a qué vienen? ¿Se trata de un sermón de urbanidad? ¿De un nuevo manual de Carreño? Quizá de aprender a vivir en un mundo plagado de opiniones encontradas, sin dejar pasar tonterías y consejas delirantes, pero sin necesariamente agredir a sus emisores. O como diría un cómico de carpa o un profesor de Secundaria: “Vámonos respetando”.
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