En el portal de YouTube, esa ventana al mundo que el propio mundo construye y abre sólo para los que tienen acceso a internet, está un video del programa The Last Laught en el que se explica con humor la crisis financiera internacional a partir de las “hipotecas basura”, mejor conocida como la “crisis subprime”. El diálogo entre John Bird y John Fortune no tiene desperdicio, es altamente recomendable para quienes, aún hoy, no se explican qué pasó con el todopoderoso capitalismo y cómo disminuyó tan dramáticamente la otrora felicidad que brindaba el mercado libre.
La genialidad de esa “entrevista al mundo” consiste en combinar la gracia de la ironía con un retrato puntual del funcionamiento del sistema especulativo. El amargor severo de la realidad se disimula en el chiste, pero resulta verdadero. Y si algo subyace como pregunta al terminar los ocho minutos de pedagogía financiera que dura el video es: ¿dónde estaba el Estado?
Sin alegrarnos tanto la explicación, autores, analistas, escritores y economistas coinciden en señalar que la cuarteadura del sistema financiero internacional es una oportunidad para la política y para el regreso del Estado en su función de gobierno y en su papel rector de la economía.
Ignacio Ramonet, periodista y escritor, ha significado que “el desplome de Wall Street es comparable, en la esfera financiera, a lo que representó en el ámbito geopolítico la caída del muro de Berlín. Un cambio de mundo, un giro copernicano”. Paul Samuelson, Premio Nobel de Economía, lo describió de esta manera: “Esta debacle es para el capitalismo lo que la caída de la URSS fue para el comunismo”.
Pero el neoliberalismo se resiste a dar cauce a esta esperanza de los demócratas del mundo, e intenta, desde su misma lógica de funcionamiento y con los datos de su propio desastre, formular salidas y respuestas a la crisis, para así evitar que se prestigie la idea de un volver del poder estatal. Quieren, por un lado, que el Estado los salve distribuyendo entre los contribuyentes los costos de sus excesos especulativos, pero por otro pretenden mantener como espectador a la autoridad estatal, mantener los privilegios del modelo.
Dentro de lo duro que aún está por venir en el acumulado de las crisis que enfrenta el mundo —la energética, la alimentaria y esta financiera—, en efecto es una oportunidad de redimensionar la política, desplazada desde hace un par de décadas en la orientación y definición de las políticas públicas no sólo en la economía, sino también en lo social y lo cultural. Recordemos que en nuestro país se metió como hiedra —hasta en las plataformas electorales de la izquierda— la idea absoluta del mercado con la que “se venció a las duras ideologías”. De ese postulado absoluto se agarraron los negociantes de la política —transversales a los partidos— y se envalentonaron frente a cualquier iniciativa social que ensanchara la acción del gobierno. Recuperar en lo comunicacional la propuesta central del informe McBride aparecía como desfasamiento intelectual, o que el PNUD planteara una “nueva estatalidad” en su informe sobre la democracia en América Latina era nostalgia estatista.
En nombre del mercado que “todo lo arregla por sí mismo” y del libre comercio se desregularon áreas vitales de la soberanía estatal y se le cerró el paso a ideas y reglas que buscaban poner a salvo el interés público y obligar la tutela del Estado en actividades estratégicas que, desarrolladas por particulares, tienen su base en el intercambio de productos esenciales o en el usufructo de bienes del dominio de la nación.
De ahí que haya que devolverle a la política su ambición grande, como dijo el fin de semana en el alcázar del Castillo de Chapultepec el político italiano Massimo D’Alema, refiriéndose a la idea de trascendencia en la historia que debe acompañar a los verdaderos políticos. Sí, sacarla de sus pequeñas ambiciones, en las que la atrapó el “capitalismo de compadres”. Recuperar el acto de gobernar en su sentido primario, en el origen griego de la palabra que está relacionada con el timón de un barco; es decir, gobernar es llevar a un conjunto a un puerto seguro. Y en ese viaje que es el gobernar, lo primero que debemos hacer es recuperar el timón, porque ahora tenemos gobiernos que administran, pero no mandan ni dirigen. Que por lo menos la crisis sirva para que los gobiernos recuperen su dignidad.
La genialidad de esa “entrevista al mundo” consiste en combinar la gracia de la ironía con un retrato puntual del funcionamiento del sistema especulativo. El amargor severo de la realidad se disimula en el chiste, pero resulta verdadero. Y si algo subyace como pregunta al terminar los ocho minutos de pedagogía financiera que dura el video es: ¿dónde estaba el Estado?
Sin alegrarnos tanto la explicación, autores, analistas, escritores y economistas coinciden en señalar que la cuarteadura del sistema financiero internacional es una oportunidad para la política y para el regreso del Estado en su función de gobierno y en su papel rector de la economía.
Ignacio Ramonet, periodista y escritor, ha significado que “el desplome de Wall Street es comparable, en la esfera financiera, a lo que representó en el ámbito geopolítico la caída del muro de Berlín. Un cambio de mundo, un giro copernicano”. Paul Samuelson, Premio Nobel de Economía, lo describió de esta manera: “Esta debacle es para el capitalismo lo que la caída de la URSS fue para el comunismo”.
Pero el neoliberalismo se resiste a dar cauce a esta esperanza de los demócratas del mundo, e intenta, desde su misma lógica de funcionamiento y con los datos de su propio desastre, formular salidas y respuestas a la crisis, para así evitar que se prestigie la idea de un volver del poder estatal. Quieren, por un lado, que el Estado los salve distribuyendo entre los contribuyentes los costos de sus excesos especulativos, pero por otro pretenden mantener como espectador a la autoridad estatal, mantener los privilegios del modelo.
Dentro de lo duro que aún está por venir en el acumulado de las crisis que enfrenta el mundo —la energética, la alimentaria y esta financiera—, en efecto es una oportunidad de redimensionar la política, desplazada desde hace un par de décadas en la orientación y definición de las políticas públicas no sólo en la economía, sino también en lo social y lo cultural. Recordemos que en nuestro país se metió como hiedra —hasta en las plataformas electorales de la izquierda— la idea absoluta del mercado con la que “se venció a las duras ideologías”. De ese postulado absoluto se agarraron los negociantes de la política —transversales a los partidos— y se envalentonaron frente a cualquier iniciativa social que ensanchara la acción del gobierno. Recuperar en lo comunicacional la propuesta central del informe McBride aparecía como desfasamiento intelectual, o que el PNUD planteara una “nueva estatalidad” en su informe sobre la democracia en América Latina era nostalgia estatista.
En nombre del mercado que “todo lo arregla por sí mismo” y del libre comercio se desregularon áreas vitales de la soberanía estatal y se le cerró el paso a ideas y reglas que buscaban poner a salvo el interés público y obligar la tutela del Estado en actividades estratégicas que, desarrolladas por particulares, tienen su base en el intercambio de productos esenciales o en el usufructo de bienes del dominio de la nación.
De ahí que haya que devolverle a la política su ambición grande, como dijo el fin de semana en el alcázar del Castillo de Chapultepec el político italiano Massimo D’Alema, refiriéndose a la idea de trascendencia en la historia que debe acompañar a los verdaderos políticos. Sí, sacarla de sus pequeñas ambiciones, en las que la atrapó el “capitalismo de compadres”. Recuperar el acto de gobernar en su sentido primario, en el origen griego de la palabra que está relacionada con el timón de un barco; es decir, gobernar es llevar a un conjunto a un puerto seguro. Y en ese viaje que es el gobernar, lo primero que debemos hacer es recuperar el timón, porque ahora tenemos gobiernos que administran, pero no mandan ni dirigen. Que por lo menos la crisis sirva para que los gobiernos recuperen su dignidad.
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