lunes, 3 de noviembre de 2008

LA REVOLUCIÓN DE OBAMA

DENISE DRESSER

“El radicalismo de Barack Obama no se encuentra en sus posiciones políticas sino en su cara”, escribe Mark Danner y acierta al afirmarlo. El próximo presidente de Estados Unidos tendrá la piel negra y será electo a pesar de que su segundo nombre es Hussein. El siguiente inquilino de la Casa Blanca será un mensajero del cambio que lo lleva a la presidencia y del cambio que piensa empujar desde allí. Encarnará la posibilidad de franquear la distancia entre el mundo como es y el mundo como debería ser. Reflejará un radicalismo no sólo de color sino de surgimiento; de las condiciones que propician el ascenso increíble de un hombre improbable, en un país que se reconoce distinto.
Barack Obama, un fenómeno político nacido de la guerra en Iraq, de la debacle económica, de la pérdida de credibilidad estadounidense en el mundo, de las fotografías de Abu Ghraib, de la erosión de la clase media y del sentimiento extendido de malestar. Obama, un hombre producto de su tiempo que encarna lo mejor de Estados Unidos mientras aspira a tranformarlo.
Obama, emisario de una nueva generación y de un nuevo país. El vocero de décadas de lucha para construir una sociedad más equitativa y menos injusta. El mensajero de los que se rehusaron a someterse calladamente ante el odio, la opresión y el racismo. Obama carga el estandarte de Abraham Lincoln y Franklin Delano Roosevelt y Martin Luther King, quienes llevaron a Estados Unidos a un mejor lugar. Como lo argumenta la revista “The New Yorker” al endosar su candidatura: “La elección de Obama —hombre de etnicidad mixta, confortable en el mundo y totalmente representativo de la América del siglo XXI— lograría, de un solo golpe, revertir nuestra imagen en el extranjero y refrescar su espíritu en casa (…) Su ascendencia a la presidencia no podría sino decir algo esperanzador, casi estimulante sobre el país, su inclusividad, su fidelidad, después de todo, a los valores que proclama en los libros de texto”.
Barack Obama, un hombre poco propenso al drama, a la denostación del adversario, a la polarización política, a la estrategia del “divide y vencerás”. Un hombre de convicciones liberales pero posturas poco ideológicas. Un hombre que combina el idealismo inspirador con el pragmatismo implacable. Un hombre, como lo sugiere Charles Krauthammer, columnista del “Washington Post”, “con un intelecto de primera clase y un temperamento de primera clase”. Un hombre que aspira a sanar y a sumar en vez de confrontar y dividir. Adepto a la planeación, adicto a la disciplina, atento a las innovaciones tecnológicas, astuto en cuanto a la organización de su campaña. Obama es reflejo fiel de una era en la cual millones de estadounidenses exigen el fin del “politics as usual”, condenan la política de odios tribales, critican la brecha que existe entre la magnitud de los retos y la pequeñez del liderazgo, desdeñan esa zona muerta que es Washington hoy. Por ello logra armar una coalición inusitada, ganadora. Una base electoral compuesta por las clases profesionales, educadas, creativas, cosmopolitas, suburbanas, en ascenso. Una coalición en la que los Latinos y los afro-americanos juegan un papel sin precedente. Una alianza que incluye también, aunque de manera parcial, a la clase blanca trabajadora, atemorizada ante la crisis económica. Una nueva coalición demócrata basada no en la identidad religiosa o la etnicidad o la confrontación cultural, sino en la promesa de un crecimiento renovado. Obama ofrece la revitalización del “sueño americano”, basada en la visión de un país multiétnico, incluyente, joven, donde alguien como él puede aspirar a la Oficina Oval y ocuparla. Quienes piensan que Obama intentará emular a Bill Clinton —experto en la “triangulación” incrementalista— se equivocan. Sus ambiciones son más grandes; sus metas son más amplias. Barack Obama aspira a ser el Ronald Reagan de la izquierda. Un líder transformador, capaz de inventar una narrativa durable con la cual realinear al electorado. Un líder parteaguas, capaz de producir un nuevo paradigma sobre el papel del gobierno y la naturaleza de su intervención. Si los años de Reagan fueron de “trickle-down economics”, los años de Obama producirán un esfuerzo por construir la economía de abajo hacia arriba. Si la revolución reaganiana llevó a la desregulación gubernamental, la revolución de Obama entrañará la re-regulación en favor de un nuevo modelo económico: menos basado en el petróleo y más en la energía alternativa; menos basado en los recortes de impuestos a los ricos y más en maneras de impulsar a la clase media. No rechazará al mercado, pero insistirá en que funcione para la mayoría. No verá al gobierno como causa de los problemas, sino como catalizador para resolverlos. Y sus prioridades serán claras: estabilizar el sistema financiero; reposicionar a Estados Unidos como miembro de una coalición internacional constructiva; usar al gobierno para modernizar la infraestructura, reformar el sistema educativo, reconstruir el sistema de salud. Como él mismo lo ha reconocido, no será un presidente perfecto y se enfrentará a obstáculos muy grandes. Tiene una visión activista del gobierno en un momento en el que la situación fiscal de Estados Unidos ha deteriorado dramáticamente. Con qué pagará los cambios que promete impulsar? Obama estará al frente de un gobierno dominado por mayorías demócratas que quizás querrán promover una agenda distinta a la suya. Cómo domesticará a los más liberales de su propio partido? Obama ganará la elección, pero la mitad del país lo mirará con desconfianza. Cómo desactivará a la oposición que augura su fracaso? Ante esas preguntas, Obama sin duda respondería que ha llegado el momento de apostarle a la “audacia de la esperanza”. Que ha llegado la hora de comprender que aquello que une a los estadounidenses es más grande que aquello que los separa. Que es posible cambiar la calidad de la política y la vida cívica en nombre de un objetivo común. Que el debate público debe girar en torno a cómo resolver problemas y no sólo ganar argumentos.
Y quizás invitaría a los escépticos a hacer algo que él hace cuando empieza a flaquear su fé: correr por el Mall de Washington, donde Martin Luther King soñó con vivir en un país donde los hombre fueran juzgados no por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. Y donde están grabadas en piedra las palabras de Abraham Lincoln: “nuestros padres forjaron en este continente, una nueva nación, concebida en libertad, y dedicada a la propuesta de que todos los hombres son creados iguales”.

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