martes, 18 de noviembre de 2008

OTRA CARA DE LA POLÍTICA

JOSÉ WOLDENBERG
A la desgracia de la muerte tenía que seguir la desgracia de la especulación.Dice El Pequeño Larousse que por desgracia debemos entender un “suceso o acontecimiento funesto”, un “mal que constituye un perpetuo motivo de aflicción”. La muerte de todos aquellos que viajaban en el avión de la Secretaría de Gobernación o de los que por azar perdieron la vida al estar cerca de donde ocurrió el impacto es una desgracia: Un acontecimiento funesto que por supuesto deja una estela de desconsuelo, sobre todo entre los familiares, amigos y colaboradores de las víctimas. Pero la especulación que se desató después es para mí un “mal que se constituye en un perpetuo motivo de aflicción”. Se trata de una fórmula consagrada en los medios, de un recurso para llenar los silencios que se producen en las conversaciones, del mal arte de hacer a un lado la información para sustituirla por “cábalas”, en el sentido de conjeturar, suponer, sospechar (otra vez El Pequeño...).Esa especulación tiende a llenar el espacio de la opinión y a nublar el clima del debate y la información públicos. Sirve para medrar, para dar gato por liebre, para que el emisor destaque momentáneamente o sólo para jugar. Pero en todos los casos enturbia el ambiente y genera todo tipo de suposiciones... entre más descabelladas, parece, mejor. Es un resorte bien aceitado y un platillo que goza, para mi desconcierto, de enorme demanda.La especulación es una respuesta natural a la falta de información, a la opacidad. Y aunque por lo que alcanzo a ver, no es el caso, el solo hecho de que las pesquisas sólo puedan ofrecer resultados definitivos luego de largas semanas (quizá meses) sirve para lubricar con muy buen combustible la espiral de conjeturas. No obstante, en más de una ocasión y a pesar de que existe información vasta y cierta, la especulación se alimenta con facilidad. No es del todo cierto que la relación entre informar y especular sea de “suma cero”.Hay quien especula sólo para pasar el rato. Quien poseído de un cierto espíritu deportivo o lúdico, quiere ponerle un poco de pimienta a la plática. No le interesa demasiado el tema, sino tener un juguete para distraerse. Hay quien es una máquina de conjeturas porque las entiende como fórmulas para aparecer como más inteligente que el resto. Aquellos que “creen” las versiones oficiales suelen ser, a sus ojos, bobos, crédulos. Por el contrario, él es capaz de trascender esas versiones y construir otras donde siempre aparecen las “auténticas causas” de las cosas. Es una receta que no se puede erradicar porque a muchos les resulta redituable, pero también porque a otros más les es atractiva, hipnótica, sugerente.En su Diccionario de Mitología Universal, Arthur Cotterell nos presenta un dios que, con diminutos agregados de mi parte, resulta la ilustración viva de los especuladores. Se trata de Tonenili, “literalmente, regador de versiones. El dios de la lluvia de interpretaciones de los indios navajos de Arizona.Tonenili es un dios amigo de la diversión y de gastar bromas, que lleva siempre un jarro de agua y una canasta de conjeturas. En las danzas tribales, Tonenili es representado por un hombre enmascarado que hace un papel de payaso. También en los mitos Tonenili es el loco que baila sin cesar para demostrar su satisfacción por lo que está sucediendo” (Ariel, Barcelona, 1992. p. 270).Y en efecto, los especuladores tienen algo de bufones que le sirven a la corte de la opinión pública (lo que ésta sea) como distractores, ordenadores de juicios y prejuicios, animadores de los humores del respetable. Y si bien se encuentran a kilómetros de los auténticos locos, no poca satisfacción les acarrea lo que “está sucediendo”, ya que es la materia prima de su oficio.Hay otra característica del especulador: Su impunidad. Dado que las formas que adoptan sus dichos son casi siempre sibilinas, resulta prácticamente imposible demostrarle que no tiene (o tenía) razón. Antecede sus dichos con: “Se dice”, “trascendió”, “mi fuente es impecable, pero no la puedo hacer pública”. Relaciona nombres, lugares y fechas en un código personalísimo e inescrutable (salvo por él mismo). Explota de manera magistral los prejuicios ya instalados. Apantalla con supuesta información de primera mano que sólo él tiene.El último episodio de conjeturas desbocadas sería gracioso si no fuese patético. Luego de la trágica muerte del secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, vimos, oímos y leímos listas completas de los nombres de sus posibles sucesores. Muchos comentaristas y reporteros, gracias a sus conocimientos del terreno y a sus dotes adivinatorias, adelantaron nombres y apellidos, significados explícitos y ocultos, características e intenciones (“si queda tal es que...”, “si nombran a aquel otro, uf...”). Pues bien, resultó que el nuevo secretario, Fernando Gómez Mont, jamás fue mencionado entre los posibles. Muchos otros fueron barajados, pero el “bueno” no.¿Alguno de los especuladores dirá que se equivocó? ¿El traspié suscitará algún sonrojo? Por supuesto que no. Es parte del juego –perverso- de humo y baratijas que se vende en el mercado y que encuentra compradores ávidos de novedades, de claves para entender lo que sucede, de guías para orientarse en un escenario confuso, profuso y difuso.El especulador ahora podrá decir: “El Presidente se sacó una carta de la manga”, “nadie lo esperaba” (que en buen español quiere decir: Ninguno de los especuladores lo esperaba), “se trató de una auténtica sorpresa”. Y todo ello es posible porque para el mundo de las conjeturas lo mismo vale la información dura y pura que la invención más descabellada.

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