Las pasadas elecciones presidenciales en Estados Unidos dejan una lección que vale la pena rescatar y destacar: el hecho de que el sistema democrático sigue siendo el mecanismo por excelencia para propiciar el cambio político sin rupturas.
Ya Karl Popper había anticipado en La sociedad abierta y sus enemigos que la democracia es la única forma de gobierno en la que la clase política puede ser sustituida sin un derramamiento de sangre. En ese sentido, la gran virtud de ese régimen es que consiente la convivencia pacífica de la diversidad política e ideológica existente en una sociedad al permitir que cada determinado tiempo, mediante las elecciones, los ciudadanos decidan quiénes serán los encargados de tomar las decisiones colectivas y, con ello, que los cambiantes equilibrios políticos se vean reflejados efectivamente en órganos representativos del Estado.
No nos equivoquemos, el estadounidense dista mucho de ser un sistema democrático modélico. Es más, creo que es una de las democracias más disfuncionales, anquilosadas y corruptas de las hoy existentes. La preeminencia del dinero y la presencia y representación de los grandes y poderosos grupos de interés, que inspira la actuación de los partidos y de los políticos, siguen siendo los ejes articuladores de todo el proceso democrático de EU. Sin embargo, con todo, las recientes elecciones evidenciaron que la poderosa coalición de intereses económicos, ideológicos, militares y políticos que se apoderó de la Casa Blanca durante los mandatos de George W. Bush pudo ser echada de la Presidencia a través de la vía electoral.
El triunfo de Barack Obama en ese sentido, más allá de sus méritos personales, de su formidable capacidad para recaudar fondos y de la exitosa estrategia de campaña, centrada más en el planteamiento de propuestas y en la ilusión del cambio, que en responder la agresiva campaña negativa de la que fue objeto tanto en las elecciones primarias como en las constitucionales, reivindica la vía democrática como la vía idónea para procurar la renovación de la clase política.
Por supuesto que la democracia no es una panacea que venga a resolver por sí misma los problemas de la sociedad. Eso depende de la eficacia y la idoneidad de las políticas públicas que sean instrumentadas en cada caso para resolver los desafíos que la realidad impone a los órganos del Estado (ese, por cierto será el reto que ahora deberá enfrentar Obama, al tener que encarar la grave crisis económica estructural que, entre muchos otros problemas, le hereda la catastrófica gestión de Bush). Pero, de cualquier manera, el ejercicio del poder político y las consecuentes decisiones que tomen los gobernantes son la materia del juicio ciudadano que en cada proceso electoral les permite aprobar o no una gestión pública, o bien reprobarla y optar por un cambio renovando de la clase gobernante.
Se trata de un juego virtuoso en el que los ciudadanos (aun los más ignorantes y ajenos a la política —que en ocasiones, como en Estados Unidos, son la mayoría—) son involucrados en el proceso decisional mediante la elección de sus representantes y, por ese simple hecho, tienen la posibilidad de orientar sus destinos políticos inmediatos. Se dice fácil y parece poco, pero en ello reside la gran virtud del sistema democrático: en el derecho-poder de los ciudadanos de decir quién se queda y quién se va.
Ya Karl Popper había anticipado en La sociedad abierta y sus enemigos que la democracia es la única forma de gobierno en la que la clase política puede ser sustituida sin un derramamiento de sangre. En ese sentido, la gran virtud de ese régimen es que consiente la convivencia pacífica de la diversidad política e ideológica existente en una sociedad al permitir que cada determinado tiempo, mediante las elecciones, los ciudadanos decidan quiénes serán los encargados de tomar las decisiones colectivas y, con ello, que los cambiantes equilibrios políticos se vean reflejados efectivamente en órganos representativos del Estado.
No nos equivoquemos, el estadounidense dista mucho de ser un sistema democrático modélico. Es más, creo que es una de las democracias más disfuncionales, anquilosadas y corruptas de las hoy existentes. La preeminencia del dinero y la presencia y representación de los grandes y poderosos grupos de interés, que inspira la actuación de los partidos y de los políticos, siguen siendo los ejes articuladores de todo el proceso democrático de EU. Sin embargo, con todo, las recientes elecciones evidenciaron que la poderosa coalición de intereses económicos, ideológicos, militares y políticos que se apoderó de la Casa Blanca durante los mandatos de George W. Bush pudo ser echada de la Presidencia a través de la vía electoral.
El triunfo de Barack Obama en ese sentido, más allá de sus méritos personales, de su formidable capacidad para recaudar fondos y de la exitosa estrategia de campaña, centrada más en el planteamiento de propuestas y en la ilusión del cambio, que en responder la agresiva campaña negativa de la que fue objeto tanto en las elecciones primarias como en las constitucionales, reivindica la vía democrática como la vía idónea para procurar la renovación de la clase política.
Por supuesto que la democracia no es una panacea que venga a resolver por sí misma los problemas de la sociedad. Eso depende de la eficacia y la idoneidad de las políticas públicas que sean instrumentadas en cada caso para resolver los desafíos que la realidad impone a los órganos del Estado (ese, por cierto será el reto que ahora deberá enfrentar Obama, al tener que encarar la grave crisis económica estructural que, entre muchos otros problemas, le hereda la catastrófica gestión de Bush). Pero, de cualquier manera, el ejercicio del poder político y las consecuentes decisiones que tomen los gobernantes son la materia del juicio ciudadano que en cada proceso electoral les permite aprobar o no una gestión pública, o bien reprobarla y optar por un cambio renovando de la clase gobernante.
Se trata de un juego virtuoso en el que los ciudadanos (aun los más ignorantes y ajenos a la política —que en ocasiones, como en Estados Unidos, son la mayoría—) son involucrados en el proceso decisional mediante la elección de sus representantes y, por ese simple hecho, tienen la posibilidad de orientar sus destinos políticos inmediatos. Se dice fácil y parece poco, pero en ello reside la gran virtud del sistema democrático: en el derecho-poder de los ciudadanos de decir quién se queda y quién se va.
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