RICARDO BECERRA LAGUNA
Lean estos comentarios, caídos todos desde las nubes grises del anonimato y a propósito de la votación por los parquímetros en la colonia Condesa: “Brigadas blancas y se acaban franeleros, viene-viene, valets, chicleros, lavaparabrisas, etcétera”, (sección de opinión de los lectores de Reforma). “Me da gusto leer esta noticia… en todos lados hay gente que se aprovecha y se cree dueño de la calle, un negocio muy lucrativo… ojalá terminen con ellos”, dice otro en El Universal. Mas exaltada, una devota escribió en otra página electrónica: “…fui a la misa que se encuentra en San Cosme… una vieja con su mugrosa hija ya se adueñaron de la calle y cobran 10 pesos por auto que se estaciona afuera de la iglesia”.
Son miles de comentarios en el mismo tono y en la misma dirección. Me entero, incluso de la existencia de un movimiento anti-franelas organizado y militante: “Únete. Hay que actuar ante el miedo, rabia y frustración que es un sentimiento generalizado ante la extorsión de los cuida-coches".
Envueltos en el mismo clima, vecinos y autoridades de Polanco pasaron a los hechos mediante valeroso operativo (“Recuperación de Espacios”, le llamaron) para meter a la cárcel a 16 franeleros que operaban “de manera irregular” (de que otra) en aquella colonia.
Así, en un santiamén, 30 policías en 15 patrullas, limpiaron las calles de Horacio, Murset y Torcuato Tasso. Un tal Pablo Delgado León de 38 años de edad, Giovanni De la Cruz Guerrero de 25; Marcela Álvarez Santos de 52, Jorge González Reyes de 66 años y Alfredo Gurrola Pichardo de 74, entre otros, fueron puestos a buen recaudo, acusados de expropiar las calles para su beneficio personal.
Hasta el Partido Verde anuncia que presentará una iniciativa fulminante para terminar la colusión gubernamental y policiaca con “la gran mafia de los franeleros y viene-viene”.
Un aire clasista (y racista) acompaña la discusión. El propósito comprensible y perentorio para ordenar calles, tráfico y convivencia motorizada, tuvo como uno de sus productos este tipo de condenas y peor, la criminalización automática –consciente o inconsciente- de esos mugrosos que se ganan la vida agitando sus desvergonzados trapos rojos.
Sin embargo, me temo que el prejuicio está condenado de antemano por la propia –grasienta- realidad: y es que la calle (nuestras calles) son el sitio donde se produce el 60 por ciento del empleo neto en México.
Si. Según el Inegi, al tercer trimestre del año pasado, había 29.3 millones de trabajadores informales, más del doble de los calculados con la antigua metodología. En la estadística mejorada, se incluyen ya a las trabajadoras domésticas, quienes laboran sin contrato o seguridad social en empresas, Gobierno, instituciones y en el medio rural.
Pues bien: de todos ellos, los que obtienen sus ingresos en la calle constituyen la inmensa mayoría, incluidos ambulantes, trabajadores por cuenta propia y franeleros.
Así que más nos vale encuadrar bien el problema, precisamente porque es un problema inmenso que no hemos podido encuadrar debidamente ni en sus causas reales, ni en su tamaño y mucho menos, en el bien público que al final, ellos generan.
He dicho bien público y lo repito: los desarrapados franeleros le sacan jugo al espacio para que la mayor cantidad de autos quepan en las calles; normalmente ofrecen el servicio adicional de lavar el auto; orientan a los despistados en el confuso laberinto de señales y letreros citadinos; organizan el tránsito a las horas de mayores problemas y embotellamientos y su presencia ahuyentan a los ladrones, precisamente porque les conviene que muchos confíen en la seguridad de “su” calle.
Dicho de otro modo: los franeleros producen un cierto orden, limitado, precario y local, pero un orden que en muchas zonas ha evitado el colapso del tránsito y de nuestras muchas neurosis automotoras.
Si me asomo por la ventana, invariablemente (incluso los domingos) encuentro a Don Mike: un hombre rechoncho, moreno y bigotón, normalmente vestido de chaleco, gorra y tenis ostensiblemente grandes. Da vueltas desde las ocho de la mañana -de una esquina a la siguiente- en una calle estrechísima que desemboca a la avenida de los Insurgentes. Creo que está asociado a otros tres con los que comparten calle, horario y profesión (¿serán una mafia?). Esa calle es transitable, gracias a su constante corretear, señalar, quitar los huacales y…. cobrar por ello.
¿Es eso un crimen? Menos dramáticamente ¿es ilegal? No lo sé, pero me parece evidente que estamos ante ese tipo de actividades -estira y afloja- en el borde de la ley, que sin embargo resulta útil para la convivencia en ciudades hacinadas, desbordadas, contrahechas y neuróticas como la nuestra.
En efecto: los franeleros son otro ejemplo de que el dichoso mercado de automóviles –cualquier mercado- está lejos de ser perfecto, que el número de coches vendidos y en circulación ya no se ajusta al verdadero espacio vial de nuestras ciudades.
Por una serie de razones culturales, mitológicas, políticas o simplemente por prejuicios, se imaginan grandes proyectos, reformas a gran escala mientras que las iniciativas en pequeña escala son despreciadas y asociadas con el atraso (y peor, con el crimen). Pero, creo, esta manera de pensar bloquea la solución y prolonga la desigualdad.
Como en todo sistema hay situaciones imprevistas o incalculables que no se pueden decidir correctamente. Menos aún, cuando las reglas están inspiradas por utopías urbanas. Lo que funciona entonces son las decisiones contingentes, a ras de suelo (como una progresiva formalización de franeleros, por ejemplo).
Como en la viña del señor, aquí también, hay de todo: abogados ejemplares y leguleyos que sirven a viles y asesinos; funcionarios comprometidos y otros corruptos; empresarios y políticos indispensables y otros simplemente deleznables. Lo mismo pasa con los señores del trapo que se cuentan por millares y de quienes más nos vale, obtener un diagnóstico acertado y ofrecer un cauce racional.
Me temo pues, que lo que le está haciendo falta a nuestra discusión son menos prejuicios y mucho más sentido común.
Con todo, esos franeleros y ese tipo de informalidad, cumplen una función incomprendida que me temo, ha despertado pulsiones equivocadas y un inaceptable arranque –bastante clasista- contra esos espontáneos que se mantienen del desorden urbano que generamos los demás.
*La Silla Rota 29-01-13
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