PEDRO SALAZAR UGARTE
No me detendré en las causas y me parece ocioso interpretar las intenciones de los protagonistas del momento que se vive en el instituto encargado de la transparencia. Lo que me propongo es llamar la atención de los lectores sobre cinco aspectos relevantes de este entuerto que han sido opacados por el ruido del escándalo.
Primero, una cuestión de justicia. Jacqueline Peschard merece un aplauso que no hemos podido darle. Durante su presidencia el IFAI acrecentó su prestigio, su estructura de personal y sus facultades y, de paso, se impulsó la reforma constitucional más ambiciosa en la materia desde que la agenda de acceso a la información se instaló en la política nacional. Todo eso se logró, hoy lo sabemos, a pesar de las tensiones y enconos entre sus colegas. La discreción y el profesionalismo de Peschard ofrecen una lección de ética de la responsabilidad y de talento político. Una fórmula escasa.
La segunda reflexión se descuelga de la anterior. En el IFAI, desde hace años, trabaja un equipo de profesionales que, en medio de este zafarrancho, ven injustamente su labor menospreciada. No se vale. Los funcionarios especializados de ese instituto —muchos de ellos mujeres inteligentes y profesionales— asisten como espectadores a una disputa pública que merma el reconocimiento que merecen. Esa burocracia profesional ha sido un ejemplo de dedicación y no merece cargar con el desprestigio que la gresca acarrea. Los comisionados les deben una disculpa y un reconocimiento.
El tercer comentario se adentra en las vicisitudes del conflicto. Son importantes las distinciones: no es lo mismo de lo que se acusa al actual presidente que lo que se le imputa a una de las comisionadas. De hecho, lo primero empalidece frente a lo segundo. Porque la pereza, la desidia y el desinterés son defectos que, de resultar ciertos, amenazan la capacidad de liderazgo del presidente, pero no configuran faltas graves ni motivan el fincamiento de responsabilidades. Sin embargo, el abuso de autoridad que conlleva, desde una posición privilegiada, iniciar solicitudes de información —algunas de ellas sobre académicos y miembros de la sociedad civil—, participar en su desahogo e incluso ser ponente de asuntos propios, de ser verdad, constituye una falta administrativa grave. Si la comisionada Arzt cometió esos excesos, por lo pronto, debería renunciar.
De ahí la cuarta dimensión del problema que quiero resaltar. Lo que ha sucedido en el IFAI no justifica una remoción de los miembros del pleno del instituto. Una operación política en esa dirección sería un error y un atropello como lo fue la remoción de los consejeros del IFE en 2007. La consolidación institucional pasa por un deslinde de responsabilidades —que podría implicar la separación de la comisionada Arzt de su encargo—, por la normalización de la vida institucional y, como ya se había anunciado, por el nombramiento de dos nuevos comisionados con motivo de la reforma constitucional en ciernes. Estos nombramientos —ojalá— deben responder a las trayectorias y capacidad técnica de los nombrados y no al reparto político que tanto lastima a las instituciones de garantía.
La quinta reflexión es obligada. El IFAI es el resultado de un esfuerzo social y político que involucró a organizaciones civiles, académicos, medios de comunicación y legisladores, y ha madurado gracias al celo de las “transparentólogas” y los “transparentólogos” del país. Hoy tenemos un derecho de acceso a la información y un derecho de protección de datos personales porque dimos la batalla para exigir su garantía. Y, sobre todo, porque resistimos las intentonas regresivas. No es momento para bajar la guardia. Si tiramos la toalla ganarán terreno los sempiternos promotores de la opacidad. Y no olvidemos que son muchos y que están por todos lados. Hoy el IFAI no está en crisis: la crisis está en las dinámicas de su pleno y, quizá, en la calidad moral de uno de sus miembros. Aún podemos evitar que se propague.
*El Universal 31-01-13
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