miércoles, 9 de enero de 2013

MIEDO AL CAMBIO*


PEDRO SALAZAR UGARTE

Reformar la constitución no es cosa de poca monta. Mucho menos si se quiere cambiar el artículo primero y alterar las reglas relativas a los derechos humanos. Por eso sonaron las alarmas cuando el diputado Francisco Agustín Arroyo Vieyra presentó una iniciativa en esa dirección. Se trata del presidente de la Cámara de Diputados, quien, además, es un priísta distinguido y connotado, y su propuesta apunta a neutralizar los efectos progresistas de la reforma de 2011 en materia de derechos. Así que bienvenida la preocupación: el partido en el gobierno propone echar marcha atrás a una de las transformaciones más ambiciosas en materia constitucional del México moderno. Suena exagerado, pero no lo es. Veamos por qué.

Se trata, sobre todo, de una cuestión de jerarquías. Antes, hasta junio de 2011, la Constitución era la norma suprema del ordenamiento jurídico. Estaba, según la teoría clásica, en la cúspide de la pirámide. Las normas contenidas en los 136 artículos de la constitución eran el parámetro de validez de todas las otras normas vigentes en México. Eso implicaba que cualquier norma que contradijera al documento constitucional podía declararse inválida. Para eso servían las acciones de inconstitucionalidad. Así que nuestros derechos estaban en la Constitución y en los demás documentos jurídicos que se ajustaran a la misma. Todo esto cambió con la reforma de 2011. Mutó la lógica de la jerarquía. A partir de entonces la Constitución comparte su supremacía con los tratados internacionales en materia de derechos humanos. Juntos -la Constitución y los tratados- conforman lo que se conoce como "bloque de constitucionalidad". De esta forma, a la vez que aumentó el número de derechos de los que las personas somos titulares, se activó una especie de "jerarquía por contenidos". Esto significa que, en caso de contradicción, la norma que prevalece es la que ofrece mayor garantía a los derechos y no necesariamente la que está "arriba" de la pirámide. A eso se le llama "control de convencionalidad". Toda una revolución jurídica que otros países de América Latina emprendieron desde la última década del siglo XX y que fue clave para su consolidación democrática.

Lo que propone el diputado Arroyo es, sencillamente, volver al pasado. Su idea es introducir un párrafo en el primer artículo de la Constitución que diga que, en caso de contradicciones entre los tratados y la Constitución, prevalecerá esta última. Con ello hace suyas las preocupaciones de abogados y jueces que se han resistido al cambio y pretenden mantener el estado de cosas en el que operaron por décadas. La iniciativa, entonces, tiene seguidores pero, por su sentido, es retrógrada y conservadora. Además es innecesaria porque la propia Constitución, en su artículo 105, ofrece respuesta a la preocupación del legislador del PRI. Ahí se dice que, si existe una contradicción entre cualquier norma general con la Constitución, prevalecerá esta última. Pero también se advierte que si ese conflicto implica una vulneración de los derechos humanos, entonces, prevalecerá el bloque de constitucionalidad. Es decir, imperarán nuestros derechos. De esta forma la Constitución ofrece una salida a las contradicciones normativas que exigen destreza judicial.

Los cambios que conlleva la reforma de 2011 no son fáciles de operar. Más bien lo contrario. Enfrentamos una transición jurídica que impone retos mayúsculos a todos los operadores del derecho. En particular a los jueces que deben conocer los tratados internacionales y aprender a razonar en clave de derechos. Por ello la reforma es una oportunidad que demanda responsabilidad y arrojo. Sienta las bases para una transformación de la cultura jurídica del país que conduce a colocar a los derechos de las personas -contenidos en la Constitución y los tratados- en el centro de las relaciones públicas. Por eso la iniciativa de Arroyo debe desecharse. No por absurda, sino por regresiva.

*El Universal 09-01-13

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