JOSÉ WOLDENBERG
El caso Cassez se ha convertido en un revelador no solo de las diferentes nociones que existen entre nosotros sobre la justicia, sino de las pulsiones que modelan parte de nuestra convivencia. Quizá sea fácil reconocer una injusticia (digo quizá), pero es mucho más difícil entender qué es la justicia.
A la sala de la Corte se le presentó un recurso de amparo en revisión. Sobre ello tenía que decidir. Una mujer condenada a 60 años de prisión por el delito de secuestro. Lo que la Corte encontró fue un rosario de abusos, de violaciones a los derechos de la inculpada, que incluían desde montajes para televisión (del supuesto momento en que eran aprehendidos los secuestradores) hasta inconsistencias en las declaraciones de las víctimas. Y por ello, la Corte decidió que todo el proceso estaba viciado y concedió el amparo liso y llano.
Creo que los tres ministros que votaron en ese sentido entienden que la impartición de justicia tiene su "gracia". Parten de la noción de que todos -incluyendo a los presuntos delincuentes- tenemos una serie de derechos básicos que si son vulnerados la justicia deja de serlo. Es decir, que todo inculpado es en principio inocente hasta que no se le demuestre lo contrario, que la autoridad está obligada a preservar sus derechos y a construir un proceso debido, dado que de lo que se trata es de impartir justicia y no de dar rienda suelta al desquite punitivo. Y enviaron un mensaje a policías, ministerios públicos y jueces, para que en el cumplimiento de su labor entiendan no sólo que están obligados a actuar apegados a la ley (garantizando los derechos de los inculpados), sino que de no hacerlo sus actuaciones se convertirán en un boomerang.
No obstante, eso que debería ser bienvenido generó una ola de malestar que tiene algún nutriente comprensible pero otros son notoriamente espurios.
Entre estos últimos se encuentra la que debería ser una idea desterrada: que el criminal (o peor aún, al que nosotros consideramos criminal) no merece ninguna consideración, ningún trato civilizado. Es la pulsión que entiende a la justicia como venganza. Los presuntos delincuentes serían una especie de perros del mal a los que no se les debe tener ningún respeto, ningún miramiento. Por ese resorte, no es casual que distintas comunidades, en los últimos años, hayan sido actoras de linchamientos a presuntos culpables... El clima de violencia y preocupación, la noción de que las autoridades son incapaces de combatir al crimen, pueden alimentar esas reacciones, pero además -creo- la idea de que a los criminales hay que pagarles con su misma moneda está más que instalada en el imaginario público. Una justicia bárbara, arcaica, está presente en la médula espinal de nuestra sociedad.
La xenofobia. La reiteración obsesiva de la nacionalidad de la "secuestradora", la "francesa", da cuenta de un resorte bien aceitado: la presunción de que "los otros", los que no forman parte de nuestra "comunidad", no son merecedores de garantías. Se explota un chovinismo agresivo que coloca fuera del círculo de los "nuestros" a los no mexicanos a los que se convierte en extraños, intrusos, indeseables.
Pero también subvierte la idea de que la decisión de la Corte no se haya pronunciado sobre "la inocencia o la culpabilidad" de Cassez. Ese dicho perturba legítimamente el sentido común, deja pasmado a más de uno. Existe la sensación de que por esa vía lo sustantivo se desvanece y toma el lugar privilegiado lo adjetivo (el procedimiento). Lo que sucede es que en el caso de la impartición de justicia "el procedimiento" es sustantivo y, si no se sigue, toda la pretensión de castigar conforme a derecho se desploma. Quizá ahí se ubica la fuente del desencuentro mayor entre la Corte y las pulsiones fieras de buena parte de la sociedad. Para esta última lo importante es el castigo, no importa cómo se llegue a él. (Entiendo que la idea del ministro Cossío era la de reconocer violaciones a los derechos de la presunta victimaria pero devolver el caso a un Tribunal Unitario para que "hicieran justicia" limpiando el expediente de montajes, testimonios inconsistentes, etcétera. Pero no prosperó).
El caso devela además las tensiones a las que se ve sujeta la justicia luego de que los juicios mediáticos han dado y socializado su veredicto. Ese contexto de exigencia espurio gravita sobre el imaginario público con una fuerza superior a los dichos del Poder Judicial al que se le confronta con una "realidad" construida desde los medios y que resulta más contundente y poderosa que las complejas disquisiciones de los órganos jurisdiccionales.
Ni la sociedad ni el Estado deben mimetizarse a los delincuentes. No se trata de poner en acto la conseja bíblica de "ojo por ojo", sino de construir un sistema de justicia digno de tal nombre, capaz de ofrecer garantías sustantivas y procesales a los presuntos culpables, para que las sanciones sean legales y legítimas. De lo contrario, Estado y sociedad acaban por parecerse a aquellos a los que legítimamente deben combatir.
*Reforma 31-01-13
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