ÁNGEL TRINIDAD ZALDÍVAR
"Y el primer pleito que hay que librar es, precisamente, a favor del conflicto. Domina al imaginario mexicano la intuición del precipicio y la condena del antagonismo. Bajo esas ideas, ser prudente es ser renuente al conflicto, ubicarlo como el peor de los males. [...] Se piensa que el conflicto nos lanza de inmediato a la selva de lo ingobernable... [Tenemos que] confiar, por vez primera, en la fertilidad del conflicto". ¹
El silencio es el ruido de los regímenes autoritarios. En esos sistemas hablar y opinar está prohibido y a veces penado. En un régimen democrático se ventilan las diferencias porque el aire fresco no sólo no debilita a las instituciones sino también las fortalece.
Adam Przewoski afirmó que la democracia consiste en la institucionalización del conflicto, es decir, es un sistema que genera canales para dar curso a las diferencias -inevitables-, entre los múltiples grupos que integran una sociedad. En efecto, en las democracias avanzadas, el conflicto es el pan de cada día, y es a partir de él que, a la luz del escrutinio público, se define cuál será el rumbo de las instituciones del Estado. Baste como ejemplo las sesiones del parlamento británico, donde el primer ministro defiende -y la oposición ataca, no siempre de manera muy cortés-, su programa de trabajo.
En México, diversos autores -Ramos, Ramírez, Paz, y recientemente Castañeda- han hablado de que parte de la identidad mexicana "es la evasión del conflicto, la huida ante la confrontación, la búsqueda constante de eufemismos" es decir, el no llamar a las cosas por su nombre. En el caso de las instituciones públicas, se piensa que cualquier conflicto equivale a su debilitamiento. Por el contrario, cuando se trata de asuntos públicos, es el callar y no enfrentar la realidad, lo que puede traer consecuencias funestas. Pareciera como si el andamiaje institucional que poco a poco ha permitido generar condiciones democráticas en México, fuera tan frágil, que, al soplar de cualquier viento, se fuera a venir abajo.
Esto no es así. Hay que echar luz sobre el conflicto dentro de las instituciones. Y ello porque las causas de éste, y la forma en que el mismo se resuelva, son del interés de toda la ciudadanía, en tanto que quienes se confrontan toman decisiones en nombre del interés público, con recursos públicos y en ejercicio de facultades otorgadas por ley. De ahí que sacar a la luz estos conflictos no necesariamente resulte en un perjuicio a la institución; al contrario, en algunos casos puede resultar la vacuna oportuna que le salve.
Sin embargo, pareciera que el problema se da cuando alguien se atreve a levantar la voz y señalar errores y corruptelas en la administración pública: de inmediato se acusa de daño a las instituciones. Bajo esa lógica los medios y los periodistas no deberían de existir, porque entre otras cosas para eso están, para vigilar con lupa el quehacer público y señalar cualquier desviación. Así las cosas, hay algo que no me cuadra. Si los medios denuncian, bien, se fortalece la democracia. Si quien lo hace es un servidor público, entonces a la picota. ¿Tienen los medios el monopolio de la denuncia y la búsqueda de un mejor país? De ser así pareciera que el servidor público está perdido. Si no denuncia, se le acusará de complicidad; si lo hace, se dirá que está destruyendo las instituciones. ¿Qué mensaje le estamos dando al servidor público que quiere denunciar? Que no lo haga, pues se arriesga a ser linchado.
Si aceptamos que la denuncia daña tanto a las instituciones, entonces quedémonos todos -sociedad, medios, academia, servidores públicos- callados y dejemos de denunciar a gobernadores, presidentes municipales o altos funcionarios de la Federación, porque hacerlo significa restarle credibilidad a las instituciones. Shhh. Silencio, "hombres (y mujeres) corrompiendo(se)".
*Reforma 24-01-13
¹ Jesús Silva-Herzog Márquez, "Los buenos pleitos", Reforma, Ciudad de México, 30 de noviembre de 2009.
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