PEDRO SALAZAR UGARTE
A nuestro país le consumen energías ingentes a sus elecciones. Son muchos los recursos, las ideas y las gestiones que dedicamos a los procesos electorales. Basta con echarle un vistazo a los periódicos de las últimas semanas para constatarlo; prácticamente todos los columnistas han hablado de lo que pasó el 2 de julio, de los escenarios que nos esperan, de la impugnación, de lo que hará el Tribunal, etcétera. El tema lo amerita pero, como nos enseño Paracelso, “el veneno está en la dosis”; creo que es tiempo de ubicar a la elección en su contexto y colocar la atención también en otros procesos y otras instituciones clave para la democracia constitucional. La Suprema Corte de Justicia y la inminente designación de los dos nuevos ministros son temas estratégicos. Hace algunos años la Fundación para el debido proceso propuso unos lineamientos para realizar una selección transparente y meritocrática de los jueces constitucionales. La propuesta está centrada en el proceso de nombramiento y, dentro del mismo, se recomienda —antes de señalar candidatos— definir el perfil idóneo de los futuros juzgadores. Los atributos que se sugiere garantizar son fáciles de suponer (y difíciles de reunir): independencia, imparcialidad, honorabilidad, una historia de conducta intachable, conocimiento legal notable, excelente capacidad de expresión oral y escrita, capacidad analítica, compromiso con el poder judicial, con los derechos humanos, los valores democráticos y la transparencia y capacidad para entender las consecuencias de sus decisiones, básicamente. Pero hay una cualidad que merece mención aparte: “inteligencia creativa altamente desarrollada”. Creo que, sin desdeñar a los anteriores, en el México de hoy, éste es el atributo crucial. A los abogados de esta generación ya no nos sirve mucho de lo que aprendimos en la universidad. Nos enseñaron que la Constitución era la norma suprema y ya no lo es; nos formamos pensando en el paradigma del “ordenamiento jurídico nacional” y ahora debemos entender al “bloque de constitucionalidad” que incorpora a los tratados internacionales; aprendimos que el control difuso que ejercían los jueces sólo implicaba la inaplicación de una norma pero ahora conlleva su invalidez; cursamos la materia de “garantías individuales”, que ahora será “derechos humanos” (con todo lo que ello supone); conocimos unas reglas en materia de amparo que ya no están en la Constitución. Y eso por no hablar del sistema de justicia penal en mutación, de los nuevos derechos que se oponen ante particulares (como la no discriminación y los datos personales), de las nuevas instituciones de garantía (IFAI, Conapred, etcétera.). En fin, estudiamos bajo un paradigma jurídico y una constitución que ya no existen. Por eso quienes aspiren a ser expertos en Derecho, aunque parezca paradójico, tienen que aprender a desaprender. Y para ello hace falta mucha inteligencia creativa. No es una cuestión de edad, sino de actitud mental. El presidente de la Corte, Juan Silva Meza, por ejemplo, es un hombre mayor que ha demostrado contar con buena dosis de esa inteligencia. Y ello a pesar de ser un juez de carrera. Digo esto último consciente de sus implicaciones porque pienso que este no es un buen momento para reforzar a la Corte con miembros del Poder Judicial. Por muchas —y buenas— razones quienes han hecho una carrera jurisdiccional oponen resistencia a romper paradigmas, a mirar otras experiencias, a considerar las consecuencias políticas de sus decisiones. Los jueces y magistrados están entrenados para concebir al derecho solamente como un instrumento técnico y los dos nuevos ministros —o, por supuesto, ministras—, en cambio, necesitarán creatividad y sensibilidad política porque participarán en una etapa de mutación del sistema jurídico nacional. Las reformas de derechos humanos y de amparo del año pasado son los detonadores de una transformación que —temo— pocos han calibrado. Y la detonación puede ser creativa o demoledora.
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