DIEGO VALADÉS
La inconformidad ha saltado a la calle con motivo de la elección presidencial. Con independencia de la controversia electoral, hay muchos elementos para inferir que el problema de fondo tiene que ver más con la manera de ejercer el poder que con la forma alcanzarlo. Lo que hoy atrae la atención es lo coyuntural, pero tenemos que ir a la raíz de nuestras dificultades. Atribuir todo a la voluntad de una persona es simplismo puro.
Ningún sistema electoral es perfecto; todos están expuestos a numerosos riesgos, muchos de los cuales no pueden ser superados sólo mediante disposiciones restrictivas. Lo que agrava o atenúa las deficiencias de un sistema electoral es el régimen de gobierno. La forma de actuar de gobernantes y representantes tiene mucho que ver con las respuestas de los electores en situaciones críticas.
Un asunto que no solemos discutir es el monopolio del poder, que afecta la vida institucional nacional y la de cada uno de los estados. Es difícil encontrar un sistema presidencial contemporáneo con las características del nuestro. En México el poder ejecutivo está constitucionalmente concentrado en una sola persona (artículo 80); el Congreso no interviene en el programa de gobierno y los ministros sólo son responsables ante el presidente, no ante los representantes de la nación. El gobierno "pertenece" a quien obtiene la mayoría simple. En el caso actual, con el 38% de los votos se conquista el 100% del poder gubernamental. A la inversa, el 62% de los electores tiene que conformarse con el 0% del poder. Esta es una asimetría insostenible en una democracia.
Nuestro régimen de gobierno era explicable en un periodo de partido hegemónico, pero cuando la realidad electoral cambió se omitieron los ajustes necesarios para racionalizarlo. Sorprende que este fenómeno no haya sido señalado por ningún partido ni se aspire a corregirlo. No fue un tema de campaña ni está siendo ventilado en medio del diferendo poselectoral. De seguir así no disminuirá la tensión previa a la toma de posesión y nos encaminamos hacia más desencuentros entre el gobierno y el Congreso en el próximo sexenio.
Las soluciones son sencillas en su enunciado, aunque parecen difíciles en cuanto a su adopción por las partes involucradas en la actual polémica política. Un aparente remedio consistiría en establecer la segunda vuelta en el caso de que ningún candidato presidencial obtuviera la mayoría. Empero esto no serviría para el caso presente, porque lo más próximo que podría aplicarse sería en 2018. Por otro lado, si se adoptara en el futuro, más que resolver lo que ahora padecemos, lo agravaría. Los sistemas de dos vueltas propician la dispersión del voto en la primera ronda y los acuerdos coyunturales en la segunda. En Francia, donde hay segunda vuelta, para evitar la concentración del poder existe un primer ministro y los miembros del gabinete lo suelen ser también del parlamento; además, la Asamblea Nacional aprueba la declaración de política general (programa) del gobierno.
La tensión poselectoral que vivimos fue prevista por muchas personas que de tiempo atrás sostenemos la necesidad de un cambio en el régimen de gobierno. El conflicto en curso está relacionado con ese régimen, aunque sus protagonistas no lo expresen así. Si no ahondamos el análisis, no encontraremos las soluciones, y todo lo más que conseguiremos es que México siga sin poder superar la inequidad social, la inseguridad, la corrupción, el estancamiento económico y la mediocridad política.
Para racionalizar el sistema presidencial hay que hacerlo responsable y competente. Un presidente tendrá más fuerza política cuando entienda que el poder se debe compartir con los gobernados. Se comparte el poder cuando el programa de gobierno y las consiguientes acciones legislativas para su instrumentación cuentan con la mayoría en el Congreso; cuando los ministros tienen personalidad propia, influyen en la opinión pública y disponen de apoyo parlamentario; cuando los representantes de la nación pueden ejercer un control sistemático sobre los gobernantes. Esto no es novedoso; es lo que ocurre en la mayor parte de los sistemas presidenciales contemporáneos.
También hay que reformar en esa dirección el poder local. En los últimos lustros ha renacido el caciquismo, en detrimento de las libertades públicas en los estados, con abundantes muestras de corrupción y de inoperancia política.
Minimizar el conflicto poselectoral o perder de vista sus causas verdaderas nos aleja de las soluciones democráticas que todos queremos para el país.
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