RODOLFO VÁZQUEZ
Hace 15 años, Avishai Margalit publicó un libro inspirador cuyo título invitaba a una lectura inmediata: La sociedad decente. Desde la introducción atrapaba al lector con una definición y una distinción que servirían de leitmotiv para todo el libro y que conservan la frescura de las intuiciones lapidarias:
¿Qué es una sociedad decente? La respuesta que propongo es, a grandes rasgos, la siguiente: una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas. Y distingo entre una sociedad decente y una civilizada. Una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan unos a otros, mientras que una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas.1
Las instituciones y las autoridades públicas “no humillan” cuando satisfacen las expectativas ciudadanas; cuando no ignoran, abusan de o excluyen a los individuos que forman parte —por origen, elección o necesidad— del colectivo social; cuando abren los canales de participación plural para hacer exigibles, sin violencias, las innumerables demandas de bienestar y seguridad; cuando, en definitiva, contribuyen a la autoestima de la persona mediante el reconocimiento y promoción de su autonomía, dignidad e igualdad. La humillación, continúa Margalit,
[…] implica una amenaza existencial y se basa en el hecho de que quien la perpetra —especialmente la institución que humilla— tiene poder sobre la víctima asaltada. Conlleva también, especialmente, la sensación de desamparo total que el matón provoca en la víctima. Este sentimiento de indefensión se manifiesta en la temerosa impotencia de la víctima de proteger sus propios intereses. […] El concepto de humillación como pérdida de control es el concepto operativo de degradación entendido como la destrucción de la autonomía humana.2
Lamentablemente, abundan los ejemplos en los que se hace manifiesta esa perseverante degradación de la condición humana —a la que se refiere Margalit— en aquellos Estados cuyas instituciones y funcionarios públicos viven al amparo de la corrupción, el servilismo, la violencia, la complicidad y la más absoluta impunidad. Y si bien la degradación moral y política no es atribuible en exclusiva a las autoridades, y es legítimo que se piense en alguna participación de la ciudadanía en general, toca a aquélla cargar con la responsabilidad que supone detentar el poder público: tener en sus manos la posibilidad de construir y aplicar leyes, administrar los recursos del Estado y asegurar el orden social sancionando los actos de ilegalidad y domesticando cualquier manifestación de violencia, incluidos aquellos de los que pueden hacer uso los llamados poderes fácticos o “salvajes”, para usar la expresión de Luigi Ferrajoli.
Sociedades moderadas, decentes y justas
Una sociedad decente, una sociedad cuyas instituciones no humillan, se encuentra en un escalón superior al de las sociedades que Margalit califica de “moderadas” y, al mismo tiempo, en un escalón inferior al de las sociedades “justas”. En las moderadas se busca erradicar la crueldad física, el castigo físico; en las justas se pretende hacer valer el principio de justicia distributiva. Existe entre las tres una suerte de orden lexicográfico, acumulativo: “La sociedad decente también tiene que ser moderada y la sociedad justa también tiene que ser decente”.3
En 1990, Judith Shklar publicaba un libro en el que se daba a la tarea, entre otras cosas, de mostrar el lado humano del pensamiento liberal poniendo el acento no en una teoría de la justicia sino en Los rostros de la injusticia.4 El peor de los males es la crueldad y entendía por ésta, en uno de sus ensayos más citados, “la deliberada imposición de daños físicos —y, secundariamente, emocionales— a una persona o a un grupo más débil por parte del más fuerte con el objetivo de alcanzar algún fin, tangible o intangible, de éste último”.5 Es tarea de una sociedad liberal, pensaba Shklar, evitar el sufrimiento y construir una sociedad libre a partir de la ausencia de temores y de la eliminación, con todos los instrumentos legales y políticos a la mano, del “miedo al miedo”: “La cosa de que tengo más miedo es el miedo —decía Montaigne—, más importuno e insoportable que la muerte”.6 Una sociedad moderada se compromete con la erradicación de todo trato cruel, inhumano y degradante —tortura y vejaciones físicas— y, de esta manera, de cualquier forma de fundamentalismo violento y de terrorismo de Estado, cuya finalidad es la creación de un temor generalizado en la sociedad. Entiendo por terrorismo de Estado, en los términos de Ernesto Garzón Valdés,
[...] una forma de ejercicio del poder estatal cuya regla de reconocimiento permite y/o impone, con miras a crear el temor generalizado, la aplicación clandestina, impredecible y difusa, también a personas manifiestamente inocentes, de medidas coactivas prohibidas por el ordenamiento jurídico proclamado, obstaculizando o anulando la actividad judicial y convirtiendo al gobierno en agente activo de la lucha por el poder.7
Por su parte, una sociedad decente, en los términos de Margalit/Shklar, pone el acento en la crueldad psicológica o mental, en la degradación de la autoestima, en la humillación a través de acciones u omisiones realizadas por seres humanos. El desempleo, la miseria y la pobreza, las enfermedades que pueden ser atendidas y curadas a tiempo, el analfabetismo, la imposibilidad de acceder a espacios públicos de recreación y cultura, la privación de futuro para los jóvenes, el trato al prójimo como un ser no humano, inexistente o invisible, son situaciones humillantes. No se trata de “desgracias” o de acciones naturales incontrolables por el hombre, sino de acciones u omisiones deliberadas o susceptibles de ser orientadas o reorientadas por la acción humana. Por ello se entiende que una de las formas más grotescas de humillación es pensar que todos esos males son producto de fuerzas o leyes naturales contra las que sólo cabe esperar una actitud de resignación. Los apóstoles del mercado a ultranza, por ejemplo, terminan borrando “los rostros de la injusticia”.
Una sociedad decente debe ser el preámbulo para una sociedad justa. En ésta no sólo se han eliminado la crueldad física y la humillación, sino que se ejercen acciones que permiten una adecuada distribución de bienes, recursos y derechos que exigen del Estado acciones de bienestar decididamente positivas. Es cierto, como sostiene Shklar, que a fuerza de insistir en los criterios de distribución se han descuidado en los países desarrollados las condiciones que hacen posible la moderación y la decencia entre los miembros de la sociedad. Podría darse el caso de que los individuos pertenecientes a una sociedad liberal y democrática se sientan comprometidos con la justicia de sus propios ciudadanos y, al mismo tiempo, no se sientan responsables de la humillación hacia personas que no cumplen con los criterios de pertenencia a dicha sociedad pero que, por muy diversas razones legítimas, viven en ella. Tal es el caso paradigmático de los inmigrantes o de los trabajadores extranjeros que se ven en la necesidad de realizar el trabajo “sucio” que no realizan los miembros de la sociedad y a los que no se considera ciudadanos. No se trata sólo de un problema de justicia distributiva o de eficiencia, sino de un trato excluyente que suele acompañarse de actitudes xenófobas legitimadas política y hasta jurídicamente. Otro tanto cabe decir de las personas que distribuyen alimentos a las víctimas de una hambruna o de alguna catástrofe: “Los lanzan desde el camión como si los receptores fuesen perros”. De nueva cuenta, la distribución puede ser justa y eficiente, pero no dudaríamos de que la forma de llevarla a cabo es humillante.8 En ambos casos se da lugar a una humillación institucional y, por tanto, a una sociedad indecente, pero “justa”. Este déficit liberal no tiene justificación alguna: “Una sociedad justa debería ser, en espíritu, una sociedad decente, tanto para sus miembros como para quienes no pertenecen a ella”.9
Las sociedades justas deben comprenderse de manera incluyente, es decir, incorporando la moderación y la decencia. No es tarea fácil trazar las fronteras entre unas sociedades y otras. Ahí donde parecen haberse alcanzado altos niveles de distribución equitativa y, por lo mismo, niveles óptimos de calidad de vida, aparecen o reaparecen situaciones de crueldad y humillación de difícil contención. Piénsese, de nueva cuenta, en las actitudes xenófobas de buena parte de los gobiernos conservadores y de partidos de ultraderecha radical en Europa, o en la sistemática violación de derechos humanos en países emergentes como China, con sonados logros en el crecimiento económico y en el abatimiento generalizado de la pobreza.
La situación en Latinoamérica invita a un análisis atento y cuidadoso. En principio el lastre de la desigualdad nos distancia sensiblemente de los ideales de una sociedad justa. El primer Informe regional sobre desarrollo humano para América Latina y el Caribe (2010), elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), arroja cifras muy preocupantes: 10 de los 15 países más desiguales del mundo se encuentran en América Latina y el Caribe. De acuerdo con el coeficiente de Gini —el indicador más usado para medir la desigualdad en términos de ingreso—, la desigualdad en nuestra región es 65% más elevada que la de los países de ingreso alto, 36% más alta que la de los países del Este asiático y 18% más alta que el promedio de la África subsahariana. La violencia institucional en muchos de nuestros países mantiene postradas a nuestras sociedades en una interminable y desesperante humillación que, lamentablemente, ha erosionado también los ámbitos de la intimidad y privacidad personal, familiar y comunitaria, y hace dudar de las posibilidades de una convivencia civilizada.
Todo indica, como bien decía el juez argentino Eugenio Zaffaroni, que lejos de que los países latinoamericanos transitemos de un Estado legal de derecho a uno constitucional, involucionamos, de nueva cuenta, hacia un Estado “decretal” de derecho.10 Lejos de consolidar una cultura de la legalidad robusta en el marco de un Estado democrático y social de derecho, nos encaminamos hacia una cultura de la (I)legalidad, en donde lo que priva es lo que Guillermo O’Donnell ha llamado una “ciudadanía de baja intensidad”:
Quiero con esto decir que todos tienen, al menos en principio, los derechos políticos que corresponden a un régimen democrático, pero a muchos les son negados derechos sociales básicos, como lo sugiere la extensión de la pobreza y la desigualdad. […] A estas personas se les niegan también derechos civiles básicos: no gozan de protección ante la violencia provincial ni ante diversas formas de violencia privada; se les niega el fácil y respetuoso acceso a las instituciones del Estado y a los tribunales; sus domicilios pueden ser allanados arbitrariamente y, en general, son forzados a llevar una vida que no sólo es de pobreza sino también de sistemática humillación y miedo a la violencia. […] Estas personas, a las que llamaré el sector popular, no son sólo materialmente pobres, son también legalmente pobres.11
El sociólogo chileno Jorge Larraín ha expresado esta situación con una frase intimista y contundente: vivimos el “síndrome de desesperanza aprendida”.12 No se trata sólo de desplazados, sino de un número creciente de individuos que han perdido la ilusión de un futuro y les resulta insostenible la persistencia en un clima de incontrolable inseguridad. Todo ello abona en favor de una creciente desconfianza de la ciudadanía en las instituciones políticas, sociales y económicas, que merma la cohesión social y destruye los cimientos del llamado “capital social”.13
Tal parece que un buen sector de nuestras poblaciones vive en una dinámica que el jusfilósofo brasileño Óscar Vilhena ha caracterizado con los términos de “invisibilidad de los extremadamente pobres”, “demonización de los que cuestionan el sistema” e “inmunidad de los privilegiados” o de los detentadores fácticos del poder.14 Trilogía que se corresponde con otra, no menos dramática: la corrupción, ineficiencia e impunidad de nuestros gobernantes. Por ello, tiene razón Ernesto Garzón Valdés cuando critica a un buen número de estudiosos latinoamericanos por vivir bajo el “velo de la ilusión” y disimular nuestros fracasos bajo eufemismos como el que encierra la expresión “transición a la democracia”, que sólo justifica el “retraso” o el “apartamiento de la meta proclamada”; o bien por vivir bajo la ilusión de un “Estado de derecho” cuando existe una distancia abismal entre las reglas formales y las reglas vividas:
Hablar de la vigencia del rule of law es, en la mayoría de los países de América Latina, desfigurar la realidad jurídica y despistar a quien quiera interesarse por las normas que rigen el comportamiento de gobernantes y gobernados en amplios campos de la vida social. A quien tenga predilección por las citas literarias, me permito recordarle la siguiente frase de un personaje de Alejo Carpentier: “Como decimos allá, ‘la teoría siempre se jode en la práctica’ y ‘jefe con cojones no se guía por papelitos’”.15
“Instituciones suicidas”
Tuvimos que ser testigos del desplome de las torres gemelas en 2001 y del colapso del sistema financiero en 2008 para caer en la cuenta de la crisis de un sistema global que pretendió erigirse sobre la unilateralidad de una potencia mundial hegemónica y de una democracia y un sistema de mercado sin límites ni controles institucionales.
Después de 2001, y emblemáticamente con el Acta Patriótica de Estados Unidos, asistimos a un reposicionamiento de actitudes y decisiones ultraconservadoras. Como un botón de muestra de estas posiciones, considérense algunos testimonios en relación con el tema de la tortura:
No podemos saber si un preso es un terrorista operacional mientras no nos dé información [...]. No pienso en tortura mortal. Pienso, por ejemplo, en una aguja esterilizada que se introduce debajo de la uñas. Claro, eso no sería conforme a los convenios de Ginebra. Pero ustedes saben que en todo el planeta hay países que violan los tratados de Ginebra. Lo hacen en secreto, como lo hicieron los franceses en Argelia. (Palabras de Alan M. Dershowitz, jurista de la Universidad de Harvard, pronunciadas el 4 de marzo de 2003, en un programa de CNN.)16
Revisé la lista de técnicas de interrogación y había dos que pensé que iban demasiado lejos, aun en el caso de que fueran legales. Pedí a la cia que no las usaran. La otra técnica era el waterboarding (submarino), un proceso que simula el ahogamiento del interrogado. No me cabe duda de que el procedimiento era muy duro, pero los médicos expertos le aseguraron a la cia que la técnica no provocaba daños permanentes. (Palabras de George W. Bush, de su libro Decision Points.)17
Ronald Dworkin ha mostrado cómo el miedo y el terror, así como un patriotismo desbordante, son malos consejeros con respecto a los frenos institucionales que requiere una sociedad liberal y democrática para evitar “autoeliminarse”; es decir, para no destruir sus instituciones basadas en principios o convicciones normativas: “De esta manera, nuestro país, hoy día, encarcela a un amplio número de personas, secretamente, no por lo que han hecho, ni por una evidencia ‘caso por caso’ que permita suponer que es peligroso dejarlas en libertad, sino porque caen en una vaga definición de clase […]”.
El caso de los tribunales militares establecidos para procesar a los acusados de terrorismo es un claro ejemplo de abuso de poder. Los tribunales son secretos, se rigen por las reglas que establece el sectarismo de la Defensa y pueden condenar a la pena de muerte a un inculpado por simple mayoría de los jueces que lo procesan. Y continúa Dworkin: “Éste es el tipo de proceso que asociamos con la ilegalidad de las dictaduras totalitarias. Si cualquier norteamericano fuera juzgado por un gobierno extranjero de esa manera, aun por una falta menor, no digamos un crimen capital, denunciaríamos a ese gobierno como un gobierno criminal”.18
Las democracias constitucionales y los sistemas de mercado, si no son muy cautelosos a través de limitaciones debidamente normadas por el Estado, fácilmente se suicidan.19
Con respecto a la democracia, bastaría con tener presente el llamado peligro de la “obesidad mayoritaria”.20 Si es cierto que en política como en economía el actor racional es aquel que aspira a maximizar sus beneficios y reducir sus costos, y si es cierto que una de las formas más eficaces de lograrlo es procurando que los demás hagan lo que uno quiere, no cuesta mucho inferir que quien detenta el poder procurará aumentarlo imponiendo aquellos comportamientos que lo beneficien aun cuando esto suponga lesionar la autonomía de los individuos. Este aumento de poder no tiene que contradecir las reglas del procedimiento democrático; bastaría pensar en la posibilidad de coaliciones mayoritarias que terminen ejerciendo un poder despótico sobre las minorías, lo que Hans Kelsen llamó “el dominio de las mayorías”. La democracia procedimental se presentaría entonces como una fuente legitimadora de las tiranías individuales o de las tiranías mayoritarias; es decir, de la propia destrucción de la democracia. Por eso resulta muy pobre el discurso de los defensores a ultranza de las democracias electorales, como si el tránsito a una auténtica democracia dependiera de tales procedimientos sin un cuestionamiento a fondo del desarrollo humano, de los derechos —no sólo civiles y políticos sino también sociales— y de una “subyacente perspectiva universalista del ser humano como un agente”, es decir,
[…] alguien que está normalmente dotado de razón práctica y de autonomía suficiente para decidir qué tipo de vida quiere vivir, que tiene capacidad cognoscitiva para detectar razonablemente las opciones que se encuentran a su disposición y que se siente —y es interpretado(a) por los demás como— responsable por los cursos de acción que elige.21
Dígase otro tanto del mercado. Desde las primeras clases de economía el estudiante aprende la teoría de la mano invisible y los resultados que produce cuando se dan ciertas condiciones idealizadas: que todo lo que importa en la vida proceda del consumo privado de bienes; que la información sea perfecta, los bienes infinitamente divisibles y los agentes económicos perfectamente racionales. Por supuesto, estas condiciones nunca se dan en los mercados reales: ahí las transacciones no son nunca iguales a cero, la información es asimétrica y se generan externalidades negativas con respecto a terceros que no participan en la transacción, por ejemplo, el caso de los free riders o gorrones, la contaminación, etcétera. El problema no reside tanto en el contraste entre estos dos mundos, que el buen economista reconoce y con el que aprende a lidiar desde el principio de su formación. El problema reside en seguir considerando a la institución del mercado como algo bueno per se, algo que por su propio dinamismo, en la medida en que se minimicen los factores de distorsión, producirá las bondades requeridas por cualquier sociedad medianamente decente. Éste es el optimismo delirante del economista clásico, que se encuentra a medio camino entre la ingenuidad y la franca insensatez. Si, además, como afirman algunos economistas libertarios como Friedrich Hayek, el mercado es condición necesaria de la democracia y se acepta también esta tendencia del mercado a su concentración, entonces el escenario se nos vuelve doblemente enfermizo.22
La exigencia de un Estado de derecho
Dicho lo anterior, ¿no estaría más que justificada la creciente desconfianza y el desencanto actual de una buena parte de la ciudadanía con respecto a las instituciones políticas, sociales y económicas? Pienso que sí pero, cuidado, la solución no está en una suerte de apuesta a la anarquía o a la espontaneidad popular. Algunos colectivos en Europa, en América Latina, en los países árabes y en otras regiones, más allá de ideologías, piensan que es factible construir democracias sin representantes ni partidos políticos, mercados sin instituciones financieras y reguladoras, periodismo sin agencias noticiosas o televisivas, huelgas sin sindicatos… En una palabra, construir una suerte de pacto social sin instituciones intermedias, sin canales de transmisión entre sociedad civil y Estado. Creo —estoy convencido— de que esta solución es falsa. No se trata de minimizar, mucho menos de eliminar, la importancia y necesidad de estas instituciones. De lo que se trata, más bien, es de transparentar y hacer eficientes esos canales; sancionar judicialmente los manejos turbios y corruptos de los recursos públicos; crear un cuerpo de comunicadores profesionales —entre el gobierno y la ciudadanía, la banca y el usuario, los medios y los lectores y escuchas, el sindicato y los trabajadores— que sepan usar el lenguaje y entiendan el comportamiento del hombre y la mujer de la calle.23 De lo que estamos hablando, a fin de cuentas, es de construir y consolidar no un Estado con derecho, sino un Estado de derecho; un “imperio de la ley” que nos permita ingresar poco a poco en ese círculo virtuoso en el cual las normas legales y constitucionales acompañan, facilitan, hacen posible una sociedad más productiva, comunicada y equitativa. ¿De qué hablamos cuando usamos la tan traída y llevada expresión de “imperio de la ley”? Nada más, ni nada menos, que de cuatro exigencias esenciales:24
En cuanto a la autoridad que emite las normas, debe hallarse facultada para hacerlo por una norma jurídica de competencia. Esta exigencia cancela, sin más, la posibilidad de los gobiernos de facto y la actuación ultra vires de cualquier autoridad;
Las normas jurídicas deben ser generales, es decir, sus destinatarios deben ser identificados por rasgos generales y no mediante aspectos particularizados o definidos. La generalidad de las leyes se justifica reconociendo un principio ético fundamental, el de la imparcialidad;
Las normas jurídicas deben ser prospectivas y no retroactivas; estables, pero no inmutables en el tiempo. La prohibición de la retroactividad cumple con la exigencia de que el individuo no sea objeto de un reproche o una sanción por una conducta anterior en el tiempo y que, por tanto, ya no es pertinente reconsiderar. La estabilidad es una condición indispensable para guiar el comportamiento del destinatario, que no debe sujetarse a modificaciones de la ley por circunstancias irrelevantes;
Las normas jurídicas deben ser claras y transparentes. La claridad excluye el uso deliberado de expresiones de gran vaguedad, tipos penales abiertos o conceptos indeterminados que sólo contribuyen al incremento desmesurado de la discrecionalidad, potencialmente adversa a la seguridad ciudadana. De igual manera, el principio de transparencia de las leyes es requisito indispensable para el desarrollo de un proyecto de vida personal confiable. Como acertadamente afirma Joseph Raz, “el derecho tiene que ser abierto y adecuadamente publicitado. Si está hecho para guiar a los individuos, éstos tienen que estar en posibilidad de encontrar lo que el derecho es”.25
Aceptadas estas cuatro exigencias, no es difícil imaginar entonces de qué manera se puede vulnerar el Estado de derecho si no se satisface el principio de imperatividad de la ley. Un ordenamiento jurídico que contemplara la creación y aplicación de normas jurídicas discriminatorias, retroactivas e inestables, secretas y confusas no podría más que atentar contra los proyectos de vida elegidos libremente por los individuos. Dicho ordenamiento terminaría por considerar a las personas no como fines en sí mismas sino como medios al servicio de intereses oscuros e ilegítimos. Las consecuencias no podrían ser más trágicas dado que se deslegitima el sistema político, se destruye el profesionalismo, se impide la planificación y se imposibilita toda previsibilidad, al tiempo que se segrega y desanima a los individuos honestos. El principio de imperatividad de la ley, finalmente, debe descansar sobre una exigencia ética más radical, a saber, que los individuos, los destinatarios de la ley, deben ser tomados en serio, es decir, deben ser considerados como seres autónomos y dignos.
Es en este ámbito del “imperio de la ley”, y sólo en él, donde debe enmarcarse y comprenderse el sistema de mercado. El mercado no es enemigo de las normas, ni de la justicia. Como ha dicho el filósofo político español Daniel Innerarity, “la regulación de los mercados –ese objetivo tan propio de la tradición socialdemócrata– no es una estrategia para anularlos, sino para hacerlos reales y efectivos, es decir, para ponerlos al servicio del bien público y la lucha contra las desigualdades”. Tomo este párrafo de una editorial publicada en el periódico español El País que lleva un título sugestivo: “El mercado, un invento de la izquierda”.26
El consenso socialdemócrata y las patologías de la desigualdad
Pienso que resulta difícil y políticamente incorrecto poner en duda las bondades de un Estado de derecho; la denuncia y crítica de toda forma de totalitarismo, de crueldad y de humillación; la necesidad de un mercado adecuadamente regulado, y la construcción de una democracia representativa acotada por los límites infranqueables que establecen los derechos humanos en el marco de un Estado constitucional. Todo esto suena bien. Sin embargo, como decía el recientemente fallecido historiador inglés Tony Judt, “algo va mal”. Algo no ha caminado bien en nuestras sociedades modernas y, concretamente, en nuestros países latinoamericanos.
Desde la posguerra hasta finales de los años setenta del siglo pasado, escribía el politólogo Ralf Dahrendorf en 1979, el consenso socialdemócrata significó “el mayor progreso que la historia ha visto hasta el momento. Nunca habían tenido tantas personas tantas oportunidades vitales”. No deja de ser significativo el título del ensayo del que se toma esta cita, “The End of the Social Democratic Consensus”.27 En efecto, las tres décadas siguientes (1980-2010) han “arrojado por la borda”, en términos de Tony Judt, los logros paulatinos de un siglo (1880-1980), que al menos para las sociedades avanzadas de Occidente significaron una reducción significativa de la desigualdad: “Gracias a la tributación progresiva, los subsidios del gobierno para los necesitados, la provisión de servicios sociales y garantías contra las situaciones de crisis, las democracias modernas se estaban desprendiendo de sus extremos de riqueza y pobreza”.28 Hoy, sin embargo, asistimos a la más vergonzosa y humillante lacra social: la desigualdad desbordada. Judt ilustra la humillante desigualdad de los últimos decenios con el siguiente “botón” de muestra:
En 2005, 21.2% de la renta nacional estadounidense estaba en manos de sólo 1% de la población. En 1968 el Director Ejecutivo de General Motors se llevaba a casa, en sueldo y beneficios, unas 66 veces la cantidad pagada a un trabajador típico de gm. Hoy, el Director Ejecutivo de Walmart gana un sueldo 900 veces superior al de su empleado medio. De hecho, ese año se calculó que la fortuna de la familia fundadora de Walmart era aproximadamente la misma (90 mil millones de dólares) que la de 40% de la población estadounidense con menos ingresos: 120 millones de personas.29
En México, los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) 2010, publicados por el INEGI el 15 de julio de 2011, arrojan cifras muy preocupantes. El ingreso promedio de los hogares cayó 12.3% entre 2008 y 2010, lo que equivale a un ingreso promedio por familia de casi 12 mil pesos al mes, “inferior a los niveles de la clase media baja —como afirma Jorge Castañeda—, que ya debiéramos haber consolidado”. Y agrega el mismo autor, corrigiendo cifras de su libro más reciente, Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos:30 “En 2010 es probable que la proporción [entre pobres y no pobres] se haya emparejado y que más o menos 55 millones de mexicanos vivan en la pobreza y 55 millones fuera de ella”.31 Si seguimos considerando, exclusivamente, la medición de la pobreza por ingresos, de acuerdo con las cifras oficiales proporcionadas por el coneval (29 de julio de 2011), Castañeda se queda corto y su optimismo con respecto a una posible “expansión” de la clase media debería moderarse: el número de pobres patrimoniales creció en 7 millones 100 mil, ya que pasó de 50 millones 600 mil (47.7%) en 2008 a 57 millones 700 mil (51.3%) en 2010.32 Recordemos que el INEGI divide los 29 millones de hogares en deciles y mientras el 10% más pobre recibe como ingreso familiar mensual un promedio de 2 mil 54 pesos, el 10% más rico alcanza en promedio 39 mil 476. Con cierta ironía, sugiere José Woldenberg: “Valdría la pena aplicarle al decil de los más ricos un tratamiento similar al de todos los hogares, es decir, dividirlo en 10 categorías, porque de seguro encontraríamos en él una enorme polarización”.33
Los problemas de la pobreza y, muy señaladamente, la desigualdad son los temas de la socialdemocracia. Podemos convenir a estas alturas que un socialdemócrata debe tomarse en serio las reglas del juego democrático; que la incorporación de los derechos humanos, con su vocación de universalidad, en la normatividad nacional, legal y constitucional (incluyendo los tratados internacionales en la materia) es una condición sine qua non para cualquier Estado de derecho; que es falsa la dicotomía entre Estado y mercado y que el primero resulta necesario para garantizar mejores condiciones de competencia y ausencia de privilegios (Adam Smith dixit); que en sociedades modernas la defensa de libertades individuales, el respeto a la privacidad y un espacio laico para las deliberaciones públicas son elementos necesarios para una convivencia plural. Todo ello sitúa a un socialdemócrata en el contexto de una modernidad ilustrada, liberal, moderadamente conservadora –si de lo que se trata es de conservar las viejas conquistas sociales– y en un socialismo reformista ajeno a reivindicaciones ilegal e ilegítimamente violentas. Quizá ninguna de estas propiedades, por separado, sea “exclusiva” de la socialdemocracia, pero estoy convencido de que sólo un socialdemócrata es capaz de darles un sentido unitario a partir de una profunda sensibilidad hacia las injusticias o “patologías” de la pobreza y de la desigualdad. ¿Cuáles son algunas de esas patologías?
1. Interrupción de la movilidad intergeneracional con pocas expectativas de mejoramiento para los niños y jóvenes en condiciones de pobreza:
La desventaja económica para la gran mayoría se traduce en mala salud, oportunidades educacionales perdidas y —cada vez más— los síntomas habituales de la depresión: alcoholismo, obesidad, juego y delitos menores. Los desempleados o subempleados pierden las habilidades adquiridas y se vuelven superfluos crónicamente para la economía. Las consecuencias con frecuencia son la angustia y el estrés, por no mencionar las enfermedades y la muerte prematura;34
2. Incremento de la desconfianza recíproca y falta de cooperación. La uniformidad social sustituye a la homogeneidad y favorece núcleos comunitarios endógenos, refractarios a la convivencia plural y proclives a la generación de sociedades excluyentes con poca o nula cohesión y solidaridad:
Cuanto más igualitaria es una sociedad, más confianza reina en ella. Y no sólo es una cuestión de renta: donde las personas tienen vidas y perspectivas parecidas es probable que también compartan lo que se podría denominar una ‘visión moral’. Esto facilita mucho la aplicación de medidas radicales en la política pública. En las sociedades complejas o divididas lo más probable es que una minoría —o incluso una mayoría— sea obligada a ceder, con frecuencia en contra de su voluntad. Esto hace que la elaboración de la política colectiva sea conflictiva y favorezca un enfoque minimalista de las reformas sociales: mejor no hacer nada que dividir a la gente sobre una cuestión controvertida.35
3. Ruptura de las redes de seguridad con la consiguiente corrosividad social. La provisión de servicios sociales construida a base de mucho esfuerzo colectivo ha sufrido rupturas dramáticas en los últimos decenios. En las democracias occidentales avanzadas la enorme crisis laboral se ha visto amortiguada, en buena medida, por subsidios al desempleo y atención pública sanitaria, pero los países carentes de estas redes, expuestos a un mercado salvaje, sin contenciones, han sucumbido a un deterioro social sin precedentes en donde el rencor y el resentimiento generan un entorno propicio para la violencia:
La desigualdad es corrosiva. Corrompe a las sociedades desde dentro. El impacto de las diferencias materiales tarda un tiempo en hacerse visible pero, con el tiempo, aumenta la competencia por el estatus y los bienes, las personas tienen un creciente sentido de superioridad (o de inferioridad) basado en sus posesiones, se consolidan los prejuicios hacia los que están más abajo en la escala social, la delincuencia aumenta y las patologías debidas a las desventajas sociales se hacen cada vez más marcadas. El legado de la creación de riqueza no regulada es en efecto amargo.36
4. Corrupción de los sentimientos en términos de una adulación acrítica y frívola de la riqueza. No se trata sólo del olvido por parte de las nuevas generaciones del esfuerzo de sus padres y abuelos, sino también de una suerte de cultura del confort, del mínimo esfuerzo y de una injerencia mediática e informativa, necesariamente seductora pero terriblemente complaciente:
Una cosa es convivir con la desigualdad y sus patologías; otra muy distinta es regodearse en ellas. En todas partes hay una asombrosa tendencia a admirar las grandes riquezas y a concederles estatus de celebridad (‘estilos de vida de los ricos y famosos’). […] Para Smith, la adulación acrítica de la riqueza por sí misma no sólo era desagradable. También era un rasgo potencialmente destructivo de una economía comercial moderna, que con el tiempo podría debilitar las mismas cualidades que el capitalismo, en su opinión, necesitaba alimentar y fomentar: “Esta disposición a admirar, y casi a idolatrar, a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo, ignorar a las personas pobres y de condición humilde […] [es] la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales”.37
Estas patologías, y otras que no sería difícil señalar y modelar de acuerdo con las circunstancias específicas de cada región geográfica, invitan a una reflexión atenta sobre la posibilidad de una socialdemocracia y del futuro del Estado: “Nos hemos liberado —dice Judt— de la premisa de mediados del siglo XX —que nunca fue universal, pero desde luego sí estuvo generalizada— de que el Estado probablemente es la mejor solución para cualquier problema dado. Ahora tenemos que librarnos de la noción opuesta: que el Estado es —por definición y siempre— la peor de todas las opciones”.38 Repensar el Estado se convierte en una tarea urgente para minimizar los costos dramáticos de la desigualdad. ¿Hay que repensarlo desde una propuesta socialdemócrata? Yo, en lo personal, no encuentro otra alternativa; pero las propuestas concretas desde una socialdemocracia moderna u otras posibles alternativas deben ser objeto de un análisis y un debate mucho más detenidos.
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Notas:
[1] Avishai Margalit, La sociedad decente, Paidós, Barcelona, 2010, p. 15. Primera edición en Harvard University Press, 1996.
[2] Ibíd., pp. 105 y 161.
[3] Ibíd., p. 123.
[4] Judith Shklar, Los rostros de la injusticia, Herder, Barcelona, 2010. Primera edición en Yale University Press, 1990.
[5] Judith Shklar, “The Liberalism of Fear” (1991), en Political Thought and Political Thinkers, University of Chicago Press, Chicago, 1998, p. 11.
[6] Montaigne, Ensayos completos, Libro Primero, xvii, Porrúa, México, 2003.
[7] Ernesto Garzón Valdés, Calamidades, Gedisa, Barcelona, 2004, p. 155.
[8] Véase Avishai Margalit, óp. cit., pp. 209 ss. Margalit ejemplifica con los kibutz en Israel y con la hambruna en Etiopía, respectivamente. No es difícil hacer extensivos estos ejemplos a la trágica situación de los inmigrantes en muchos países europeos y americanos, y no puede escapar a nuestra atención la diferencia de trato hacia las víctimas de las catástrofes en Japón y Haití, independientemente de su menor o mayor acercamiento a los ideales de justicia. En concreto, para el caso de los inmigrantes en España un estudio reciente ha desmontado el mito urbano de que consumen más en servicios del Estado de los que aportan. Los inmigrantes representan en la actualidad 12.2% de la población española, pero únicamente absorben 6.8% de los servicios sociales, 6.1% de los gastos educativos y 5.1% de la sanidad, es decir, gastan menos de lo que le correspondería. Los inmigrantes son contribuyentes netos del Estado, injustamente discriminados. Véase Francisco Javier Moreno Fuentes y María Bruquetas Callejo, Inmigración y Estado de bienestar en España, Col. Estudios Sociales, Obra Social “la Caixa”, Barcelona, 2011.
[9] Ibíd., p. 213.
[10] Eugenio Raúl Zaffaroni, “Dimensión política de un poder judicial democrático”, en Miguel Carbonell, Héxtor Fix-Fierro y Rodolfo Vázquez (comps.), Jueces y derecho. Problemas contemporáneos, Porrúa-unam, México, 2004, p. 120.
[11] Guillermo O’Donnell, “Democracia, desarrollo humano y derechos humanos” en Guillermo O’Donnell, Osvaldo Iazzetta, Jorge Vargas Cullell (eds.), Democracia, desarrollo humano y ciudadanía, Homo Sapiens, Rosario, 2003, p. 91.
[12] Jorge Larraín, Identidad chilena, lom Ediciones, Santiago de Chile, 2001, p. 90, citado por Ernesto Garzón Valdés, “Las élites latinoamericanas”, en Ernesto Garzón Valdés, Javier Muguerza y Tony R. Murphy (comps.), Democracia y cultura política, Fundación Mapfre Guarteme, Las Palmas de Gran Canaria, 2009.
[13] Para el análisis de los conceptos de confianza, cohesión y capital social, véase Marcelo Bergman y Carlos Rosenkrantz (coords.), Confianza y derecho en América Latina, Fondo de Cultura Económica y Centro de Investigación y Docencia Económica (cide), México, 2009. El déficit de confianza que se percibe en la región, de acuerdo con Bergman-Rosenkrantz, “manifiesta, entre otras cosas, un fracaso del derecho, que se ha mostrado incapaz de articular un marco de legitimidad adecuado para el buen funcionamiento del orden público. […] De acuerdo con distintas mediciones, los habitantes de los países de la región no creen que las instituciones encargadas de proteger sus derechos lo hagan en forma efectiva. Los ciudadanos se mantienen escépticos respecto de la actitud de los gobernantes; los empresarios toman muchos recaudos en los contratos que celebran; los individuos recelan de los desconocidos y de las organizaciones públicas” (pp. 11-12).
[14] Véase Oscar Vilhena, “La desigualdad y la subversión del Estado de Derecho”, en Revista Internacional de Derechos Humanos, No. 6, Año 4, 2007, pp. 29 ss.
[15] Véase Ernesto Garzón Valdés, “Las élites latinoamericanas”, pp. 205-243.
[16] Anne Marie Mergier, “Ideología de la tortura”, en Proceso, México, 23 de mayo de 2004, pp. 56-58.
[17] Proceso, México, 21 de noviembre de 2010, p. 40.
[18] Véase Ronald Dworkin, “The Threat to Patriotism”, en The New York Review of Books, 16 de febrero de 2002. Abu Graib y las revelaciones sobre Guantánamo, campos de internamiento de presos sospechosos de terrorismo, son dos casos claros de los límites a los que puede llegar la crueldad institucional minando las condiciones que hacen posible la supervivencia de un Estado democrático constitucional, por ejemplo, el garantismo judicial y el derecho internacional con respecto a la Convención de Ginebra.
[19] Véase Ernesto Garzón Valdés, Instituciones suicidas, Paidós-unam, México, 2000, especialmente “La democracia y el mercado: dos instituciones suicidas”, pp. 17 ss.
[20] Ibíd., pp. 32 ss.
[21] Véase Guillermo O’Donnell, Osvaldo Iazzetta y Jorge Vargas Cullell (comps.), Democracia, desarrollo humano y ciudadanía. Reflexiones sobre la calidad de la democracia en América Latina, HomoSapiens Ediciones y pnud, Santa Fe, 2003, p. 33.
[22] Véase Ernesto Garzón Valdés, Instituciones suicidas, pp. 63 ss.
[23] No es sorprendente que en una reciente encuesta entre españoles –Barómetro de Confianza Ciudadana–, elaborada por Metroscopía en exclusiva para el periódico El País, el grado de confianza que inspiran en la ciudadanía la televisión, los sindicatos, los bancos y los políticos se encuentre entre los peores evaluados, con 4.1, 3.3, 2.9 y 2.6, respectivamente, en una escala de 0 a 10, en la que “0” equivale a que no inspira ninguna confianza y “10” a que inspira confianza total. Por el contrario, la universidad, la sanidad pública y la policía se encuentran entre los mejores evaluados con 6.8, 6.8 y 6.7, respectivamente. Desde el ya clásico ensayo de Robert Putnam, “Bowlig Alone”, de 1995, “[la confianza institucional] es uno de los elementos esenciales para la consolidación de una cultura democrática” (José Juan Toharia, El País, Análisis sociológico, 7 de julio de 2011, p. 8). No es muy distinta la situación en México. De acuerdo con la Encuesta Nacional en Viviendas realizada por Consulta Mitofsky, en febrero de 2010 los bancos, los sindicatos y los partidos políticos se encuentran entre los peores evaluados. Contrasta con España el que la policía sea percibida en México como una institución muy corrupta y se ubique, también, entre las peores evaluadas.
[24] Véase Francisco Laporta, “Imperio de la ley. Reflexiones sobre un punto de partida de Elías Díaz”, pp. 139 ss.
[25] Joseph Raz, La autoridad del derecho, unam, México, 1985, p. 268.
[26] Daniel Innerarity, “El mercado, un invento de la izquierda”, en El País, España, 22 de abril de 2011.
[27] Ralf Dahrendorf, “The End of the Social Democratic Consensus”, en Life Chances, University of Chicago Press, Chicago, 1979, pp. 108-109.
[28] Tony Judt, Algo va mal, Taurus, Madrid, 2010, p. 26.
[29] Ibíd., p. 27.
[30] Jorge Castañeda, Mañana o pasado: El misterio de los mexicanos, Aguilar, México, 2011. El libro fue publicado en mayo, y sobre una población de 110 millones de habitantes, Castañeda hablaba de 40 millones de pobres (p. 99).
[31] Jorge Castañeda, “Caída del ingreso, muy mala noticia”, Reforma, México, 21 de julio de 2011.
[32] Considerada la pobreza desde un punto de vista multifactorial, durante el periodo 2008-2010 las cifras del coneval (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social) arrojan un número de 52 millones de pobres equivalente a 46.2% de la población: 3 millones 200 mil más que en 2008. Para el coneval son pobres quienes tienen al menos una carencia social en salud, educación, alimentación e ingresos inferiores a la línea de bienestar mínimo, que equivale a 2 mil 114 pesos por persona al mes en el área urbana y a mil 329 en el área rural.
[33] José Woldenberg, “Malas noticias: todos pierden”, Reforma, México, 21 de julio de 2011.
[34] Tony Judt, óp. cit, pp. 28-29.
[35] Ibíd., p. 73.[36] Ibíd., p. 34.
[37] Ibíd., pp. 35-36.
[38] Ibíd., p. 190.
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