JOSÉ WOLDENBERG
Por sexta elección consecutiva ningún partido tendrá mayoría en la Cámara de Diputados, y por tercera vez eso mismo sucederá en el Senado. Al finalizar el periodo de los diputados que tomarán posesión de su cargo el 1o. de septiembre (2015), se habrán cumplido 18 años sin que una fuerza política -en solitario- pueda hacer su voluntad en esa Cámara, y lo mismo habrá sucedido en el Senado cuando terminen su periodo los hoy electos (2018).
No es una casualidad, sino al parecer un "rasgo estructural" de nuestra política. Tres grandes partidos (o si se quiere tres grandes constelaciones) ordenan y ofrecen horizonte a la contienda y su equilibrio se traduce en cuerpos legislativos habitados por una diversidad política bastante nivelada. Si algo mostró la contienda pasada es que si bien las reglas tienden a beneficiar en cierta medida a los ganadores (en la Cámara de Diputados con un premio de hasta 8 por ciento de diferencia entre votos y escaños), lo que dio pie a no pocas especulaciones de que ahora sí habría una mayoría absoluta en ambas Cámaras, lo cierto es que los resultados finales refrendaron una realidad que ningún exorcista logrará esfumar.
Las cifras tentativas pero muy cercanas a lo que será la composición final (falta también lo que diga el Tribunal) son las siguientes: Senado: PRI 52, PAN 38, PRD 22, PVEM 9, PT 4, MC 2 y NA 1. Diputados: PRI 207, PAN 114, PRD, 101, PVEM 33, PT 19, MC 16, NA 10.
En el Senado la segunda fuerza será el PAN y el PRI ni con la suma de los votos del PVEM y NA alcanzaría la mayoría absoluta. En la Cámara de Diputados el bloque de izquierda -si mantiene su cohesión- puede ser la segunda fuerza (136 diputados contra 114 del PAN). Y en esa Cámara la suma de los votos del PRI, PVEM y NA alcanza apenitas la mitad exacta de la representación (250).
Pero lo que resulta una verdad elemental pero fundamental es que ninguno de los partidos podrá hacer su voluntad sin contar con la convergencia de algún otro. Es decir, el rasgo distintivo de los últimos años se mantiene: un pluralismo equilibrado habita el Congreso de la Unión.
Hasta ahora, desde 1997 en la Cámara de Diputados y desde el 2000 en la de Senadores, la fórmula para hacer prosperar iniciativas, la ley de ingresos, el presupuesto, la creación de diversas comisiones, ha sido la de la negociación puntual de cada asunto. Esto no quiere decir que en algunos momentos no se hayan acordado "paquetes" que incluían más de un tema, pero las coaliciones legislativas han sido coyunturales y por ello efímeras. Todas las fuerzas, en mayor o menor medida, han participado en ellas, lo que indica que es posible construir puentes de entendimiento y acuerdo. Aunque por supuesto, como es natural, existen temas en donde las posiciones no solamente son diferentes sino enfrentadas.
Pues bien, ese es uno de los escenarios posibles. Que en el Congreso se sigan forjando acuerdos sobre puntos específicos; coaliciones precarias, fugaces, que permitan aprobar reformas diversas. Hay que subrayarlo, sin ellas nada pasará. Es lo mínimo necesario.
Pero existe, por lo menos en términos especulativos, la posibilidad de forjar coaliciones permanentes y estables, incluso una coalición de gobierno. Si dos o más partidos, cuyos votos en el Legislativo trasciendan la mayoría absoluta e incluso la calificada, fueran capaces de armar acuerdos sólidos que se tradujeran en un programa de gobierno y otro legislativo, eventualmente podrían incluso arribar a un gobierno de coalición, pactando los cargos en el gabinete del próximo Presidente.
Suena excéntrico entre nosotros, porque la tradición indica que en un régimen presidencial esa operación resulta contra natura, ya que el titular del Ejecutivo tiene la facultad de nombrar -sin siquiera consultar a alguien- a todo "su gabinete". No obstante, es posible que haya llegado el momento de innovar, de hacerse cargo que incluso los ganadores no representan a la mayoría de los mexicanos y que, lo que es peor para ellos, en el Legislativo no tienen los votos suficientes como para acompañar de manera eficaz la gestión del Presidente. De tal suerte que hacer de la necesidad, virtud, puede funcionar.
Es (creo) una posibilidad remota. Pero ponerla sobre la mesa de la discusión también tiene otro sentido: comprender que cuando un Presidente no tiene una mayoría absoluta de legisladores que arrope su administración, tendrá obligadamente que construirla en cada caso. Lo cual no solamente es una perogrullada sino una fórmula que implica negociación intensiva e incertidumbre permanente. La otra opción es construir una coalición durable que ofrezca no solo fuerza a su gestión, sino horizonte. Una coalición capaz de comprometerse con una plataforma de reformas legislativas, de políticas de gobierno y de co-conducción del país. Para lo cual se podría aprovechar una de las deficiencias de nuestro cambio sexenal: los cinco meses que van de la elección a la instalación del nuevo gobierno. Bueno, es solo una especulación.
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