JORGE ALCOCER
La calidad de los procesos electorales tiene dos varas para ser medida: una es la eficiencia técnica y operativa de la autoridad; la otra es el apego a la ley por los partidos, candidatos y otros sujetos regulados.
Si atendemos el primer criterio de evaluación, debemos convenir en que la calificación del IFE debe ser cercana a 10; en cada una de las etapas del proceso electoral fueron cumplidas, en tiempo y forma, las tareas que hicieron posible la celebración de la jornada comicial. Del total de casillas -143,437- solo faltaron de instalarse 2, y de las instaladas, solamente 15 no entregaron el paquete dentro del plazo establecido por el Cofipe. La inmensa mayoría de los funcionarios de casillas asistieron y cumplieron su tarea con imparcialidad y diligencia. 50,323,185 ciudadanos acudimos a las urnas, para una participación mayor al 63% del total. El número de incidentes en casilla fue minúsculo, ninguno de gravedad. El conteo rápido del IFE fue acertado y el PREP operó con normalidad, alcanzando un 98.95% de actas capturadas. El número de paquetes electorales en que se realizó nuevo escrutinio y cómputo superó las previsiones, pero el personal del IFE y los representantes de los partidos cumplieron la tarea dentro del plazo legal. Como lo reconocen Tirios y Troyanos, el IFE es, técnica y operativamente, una institución de excelencia.
Si aplicamos la otra vara, la calidad del proceso electoral está en duda. Partidos y candidatos se acusan, de manera generalizada, de no respetar la ley; terminando por hacer responsable al IFE de lo que ellos mismos propician. Esta vez la queja de los perdedores, singularmente de López Obrador, pero también del PAN, es por la supuesta compra y coacción del voto y el presunto rebase del tope de gasto de campaña, lo que, según ellos, explica la victoria de Peña Nieto. Solo que hoy, en contraste con 2006, estamos ante una diferencia de 6.6 puntos porcentuales, más de 3.3 millones de votos.
Hay que distinguir entre la entrega de dádivas a los electores y la compra o coacción del voto; lo primero lo hacen todos los partidos, de manera abierta. De lo segundo hay pocas pruebas y una lluvia de denuncias que la Unidad de Fiscalización del IFE tendrá que valorar, considerando las pruebas que se le presenten, o de las que se allegue cuando haya indicios que ameriten tal situación.
Otros hechos que merecen ser considerados para evaluar la calidad del proceso electoral no tienen que ver de manera directa con el IFE, pero sí con otros sujetos o instrumentos regulados por la ley, como las encuestas de intención de voto y sus responsables; la televisión y la radio y sus criterios informativos, antes y durante las campañas electorales.
Salvo contadas excepciones, las encuestas previas a la jornada electoral sobreestimaron las preferencias a favor del candidato finalmente ganador y subestimaron las de López Obrador. Hay que distinguir, en este ámbito, la responsabilidad que corresponde a cada encuestador o medio de difusión, la que cada uno de ellos decidirá asumir o no ante el público, de las especulaciones y rumores que hablan de un avieso complot para favorecer al hoy ganador. Probar que las encuestas fueron determinantes del resultado es algo que desborda el marco legal.
Según datos del IFE, la radio y la TV cumplieron en casi 97% con las pautas que les fueron ordenadas, eso es a lo que la ley los obliga. En la equidad e imparcialidad informativa, según el monitoreo de la UNAM, tenemos un resultado positivo. El debate es sobre el privilegio que las dos empresas de TV otorgaron a Peña Nieto durante su mandato como gobernador, y con el uso de recursos públicos para pagar publicidad gubernamental que desbordaba, en frecuencia y contenidos, lo establecido en el artículo 134 de la Constitución. La omisión del Congreso, al no expedir la Ley Reglamentaria de esa norma, abrió la puerta para el abuso -de muchos- pero de ahí a afirmar que eso fue determinante del resultado de las elecciones, hay una diferencia que corresponderá al TEPJF dirimir.
La descalificación de todo el proceso deja de lado la diversidad de resultados, que produce una acentuada pluralidad en gobiernos estatales y municipales, así como en la integración de las cámaras legislativas, tanto federales como locales. No es admisible celebrar la victoria propia y descalificar la ajena.
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