Mientras continúan los efectos y los ecos de la movilización convocada por Javier Sicilia, en la Cámara de Diputados ocurre un proceso concordante y paralelo que no puede pasar desapercibido: la discusión sobre la reforma a Ley de Seguridad Nacional. A no dudarlo, se trata de una de las piezas medulares que responderá (o no) al reclamo de seguridad y cese a la violencia criminal, expresado por centenas de miles, el domingo antepasado. Como se sabe, entre otras producciones, el Senado de la República hizo llegar a San Lázaro una minuta que es, a su vez, respuesta a la iniciativa presidencial para reformar la Ley de Seguridad Nacional. Así, desde el 27 de abril, los diputados han entrado a un debate sobre un tema fundamental y que sin embargo, no ha tenido la repercusión pública que merece. Aunque la polémica sobre esta reforma empieza desde sus presupuestos y diagnósticos, importa señalar ahora que las más serias objeciones se encuentran en su objetivo mismo: encuadrar legalmente la actuación del Ejército en el combate a la delincuencia organizada, pues hasta ahora, ese hecho central de la actualidad mexicana, no tiene soporte jurídico adecuado ni suficiente. Ya se sabe: cuando el Presidente puso en marcha su estrategia de combate al narcotráfico encontró que las estructuras policiales suelen estar infiltradas o maniatadas por los delincuentes. Según su diagnóstico, las policías del país casi sin excepción, eran parte del problema y por eso, el Presidente tomó una de las decisiones más duras y de más grandes consecuencias de su sexenio: en acuerdo con el general secretario, desplegar al Ejército para el combate cotidiano de las estructuras criminales. La reforma a la Ley de Seguridad intenta generar el marco jurídico, encauzar y “normalizar” esta situación de hecho, mediante la invención de un nuevo concepto legal: la “Declaración de Existencia de una Afectación a la Seguridad Interior”, una serie de mecanismos que por un lado, acreditan y legitiman la participación de las fuerzas armadas en las operaciones de combate al crimen dentro del territorio nacional y por otro, determina las formas de coordinación con las demás instancias de seguridad del Estado y con los tres niveles de gobierno. El artículo 68 de esa ley describe en qué caso se materializa esa figura: “Afectan la seguridad interior, los actos o hechos que pongan en peligro la estabilidad, la seguridad, la paz o el orden en una entidad federativa, un municipio, delegación o región; y que la capacidad de las instancias competentes sea insuficiente o ineficaz para ejercer sus funciones y restablecer la normalidad”. La declaratoria de esta situación debe ser sustanciada por el Consejo Nacional de Seguridad Nacional y aunque en ninguna parte del documento se explica de qué manera lo lograría, dice el dictamen: “nunca implicaría la suspensión de garantías individuales para la población”. La reforma a la Ley de Seguridad busca, en cada uno de los artículos modificados, que la institución armada -el Ejército- cobre nuevas facultades y atribuciones, encargos que antes considerábamos propios y exclusivos de la policía: por ejemplo, se le asigna la posibilidad de realizar labores de inteligencia (artículo 30), o se permite que el Ejército pueda intervenir en comunicaciones privadas. Bajo el manto de la “afectación a la seguridad interior” se permitiría además que las fuerzas armadas tuvieran la facultad para detener individuos, realizar interrogatorios, ejercer diversos operativos de inteligencia, operaciones encubiertas, cateos y operaciones de vigilancia (artículo 86) es decir, una policía de verde y olivo. El concepto de “afectación” roza un principio absolutamente esencial del papel de la defensa en la sociedad mexicana (que se presume democrática): la intervención de la fuerza armada única y exclusivamente puede ocurrir a requerimiento de los poderes públicos y nunca por iniciativa espontánea del propio mando militar. El dispositivo ideado para declarar la afectación, sin embargo, da lugar a demasiados supuestos, demasiadas causales, que dispararían, una vez sí y otra también, la acción de las tropas, en una mecánica típica de profecía autocumplida. El diagnóstico subyacente en esta iniciativa de ley es bastante descorazonador: la reforma a nuestras policías tardará mucho tiempo y hasta es posible que nunca ocurra; los mexicanos no podemos perder el tiempo esperando esa maduración y lo único que nos queda, es el Ejército. El costo es que las fuerzas armadas dejarán de ser lo que son (una institución diseñada para la intervención puntual y excepcional) y por el contrario, se les convertiría en una agencia parapolicial, casi permanente, en inevitable competencia con las otras instituciones de seguridad. ¿Policializar al Ejército? ¿Institucionalizar la desconfianza entre dependencias y agencias y entre todos los órdenes de gobierno? Me imagino que las alternativas no son muchas, pero dar un paso así de drástico en el orden jurídico y en las relaciones de los aparatos que se supone, nos protegen, merece un debate cuidadoso y serio, en primer lugar, para cuidar y proteger el prestigio y la naturaleza histórica, del propio Ejército.
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