El 9 de mayo de 1971 un grupo de mujeres se manifestó en el Monumento a la Madre de la Ciudad de México para proclamarse feministas. Hace 40 años querían ser sujetos de la historia, modelar su futuro, ejercer y ampliar sus derechos, vulnerar los códigos machistas que ordenaban y distorsionaban las relaciones de pareja y no sólo esas. En fin, que anunciaron una aspiración que corrió como reguero de pólvora: las mujeres (o por lo menos un grupo activo) querían y debían emanciparse de muy diferentes velos y sujeciones para apropiarse de sus derechos y ejercer sus libertades.
¿Qué desató el feminismo? es el título de una mesa redonda a la que fui invitado y las siguientes fueron mis respuestas preliminares.
El feminismo desató una ola informe pero potente en busca de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres (no sólo formales, nominales, sino asumidos, ejercidos), la reivindicación de que el cuerpo de las mujeres era suyo (no del Estado, menos de la Iglesia, tampoco de su pareja o de sus padres, hermanos y súmele usted), las ganas participativas en el mundo de la política (hasta entonces básicamente ocupado por hombres), la idea de las acciones afirmativas como expediente para equilibrar a los desiguales (fórmula transitoria pero efectiva para emparejar el terreno de la competencia).
En todos esos campos se han vivido transformaciones que están a la vista. Pero en no pocas regiones y espacios del país aún son postulados que no se cumplen, aspiraciones que encuentran enormes dificultades para hacerse realidad. Porque ningún proceso que supone la modificación de relaciones sociales atávicas se desarrolla sin enfrentar barreras tradicionales, prejuicios arraigados, inercias sociales.
El derecho a regular la fecundidad a través de los más diversos métodos anticonceptivos y la reivindicación del derecho al placer sexual (escindido de la vocación reproductiva), y el tema de la despenalización del aborto, fueron también puestos en acto por mujeres que en su momento y ahora sabían y saben que la igualdad entre hombres y mujeres pasa por la dimensión privada e incluso íntima, donde se reproducen relaciones de poder más que asimétricas.
El feminismo además construyó un dique contra la violencia ancestral en contra de las mujeres. Práctica tradicional, rutina familiar, uso y costumbre deleznable, fue puesto en la picota, se le otorgó visibilidad, se le denunció y combatió, se modificaron normas y hoy sabemos que se trata de un delito injustificable que debe evidenciarse y penalizarse sin excusa ni pretextos.
El feminismo fue también una aspiración: el ensueño de una vida marcada por relaciones de poder más equilibradas y menos prepotentes en la pareja, la familia, el trabajo, la sociedad. Un ensueño que develó y puso en cuestión lo que había sido contemplado como natural, perenne, inconmovible.
Contenía en germen, y luego desarrolló, un acercamiento desprejuiciado, comprensivo, solidario con las distintas orientaciones sexuales. Coadyuvó a construir un piso para la convivencia de heterosexuales, bisexuales, homosexuales, sin la carga discriminatoria que arruinó y arruina todavía la vida de millones de personas, que son discriminadas, perseguidas, maltratadas por su inclinación sexual.
El feminismo, por si fuera poco, nos ayudó a ver, tratar y relacionarnos con las mujeres de mejor manera. Las mujeres como un continente variado, que no cabía ni cabe bajo el molde tradicional de la madre de familia, esposa sumisa, compañera de viaje, hija subordinada, abuela abnegada y súmele usted. Los estereotipos tradicionales eran eso, una fórmula para reducir el variado, disímil, contradictorio mundo de las mujeres.
Es sin duda uno de los movimientos más exitosos del siglo XX. Bastaría acercarse a la matrícula universitaria, al número de hijos por mujer, al ejercicio de la sexualidad, al número de divorcios promovidos por señoras, a su presencia en los órganos de representación, a las cifras de trabajadores y trabajadoras asalariados, a las imágenes cinematográficas de la mujer en los cincuenta y ahora, y de nuevo sígale usted.
Pero los pendientes son enormes. Hay una contra ola que se resiste: las legislaciones en los estados que garantizan el derecho a la vida desde que el óvulo es fecundado por el espermatozoide (presumiendo que la mujer debe tener hijos aunque no los desee), el recrudecimiento de la persecución contra quienes han abortado, la peregrina pretensión de que el marido autorice a la mujer si ésta desea esterilizarse, la violencia contra ellas que se documenta todos los días, las redes de trata de personas, la discriminación en el trabajo, el acoso sexual, siguen ahí y no desaparecerán por arte de magia.
Mucho para bien se ha transformado bajo el impulso de las feministas. Pero su presencia, voz, agenda, organización, siguen siendo necesarias porque la ruta hacia una cabal sociedad de iguales sigue minada por prejuicios ancestrales, relaciones de dominación y mecánicas sociales.
¿Qué desató el feminismo? es el título de una mesa redonda a la que fui invitado y las siguientes fueron mis respuestas preliminares.
El feminismo desató una ola informe pero potente en busca de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres (no sólo formales, nominales, sino asumidos, ejercidos), la reivindicación de que el cuerpo de las mujeres era suyo (no del Estado, menos de la Iglesia, tampoco de su pareja o de sus padres, hermanos y súmele usted), las ganas participativas en el mundo de la política (hasta entonces básicamente ocupado por hombres), la idea de las acciones afirmativas como expediente para equilibrar a los desiguales (fórmula transitoria pero efectiva para emparejar el terreno de la competencia).
En todos esos campos se han vivido transformaciones que están a la vista. Pero en no pocas regiones y espacios del país aún son postulados que no se cumplen, aspiraciones que encuentran enormes dificultades para hacerse realidad. Porque ningún proceso que supone la modificación de relaciones sociales atávicas se desarrolla sin enfrentar barreras tradicionales, prejuicios arraigados, inercias sociales.
El derecho a regular la fecundidad a través de los más diversos métodos anticonceptivos y la reivindicación del derecho al placer sexual (escindido de la vocación reproductiva), y el tema de la despenalización del aborto, fueron también puestos en acto por mujeres que en su momento y ahora sabían y saben que la igualdad entre hombres y mujeres pasa por la dimensión privada e incluso íntima, donde se reproducen relaciones de poder más que asimétricas.
El feminismo además construyó un dique contra la violencia ancestral en contra de las mujeres. Práctica tradicional, rutina familiar, uso y costumbre deleznable, fue puesto en la picota, se le otorgó visibilidad, se le denunció y combatió, se modificaron normas y hoy sabemos que se trata de un delito injustificable que debe evidenciarse y penalizarse sin excusa ni pretextos.
El feminismo fue también una aspiración: el ensueño de una vida marcada por relaciones de poder más equilibradas y menos prepotentes en la pareja, la familia, el trabajo, la sociedad. Un ensueño que develó y puso en cuestión lo que había sido contemplado como natural, perenne, inconmovible.
Contenía en germen, y luego desarrolló, un acercamiento desprejuiciado, comprensivo, solidario con las distintas orientaciones sexuales. Coadyuvó a construir un piso para la convivencia de heterosexuales, bisexuales, homosexuales, sin la carga discriminatoria que arruinó y arruina todavía la vida de millones de personas, que son discriminadas, perseguidas, maltratadas por su inclinación sexual.
El feminismo, por si fuera poco, nos ayudó a ver, tratar y relacionarnos con las mujeres de mejor manera. Las mujeres como un continente variado, que no cabía ni cabe bajo el molde tradicional de la madre de familia, esposa sumisa, compañera de viaje, hija subordinada, abuela abnegada y súmele usted. Los estereotipos tradicionales eran eso, una fórmula para reducir el variado, disímil, contradictorio mundo de las mujeres.
Es sin duda uno de los movimientos más exitosos del siglo XX. Bastaría acercarse a la matrícula universitaria, al número de hijos por mujer, al ejercicio de la sexualidad, al número de divorcios promovidos por señoras, a su presencia en los órganos de representación, a las cifras de trabajadores y trabajadoras asalariados, a las imágenes cinematográficas de la mujer en los cincuenta y ahora, y de nuevo sígale usted.
Pero los pendientes son enormes. Hay una contra ola que se resiste: las legislaciones en los estados que garantizan el derecho a la vida desde que el óvulo es fecundado por el espermatozoide (presumiendo que la mujer debe tener hijos aunque no los desee), el recrudecimiento de la persecución contra quienes han abortado, la peregrina pretensión de que el marido autorice a la mujer si ésta desea esterilizarse, la violencia contra ellas que se documenta todos los días, las redes de trata de personas, la discriminación en el trabajo, el acoso sexual, siguen ahí y no desaparecerán por arte de magia.
Mucho para bien se ha transformado bajo el impulso de las feministas. Pero su presencia, voz, agenda, organización, siguen siendo necesarias porque la ruta hacia una cabal sociedad de iguales sigue minada por prejuicios ancestrales, relaciones de dominación y mecánicas sociales.
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