El asesinato de Osama bin Laden a manos de grupos especiales de la Marina estadounidense fue festejado por muchos como un gran suceso. Sobre todo en Estados Unidos, pero no sólo ahí, las expresiones de júbilo, celebración y euforia patriótica fueron equiparables a las de las fiestas nacionales de ese país. A la par es frecuente escuchar y leer expresiones de celebración del suceso, así como del elogio de la precisión quirúrgica con la que la operación fue llevada a cabo.Me hago cargo que estas líneas van en contra del sentido generalizado sobre el hecho (al menos en la parte occidental del mundo) y que muy probablemente se me tache de asumir un mero y vulgar sentimiento de antiamericanismo. Por eso mismo creo que tengo que comenzar enfatizando mi rechazo y condena al terrorismo y a toda la lógica en la que sus actos se fundan. Pueden encontrarse infinidad de explicaciones para ese fenómeno, pero ninguna, desde mi punto de vista, puede justificar algo que es total y absolutamente injustificable.Sin embargo, lo anterior no puede fundamentar que cualquier actuación es lícita para combatir el terrorismo. Hasta en la guerra hay reglas y esa que es la expresión más nítida de la violación generalizada de los derechos fundamentales establece en sus normas ciertas conductas que son vinculantes para los Estados parte en el conflicto (como, por ejemplo, las que rigen el trato de los prisioneros y que prohíben, entre otras cosas, la tortura). Tampoco el así llamado estado de excepción en las democracias constitucionales admite cualquier acto de violencia por parte del poder público para enfrentar sus causas; hay reglas que deben seguirse y ciertos derechos que no pueden suprimirse o restringirse.En la mentalidad que desde el 11-S se ha impuesto de manera hegemónica en Estados Unidos (y en buena parte del mundo), incluso prestigiados constitucionalistas, como Bruce Ackerman, antes comprometidos irreductiblemente con los derechos, han aceptado que la democracia constitucional tiene límites y que hay ciertas circunstancias en las que es aceptable que los derechos fundamentales sucumban o sean suprimidos ante lo que Michael Ignatief definía como la lógica del “mal menor”. Para mí, sin medias tintas, eso es inaceptable. O asumimos que el fenómeno del terrorismo se enfrenta desde las trincheras de la democracia constitucional, o entonces estamos irremediablemente acercándonos hasta mimetizarnos con eso que queremos combatir.Al parecer —según lo sostenido por el Daily Telegraph, citando documentos de WikiLeaks—, los datos del mensajero de Bin Laden que permitieron a la CIA dar con el paradero del líder de Al-Qaeda fueron obtenidos mediante tortura, práctica que, por cierto, una vez más fue defendida en días recientes como una práctica útil y válida por el ex vicepresidente Dick Cheney quien dijo que está convencido, pese a los desmentidos de la Casa Blanca, que fue determinante para localizar al criminal más buscado por los Estados Unidos en la última década.Por otro lado, está el operativo en sí, claramente diseñado no para la captura, sino para la eliminación de líder terrorista. Más allá de especular cuál será la reacción de Al Qaeda, por un lado, y de no cuestionar la responsabilidad de Bin Laden en uno de los más notorios crímenes de las décadas recientes, por el otro, sí vale la pena pensar una vez más cuáles son los costos y los actos del Estado que estamos dispuestos a aceptar a cambio de seguridad.Y lo anterior viene a cuento para reflexionar, una vez más, sobre lo que en una dimensión interna pero igual o incluso más preocupante está ocurriendo en México. La discusión en torno a la Ley de Seguridad Nacional y su aprobación pospuesta por el final del periodo ordinario, y las múltiples expresiones autoritarias y contrarias a los derechos fundamentales, es sólo el último capítulo de una desafortunada tendencia que ha venido a incrustarse entre nosotros. Nadie pretende que la defensa y el compromiso irrestricto con los derechos pueda equipararse, ni por asomo, a una apología del crimen o de la impunidad de los criminales. Pero propugnar por la vigencia y el respeto de los principios del Estado constitucional o es el eje articulador de toda la política pública, y en primer lugar la de seguridad, o estaremos permitiendo que la barbarie premoderna y su dinámica se enquiste entre nosotros y eso resulta inaceptable.
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