lunes, 30 de mayo de 2011

ECONOMÍA POLÍTICA DE LA CREDENCIAL PARA VOTAR

RICARDO BECERRA LAGUNA



Ayer mismo, Gabriel Zaid puso buenos argumentos a la cuestión del proyecto gubernamental para desarrollar la cédula de identidad ciudadana, documento obligatorio y base de datos censal para la seguridad de los mexicanos (Reforma, 29 mayo 2011). Sus objeciones son razonables y atendibles. Critica la implementación en alguno de sus aspectos más elementales (que arrancó con los niños, como si sus caritas no cambiaran en el fututo inmediato). También la objeta por razones democráticas (“el tufo totalitario”, esa voluntad de control estatal sobre la población, por lo que ha sido barrida en países como Inglaterra); y sobre todo -advierte Zaid- del razonamiento anti-económico de la medida: para controlar una porción de los mexicanos (los delincuentes, el uno por ciento) se apela y molesta al conjunto de la sociedad. La edificación de una nueva lista nacional que se suma a otros instrumentos de registro de muy diferente utilidad y suerte (CURP, RENAUT y el IFE). Así, Zaid aporta argumentos que estaban haciendo falta para discutir sin prisas y con la profundidad que requiere, un proyecto de esa magnitud y de esas consecuencias. No obstante, creo que debemos subrayar otro aspecto crucial que, de todos modos, hace indispensable un registro y una identificación universal de los ciudadanos en México: la pura y dura economía. Recurro a un documento que no pierde actualidad y que fue presentado originalmente por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en el año 2006 en Washington: “Oportunidades de la Mayoría”. Luego de analizar varios casos, en doce países que incluye a México, se concluye que: “La falta de documentación básica de identificación, impide que millones de personas en Latinoamérica puedan dedicarse a actividades económicas, acceder a servicios básicos o incluso ejercer sus derechos de ciudadanía” Dicho de otro modo: sin un documento de identidad adecuado y muy especialmente, sin una dirección de residencia, no se pude obtener un empleo en el sector formal; acceder a crédito en alguna institución financiera; abrir cuentas bancarias; cobrar una remesa o una transferencia o un subsidio; es imposible recibir una herencia; no se pueden solventar trámites y, en suma, es imposible insertarse a los mercados modernos, ya no digamos los globales. La falta de documentación, dice el BID, no sólo es un problema desde el punto de vista de los derechos humanos sino del desarrollo mismo, porque contribuye al mantenimiento de los “activos ocultos en la región” (informalidad, empresas, inmuebles y terrenos que no pueden estar legalmente registrados). Aunque el documento es más bien escueto en el caso mexicano, el BID reconoce que en los primeros años noventa, el papel de la credencial para votar, fue mucho más que electoral, y que los servicios que este documento de identificación brindó a los más pobres, fue fundamental para su acceso a los mercados (por entonces en plena expansión, luego del frenesí liberalizador de aquellos años). Y lo que es más: gracias a un efecto no previsto, de un solo golpe (entre 1990 y 1994), la credencial amplió las posibilidades de entrada a los mercados formales para unos 20 millones de pobres, lo que a su vez –calculan- empujó al PIB en 1.2 por ciento en esos cuatro años inaugurales. La exclusión social comienza con la invisibilidad de los más pobres. De entrada, la falta de un acta de nacimiento registrada, era un problema pavoroso, pues el 15% de los niños mexicanos entonces no la tenían, si bien nuestro problema era menor que el de Bolivia (23%) o de la República Dominicana (26%). Como quiera que sea, la credencial para votar –casi sin quererlo- vino a llenar un enorme vacío legal, social y económico. Como en sus cimientos la credencial para votar era expedida “de buena fe”, el ciudadano no requería de ningún documento previo, bastaba su palabra y la palabra de dos de sus vecinos. El IFE realizó entonces el más grande de todos sus proyectos logísticos desarrollados hasta hoy, y colocó módulos de entrega en miles de puntos en territorio nacional. De esa forma, en solo cuatro años, fueron entregadas unas 47.4 millones de credenciales, y de ellas, casi diez millones se otorgaron gratuitamente a quienes antes no poseían ningún instrumento de identidad. Sin planearlo y sin deberlo, el IFE realizó así, una obra estricta de equidad social. Han ocurrido muchas cosas en estos 15 años (7 elecciones federales, centenas de elecciones locales y ninguna ha sido impugnada por el padrón electoral). Ahora el padrón se compone de 82.3 millones de mexicanos y de ellos, 76.1 millones tienen su credencial vigente. Pero el papel de la credencial para votar sigue siendo importante, además, por esa función asumida en el camino. Así las cosas, no encuentro ninguna buena razón para que el país no mantenga esta inmensa base de datos ni la parafernalia asociada para su vigilancia, actualización y modernización. Zaid lo recuerda: otros intentos de registro han fracasado o han mostrado su sincera inutilidad, ese no es el caso del padrón electoral. Por eso, me parece, toda iniciativa vieja o nueva de registro de los mexicanos debería respetar y apoyarse sobre la experiencia y el edificio hecho por el padrón electoral, incluyendo la cédula de identidad. Pueden pensarse alternativas: por ejemplo que el IFE sea la autoridad que emita la cédula de identidad con convenios amplios con otras autoridades; que los proyectos y los recursos implicados no se yuxtapongan ni se contradigan para evitar la redundancia y el despilfarro. Pero lo que es seguro, es que México no puede darse el lujo de ignorar o erosionar su padrón electoral, clave para su política democrática y para la bienvenida al mercado de los más pobres. No se debe, creo, ni siquiera en nombre de la seguridad interior.




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