La aguda —por lo visto profunda y durardera— crisis de seguridad y la enceguecida lógica predominante de enfrentar el problema sólo desde la perspectiva del uso de la fuerza pública, ha provocado que en tiempos recientes el tema del estado de excepción se haya instalado con una preocupante insistencia en el debate público. Me parece oportuno hacer algunas reflexiones y, sobre todo, subrayar ciertas características y prevenciones que inevitablemente deberían alimentar la discusión del punto desde la lógica de la democracia constitucional. Hay que reconocer que el del estado de excepción ha sido desde siempre uno de los temas de estudio más relevantes de la teoría política y constitucional. Consiste en la previsión extraordinaria que los ordenamientos políticos contemplan para alterar temporalmente, de manera legítima y controlada, la normalidad institucional para enfrentar una situación excepcional. Más allá de sus antecedentes remotos con la figura de la dictadura durante la República romana, en la modernidad, el Estado de excepción ha sido recogido por casi todas las democracias, como un mecanismo extremo para proteger el orden constitucional ante una situación grave y extraordinaria que lo pone en entredicho. En ese sentido, una democracia constitucional no está reñida con esa figura siempre y cuando no suponga la creación de centros de poder ilimitado e incontrolado. Eso es algo que debe siempre tenerse en cuenta, máxime en un contexto como el nuestro en donde la lógica de las dimensiones que la violencia y el fenómeno criminal están alimentando peligrosas pulsiones autoritarias como en las últimas propuestas de modificación a la Ley de Seguridad Nacional que se manejaron en la Cámara de Diputados. Insisto: el recurso extremo al estado de excepción no supone ausencia de fronteras, frenos, controles y garantías en el ejercicio de atribuciones extraordinarias para el poder político. Los límites se fijan por un conjunto de derechos fundamentales que no pueden restringirse temporalmente ni en casos excepcionales. Así lo reconoce el derecho internacional de derechos humanos. Tal es el caso de la Convención Americana sobre los Derechos Humanos que establece en su artículo 27 que no procede la “suspensión de los derechos determinados en los siguientes artículos: 3 (Derecho al Reconocimiento de la Personalidad Jurídica); 4 (Derecho a la Vida); 5 (Derecho a la Integridad Personal); 6 (Prohibición de la Esclavitud y Servidumbre); 9 (Principio de Legalidad y de Retroactividad); 12 (Libertad de Conciencia y de Religión); 17 (Protección a la Familia); 18 (Derecho al Nombre); 19 (Derechos del Niño); 20 (Derecho a la Nacionalidad), y 23 (Derechos Políticos), ni de las garantías judiciales indispensables para la protección de tales derechos.” Un catálogo casi idéntico es recogido por el artículo 4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Pero además, la lógica del constitucionalismo impone que en los casos de excepción no sólo subsisten, sino que se refuerzan los mecanismos de control del poder ante las eventuales facultades extraordinarias como manera de impedir violaciones a derechos. Y es que el estado de excepción no supone un poder discrecional. A pesar de sus faltantes, uno de los grandes aciertos de la reforma constitucional de derechos humanos (cuya aprobación por fortuna parece inminente hoy) es una profunda reforma al artículo 29 —que regula la suspensión de garantías— en la que no sólo se reproducen los derechos fundamentales que son insuspendibles de acuerdo con el “Pacto de San José”, sino que se prescribe que las atribuciones excepcionales que puede ejercer el Ejecutivo deben estar sujetas a los principios de legalidad, racionalidad, proclamación, publicidad y no discriminación. Además se aclara que el Congreso puede acordar el final de la suspensión o restricción de derechos y que en todo momento, los actos del Ejecutivo deben ser revisados en su constitucionalidad de oficio por la Suprema Corte. Las dinámicas que produce la alarmante situación de inseguridad no debe hacernos olvidar que la democracia constitucional no acepta, ni siquiera en el caso de emergencia extrema, poderes sin restricciones ni controles.
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