Son muchas las sillas en puestos clave del Estado mexicano que quedarán vacantes y, por consiguiente, que serán ocupadas por nuevos funcionarios en 2009. Los vientos de renovación cimbrarán múltiples instituciones de enorme trascendencia para nuestra democracia constitucional. Por un lado, está en juego la renovación de la Cámara de Diputados y de diversas autoridades en 13 estados y en el DF.
En esos casos la fuente de legitimidad de los nuevos servidores públicos serán las elecciones locales y federales. Por lo mismo, técnicamente, aunque en ciertos casos se trate de funciones administrativas (como, por ejemplo, en el de los gobernadores o los delegados en la ciudad de México), decimos que se trata de cargos de representación popular. De hecho, detrás de los candidatos a ocupar dichas carteras se encuentran, legítimamente, las agendas, intereses y propuestas partidistas. La política democrática, contenciosa e intensa, delinea las coordenadas por las que fluirán estas elecciones. Y está bien que así sea.
Pero en otra olla se cocinarán nombramientos de similar (o, incluso, de mayor) trascendencia. Se trata de dos ministros de la SCJN, cuatro consejeros de la Judicatura, dos comisionados del IFAI, cuatro consejeros de Pemex y de los presidentes del Banco de México y de la CNDH.
En el caso de estas designaciones la fuente de legitimidad no es directamente democrática pero sí es constitucional. Esto es así porque en las nominaciones intervienen, con fórmulas y reglas distintas, el Presidente y el Senado de la República. Ese solo hecho subraya la relevancia de los cargos en juego y anuncia su naturaleza necesariamente no partidista. Sin exageraciones podemos afirmar que se trata de una batería de funcionarios de primera línea para el funcionamiento del Estado. De hecho, en algunos casos, los servidores nombrados tendrán a su cargo la protección y garantía de los derechos fundamentales en el país.
De ahí que las personas seleccionadas deban satisfacer requisitos en dos ámbitos distintos: a) en el terreno de la probidad personal; y b) en la esfera de las capacidades técnicas y profesionales. De no garantizarse un perfil satisfactorio en ambas dimensiones se infringirá un daño mayúsculo a la consolidación del constitucionalismo democrático. Por lo mismo, cada nombramiento debe valorarse y justificarse en sí mismo.
Asumo la cuota de ingenuidad y el tono retórico que la siguiente consigna conlleva: por el bien de México debe evitarse a toda costa un reparto faccioso de estos cargos entre los partidos políticos. La experiencia reciente nos indica que es difícil evitarlo, pero no debemos claudicar ante la voracidad de una parte importante de nuestra clase política.
Hacerlo significaría realizar un abono en el terreno de quienes esperan ansiosos el fracaso de la democracia. Y, en el México de hoy, con mayor o menor conciencia, son muchos los que cultivan en esa ominosa parcela. Precisamente por ello, la aparente candidez debe transformarse en decidida exigencia. Si es verdad que el presidente Calderón y algunos senadores quieren derrotar a los poderes salvajes —legales o ilegales, legítimos o ilegítimos— que intentan colonizar al Estado para doblegarlo ante sus intereses particulares, entonces deben entender este proceso de renovación institucional como una oportunidad estratégica.
La magnitud del recambio en puerta no tiene precedentes en el México contemporáneo. Así como tampoco lo tiene el clima de crisis, inseguridad y fragilidad institucional que nubla el panorama. Por ambas razones el acuerdo detrás de cada designación no puede navegar en las veleidades de la política ordinaria que concibe lo público como un botín para repartir entre los partidos y sus dirigentes. La excepcionalidad que vivimos exige la máxima responsabilidad y una visión de estado.
Si los ciudadanos no somos capaces de crear un contexto de exigencia en esa dirección, asistiremos al hundimiento de la democracia mexicana en las profundidades de nuestra propia indolencia.
En esos casos la fuente de legitimidad de los nuevos servidores públicos serán las elecciones locales y federales. Por lo mismo, técnicamente, aunque en ciertos casos se trate de funciones administrativas (como, por ejemplo, en el de los gobernadores o los delegados en la ciudad de México), decimos que se trata de cargos de representación popular. De hecho, detrás de los candidatos a ocupar dichas carteras se encuentran, legítimamente, las agendas, intereses y propuestas partidistas. La política democrática, contenciosa e intensa, delinea las coordenadas por las que fluirán estas elecciones. Y está bien que así sea.
Pero en otra olla se cocinarán nombramientos de similar (o, incluso, de mayor) trascendencia. Se trata de dos ministros de la SCJN, cuatro consejeros de la Judicatura, dos comisionados del IFAI, cuatro consejeros de Pemex y de los presidentes del Banco de México y de la CNDH.
En el caso de estas designaciones la fuente de legitimidad no es directamente democrática pero sí es constitucional. Esto es así porque en las nominaciones intervienen, con fórmulas y reglas distintas, el Presidente y el Senado de la República. Ese solo hecho subraya la relevancia de los cargos en juego y anuncia su naturaleza necesariamente no partidista. Sin exageraciones podemos afirmar que se trata de una batería de funcionarios de primera línea para el funcionamiento del Estado. De hecho, en algunos casos, los servidores nombrados tendrán a su cargo la protección y garantía de los derechos fundamentales en el país.
De ahí que las personas seleccionadas deban satisfacer requisitos en dos ámbitos distintos: a) en el terreno de la probidad personal; y b) en la esfera de las capacidades técnicas y profesionales. De no garantizarse un perfil satisfactorio en ambas dimensiones se infringirá un daño mayúsculo a la consolidación del constitucionalismo democrático. Por lo mismo, cada nombramiento debe valorarse y justificarse en sí mismo.
Asumo la cuota de ingenuidad y el tono retórico que la siguiente consigna conlleva: por el bien de México debe evitarse a toda costa un reparto faccioso de estos cargos entre los partidos políticos. La experiencia reciente nos indica que es difícil evitarlo, pero no debemos claudicar ante la voracidad de una parte importante de nuestra clase política.
Hacerlo significaría realizar un abono en el terreno de quienes esperan ansiosos el fracaso de la democracia. Y, en el México de hoy, con mayor o menor conciencia, son muchos los que cultivan en esa ominosa parcela. Precisamente por ello, la aparente candidez debe transformarse en decidida exigencia. Si es verdad que el presidente Calderón y algunos senadores quieren derrotar a los poderes salvajes —legales o ilegales, legítimos o ilegítimos— que intentan colonizar al Estado para doblegarlo ante sus intereses particulares, entonces deben entender este proceso de renovación institucional como una oportunidad estratégica.
La magnitud del recambio en puerta no tiene precedentes en el México contemporáneo. Así como tampoco lo tiene el clima de crisis, inseguridad y fragilidad institucional que nubla el panorama. Por ambas razones el acuerdo detrás de cada designación no puede navegar en las veleidades de la política ordinaria que concibe lo público como un botín para repartir entre los partidos y sus dirigentes. La excepcionalidad que vivimos exige la máxima responsabilidad y una visión de estado.
Si los ciudadanos no somos capaces de crear un contexto de exigencia en esa dirección, asistiremos al hundimiento de la democracia mexicana en las profundidades de nuestra propia indolencia.
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