jueves, 5 de febrero de 2009

LA OBAMANÍA Y MÉXICO

OLGA PELLICER

Durante los primeros días de su mandato, Barack Obama no ha desilusionado a sus seguidores. Con enorme rapidez ha procedido a tomar medidas que confirman la voluntad de realizar el “cambio” prometido. Así mismo, ha dado pruebas del propósito de inculcar una ética nueva en las forma de gobernar y compartir responsabilidades con la ciudadanía. El cambio se ha expresado, principalmente, a través de decretos ejecutivos que establecen un claro contraste con la política de su antecesor. El cierre de la prisión de Guantánamo, la prohibición de hacer uso de la tortura como método de interrogatorio, la reiteración de la importancia de las Convenciones de Ginebra en el trato a prisioneros, son buenos ejemplos de las diferencias con las políticas de Bush. Por otra parte, la importancia de nuevos valores éticos se advierte en las medidas para garantizar la transparencia y rendición de cuentas de la acción gubernamental, así como en la prohibición de pasar directamente de puestos públicos a actividades de cabildeo, costumbre que mediante el uso de la información privilegiada venía favoreciendo a grupos consentidos de Washington. En materia de protección del medio ambiente, las diferencias no podrían ser más marcadas. A diferencia de Bush, que se negó a asumir compromisos para reducir la emisión de gases contaminantes, Obama pretende avanzar hacia una economía verde propiciando, entre otras cosas, que Detroit cambie hacia la producción de coches ahorradores de gasolina. Lo anterior no significa que se cierre el abismo entre las intenciones y las realidades. Los obstáculos para implementar sus decisiones son enormes al interior y al exterior de Estados Unidos. Para sólo dar algunos ejemplos de restricciones externas, falta saber cuáles son los países europeos que están dispuestos a recibir los prisioneros de Guantánamo. Internamente, las dificultades son obvias. La aprobación, gracias a la mayoría demócrata, del paquete económico por 815 millones de dólares en la Cámara de Representantes, con el voto en contra de todos los Republicanos, es un buen indicador de la dimensión de los obstáculos al anhelo de construir una política bipartidista para superar la crisis económica. Sea como fuere, mientras se define el alcance real de los cambios encabezados por Obama, el entusiasmo a través del mundo ante su figura se mantiene con algunas excepciones; México es una de ellas. La obamanía no ha ganado terreno en nuestro país. Sólo los comentaristas de cuestiones internacionales, casi sin excepción, han sido subyugados por el joven presidente. Pero fuera de ese círculo, por cierto muy pequeño, domina el distanciamiento y la cautela. Esto ha sido particularmente notorio entre la clase política, desde el Ejecutivo hasta el Legislativo, pasando por los gobiernos locales. Evidentemente el interés anda por otro lado, en las próximas elecciones para diputados y algunos gobernadores, o en la insólita campaña para atraer inversiones a México que el jefe del Ejecutivo decidió emprender en el foro económico de Davos. Curioso, también, que en términos de visibilidad en los medios de comunicación importe más el próximo encuentro con Raúl Castro que un nuevo entendimiento con Washington. Esa frialdad no permite entrever si las relaciones con Estados Unidos en la era de Obama van a tomar un nuevo rumbo, o si seguirán su inercia para recibir un nuevo ímpetu cuando alguna situación crítica nos despierte con la noticia de alguna iniciativa, proveniente de allá, que posiblemente no nos gustará. Existen múltiples motivos para formular una estrategia nueva de acercamiento al gobierno de Obama. El más evidente es nuestra innegable cercanía. Somos un país único en el hemisferio, no sólo por tener una frontera con ellos, sino por la profundidad de las interacciones económicas y sociales que se han construido. No se puede olvidar que la recuperación económica mexicana está vinculada, más que otras, al destino de las políticas económicas de Obama. En este momento, las relaciones no se encuentran en su mejor momento. Se distinguen, de una parte, por el deterioro de la imagen de México en términos de seguridad, expresado a través de reportajes cotidianos en los medios de comunicación y en informes de agencias militares en Estados Unidos que reflejan alarma por las implicaciones de la violencia en México para la gobernabilidad del país; también, por la insistencia de funcionarios mexicanos en la corresponsabilidad de Estados Unidos para frenar el flujo de armas procedentes de ese país que llegan a manos del crimen organizado. Es urgente cambiar esa dinámica, centrada en la seguridad, presentando al nuevo gobierno de Estados Unidos una agenda de cooperación que permita modificar la visión de México como problema de seguridad y convertirlo en aliado para perseguir ciertos objetivos comunes, acordes con la idea de cambio y audacia que encabeza Obama. No se trata de sólo enfocar la seguridad, sino de hablar de las condiciones que propician el crimen organizado y discutir las mejores estrategias para combatirlo (que no son necesariamente la “guerra” sin fin que ahora se conduce); no se trata de pedir una reforma migratoria, sino pugnar por un enfoque de los mercados laborales de ambos países conducente a elevar la competitividad de las dos economías; no se trata de oponerse a la actualización del TLCAN, sino de proponer acción conjunta en materia de medio ambiente; no se trata de ser defensivos en materia de energía, sino de iniciar conversaciones para actualizar acuerdos existentes sobre yacimientos transfronterizos. En suma, se trata de insertar a México en los vientos de cambio que hoy soplan desde la Casa Blanca. Vista así, la obamanía no es una moda; puede ser la oportunidad para dar el giro a una relación que hoy se desliza por caminos peligrosos

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