Hace ya muchas décadas que Eugenio Sue volvió sobre los pasos de uno de los mitos occidentales más antiguos: el judío errante, encarnación de Caín que, luego de su crimen es marcado para que nadie pudiera matarlo; es también Samar, el orfebre del Becerro de Oro; Catáfito, el romano que empujó a Cristo a su salida del pretorio y, desde luego, Ahasverus, el judío que se mofó de Cristo en su camino al Calvario. Una vieja leyenda que tiene mucho de moraleja y de antisemitismo pero, con Sue, se vuelve un signo moderno para mostrar, a los individuos y a los pueblos que carecen de paz y descanso, de un lugar para vivir, crecer, e incluso para morir en tranquilidad y dignidad. Sucesivas experiencias en la historia nos enseñaron, dolorosa y penosamente, que cualquier pueblo puede hoy encarnar a ese personaje que no encontrará paz sino hasta el final de los tiempos.
Hay muchas razones por las que México ha sido, durante siglos, lugar de refugio para perseguidos de las más lejanas latitudes y de todas las tonalidades del espectro ideológico. Su posición geográfica, la disposición de los mexicanos hacia el encuentro y el diálogo, nuestra apertura a establecer relaciones humanas y afectivas por encima de las diferencias y, sobre todo, una indeclinable vocación hacia la solidaridad por el que sufre persecución e injusticia. Si esta vocación está presente en México desde que podemos reconocer un rostro al cual dar su nombre, se ha acentuado con mayor fortaleza desde la Revolución. Hoy, en buena parte gracias a esa vocación, somos un país más rico en fisonomías, lenguas, cocinas, ideas y literaturas, todos en este barco, a veces golpeado por la tempestad y no menos por timones poco avezados, pero dirigiéndonos juntos hacia un puerto que queremos creer siempre mejor.
Hoy, cuando el país parece golpeado en toda su geografía —y no en dos o cuatro entidades y tampoco en episodios aislados—, tendemos a olvidar la generosidad de esta tierra, la paz que ha significado para muchos durante generaciones y su apertura en lo relativo a convertirse en patria de muchos quienes la habían perdido. Ha sido ahora la candidatura de la Universidad Nacional Autónoma de México al Premio Príncipe de Asturias, anunciada el 20 de febrero por el embajador de España en nuestro país, don Carmelo Angulo, la que nos hace volver la mirada sobre la casa que ha sido cuna de la cultura nacional durante toda su historia.
Es verdad que los méritos que el embajador de España ha reconocido a la UNAM son más que suficientes en cuanto a merecer el reconocimiento para el que ha sido propuesta. Sólo durante los últimos veinticinco años, sus premios Nobel, sus 60 mil artículos de investigación arbitrados y publicados, sus cinco mil 600 premios nacionales e internacionales, parecen ser un termómetro de la calidad de su trabajo. Pero habría que decir algo más: la maestra de la cultura nacional, la universidad de todos los mexicanos, ha sido también lugar de acogida y refugio para muchas mujeres y muchos hombres que, con su esfuerzo, han enriquecido la cultura mexicana y la iberoamericana.
No puede entenderse la historia del asilo y el refugio en México, sin la UNAM. Son muchos los valores que primero fueron ensayados en la universidad y luego migraron a las conductas sociales y culturales de nuestro país. El primer ombudsman, las elecciones libres, la equidad de género, los derechos de las minorías o la irrestricta libertad de expresión son temas que bordó primero la UNAM y sobre los que todavía trabaja, consciente de su propio perfeccionamiento, por eso, no es de extrañarse que desde su fundación, en el siglo XVI, al terminar la Conquista, fuera toda puertas abiertas cuando ese fenómeno todavía causaba temor y estupor en la mayoría.
Una mirada a la universidad puede descubrir al observador atento toda la geografía de la riqueza humana: científicos, artistas y humanistas venidos de todos los continentes, muchos de ellos en condiciones que pueden inspirar larguísimas novelas y, sobre todo, despertar los más profundos sentimientos de humanidad y solidaridad; haitianos y judíos, guineanos y armenios, españoles y argentinos, estadunidenses y vietnamitas, todos los que, en su oportunidad, temieron por su vida y sus derechos y encontraron aquí más que un aula, un laboratorio y una biblioteca, un hogar, amistades y comprensión para volver a echar adelante su vida y las de sus familiares.
Pocos fenómenos de la vida política causan tanto miedo como el hecho de que un Estado, que por principio debe cuidar la seguridad del individuo, se vuelva el más encarnizado de sus perseguidores. Porque, en ese caso, como sucede con el judío errante de Sue, no hay lugar ni momento de reposo. Todo lugar es peligroso, todo momento puede ser el último y toda esperanza se reduce a la posibilidad de escapar y dejar atrás cuanto se tiene, se desea y se recuerda.
Hoy, son muchas las generaciones de universitarios que reconocen que parte de su formación se debe a maestros con apellidos y acentos que, de extraños, se vuelven afectuosamente habituales a fuerza de escucharse. Muchos son también quienes han aprendido, más que las lecciones cotidianas de sus programas de estudio, los ejemplos vitales de los que no se rindieron ante el miedo, tanto por la fuerza de su voluntad como por la oportunidad de seguir pensando y hablando en un régimen de libertades.
La candidatura al Premio Príncipe de Asturias es, por sí misma, un gran logro, un profundo reconocimiento a la fuerza de la UNAM que representa la fuerza de nuestra cultura. La celebramos con la esperanza de que de propuesta se vuelva un honor más para todos los mexicanos pero, sobre todo, es una llamada a nuestra esperanza a veces perdida, que es por la cultura y no la fuerza, por la educación y no el miedo, como los mexicanos hemos construido esta cultura que nos identifica, nos enorgullece y nos presenta al mundo.
Hay pocos espectáculos tan bellos en nuestra ciudad como ver florecer las jacarandas en la Ciudad Universitaria. Es un fenómeno natural que, de tan habitual, pasa desapercibido, pero se presenta cada año durante unos pocos días. En ese tiempo, uno puede pensar en la compensación que representan para quienes, por muchos años y quizás para siempre, no pudieron verlas florecer en el jardín de su casa.
Eso también es lo que habrá de reconocerse a través del Premio Príncipe de Asturias.
Hay muchas razones por las que México ha sido, durante siglos, lugar de refugio para perseguidos de las más lejanas latitudes y de todas las tonalidades del espectro ideológico. Su posición geográfica, la disposición de los mexicanos hacia el encuentro y el diálogo, nuestra apertura a establecer relaciones humanas y afectivas por encima de las diferencias y, sobre todo, una indeclinable vocación hacia la solidaridad por el que sufre persecución e injusticia. Si esta vocación está presente en México desde que podemos reconocer un rostro al cual dar su nombre, se ha acentuado con mayor fortaleza desde la Revolución. Hoy, en buena parte gracias a esa vocación, somos un país más rico en fisonomías, lenguas, cocinas, ideas y literaturas, todos en este barco, a veces golpeado por la tempestad y no menos por timones poco avezados, pero dirigiéndonos juntos hacia un puerto que queremos creer siempre mejor.
Hoy, cuando el país parece golpeado en toda su geografía —y no en dos o cuatro entidades y tampoco en episodios aislados—, tendemos a olvidar la generosidad de esta tierra, la paz que ha significado para muchos durante generaciones y su apertura en lo relativo a convertirse en patria de muchos quienes la habían perdido. Ha sido ahora la candidatura de la Universidad Nacional Autónoma de México al Premio Príncipe de Asturias, anunciada el 20 de febrero por el embajador de España en nuestro país, don Carmelo Angulo, la que nos hace volver la mirada sobre la casa que ha sido cuna de la cultura nacional durante toda su historia.
Es verdad que los méritos que el embajador de España ha reconocido a la UNAM son más que suficientes en cuanto a merecer el reconocimiento para el que ha sido propuesta. Sólo durante los últimos veinticinco años, sus premios Nobel, sus 60 mil artículos de investigación arbitrados y publicados, sus cinco mil 600 premios nacionales e internacionales, parecen ser un termómetro de la calidad de su trabajo. Pero habría que decir algo más: la maestra de la cultura nacional, la universidad de todos los mexicanos, ha sido también lugar de acogida y refugio para muchas mujeres y muchos hombres que, con su esfuerzo, han enriquecido la cultura mexicana y la iberoamericana.
No puede entenderse la historia del asilo y el refugio en México, sin la UNAM. Son muchos los valores que primero fueron ensayados en la universidad y luego migraron a las conductas sociales y culturales de nuestro país. El primer ombudsman, las elecciones libres, la equidad de género, los derechos de las minorías o la irrestricta libertad de expresión son temas que bordó primero la UNAM y sobre los que todavía trabaja, consciente de su propio perfeccionamiento, por eso, no es de extrañarse que desde su fundación, en el siglo XVI, al terminar la Conquista, fuera toda puertas abiertas cuando ese fenómeno todavía causaba temor y estupor en la mayoría.
Una mirada a la universidad puede descubrir al observador atento toda la geografía de la riqueza humana: científicos, artistas y humanistas venidos de todos los continentes, muchos de ellos en condiciones que pueden inspirar larguísimas novelas y, sobre todo, despertar los más profundos sentimientos de humanidad y solidaridad; haitianos y judíos, guineanos y armenios, españoles y argentinos, estadunidenses y vietnamitas, todos los que, en su oportunidad, temieron por su vida y sus derechos y encontraron aquí más que un aula, un laboratorio y una biblioteca, un hogar, amistades y comprensión para volver a echar adelante su vida y las de sus familiares.
Pocos fenómenos de la vida política causan tanto miedo como el hecho de que un Estado, que por principio debe cuidar la seguridad del individuo, se vuelva el más encarnizado de sus perseguidores. Porque, en ese caso, como sucede con el judío errante de Sue, no hay lugar ni momento de reposo. Todo lugar es peligroso, todo momento puede ser el último y toda esperanza se reduce a la posibilidad de escapar y dejar atrás cuanto se tiene, se desea y se recuerda.
Hoy, son muchas las generaciones de universitarios que reconocen que parte de su formación se debe a maestros con apellidos y acentos que, de extraños, se vuelven afectuosamente habituales a fuerza de escucharse. Muchos son también quienes han aprendido, más que las lecciones cotidianas de sus programas de estudio, los ejemplos vitales de los que no se rindieron ante el miedo, tanto por la fuerza de su voluntad como por la oportunidad de seguir pensando y hablando en un régimen de libertades.
La candidatura al Premio Príncipe de Asturias es, por sí misma, un gran logro, un profundo reconocimiento a la fuerza de la UNAM que representa la fuerza de nuestra cultura. La celebramos con la esperanza de que de propuesta se vuelva un honor más para todos los mexicanos pero, sobre todo, es una llamada a nuestra esperanza a veces perdida, que es por la cultura y no la fuerza, por la educación y no el miedo, como los mexicanos hemos construido esta cultura que nos identifica, nos enorgullece y nos presenta al mundo.
Hay pocos espectáculos tan bellos en nuestra ciudad como ver florecer las jacarandas en la Ciudad Universitaria. Es un fenómeno natural que, de tan habitual, pasa desapercibido, pero se presenta cada año durante unos pocos días. En ese tiempo, uno puede pensar en la compensación que representan para quienes, por muchos años y quizás para siempre, no pudieron verlas florecer en el jardín de su casa.
Eso también es lo que habrá de reconocerse a través del Premio Príncipe de Asturias.
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