Al amparo de la tibieza y la ausencia de reflejos de Estados Unidos y Europa, así como de la tragedia ocurrida en Japón, el presidente libio M. Gaddafi desplegó sin miramientos una drástica operación bélica contra la población que se opone a su régimen.
La primera reacción de la Unión Europea, y de algunos países en particular, como España, consistió en decretar un embargo a la exportación de armas hacia el gobierno libio. Fue necesario que se constatara el bombardeo contra la población, ordenada por el sátrapa, para que se activaran los mecanismos que debieron haber funcionado desde un principio: ¿bajo qué criterio puede un país democrático y pretendidamente civilizado exportar armas a un gobierno autoritario? Esas armas iban a utilizarse, y para ello no se necesita de amplios servicios de inteligencia, o bien contra países cercanos, añadiendo conflictividad a una zona de frágil estabilidad y de alto riesgo geoestratégico por sus reservas de energéticos fósiles, o bien, como viene ocurriendo, contra todo aquel que exigiera unos mínimos derechos individuales que en los países europeos exportadores de armas se dan por descontados.
Lo que confirma el conflicto libio es que la disposición de arsenales de armas no puede ser un asunto resuelto por el mercado, por la capacidad de compra de los consumidores —sean gobiernos o grupos privados— en el comercio internacional, sino que debe ser un ámbito de estricta regulación multilateral donde el bien fundamental a tutelar sean los derechos humanos y la preservación de la paz. El enunciado anterior, que puede parecer sacado de un elemental ABC de las conductas civilizadas, sin embargo, está lejos de ser respetado incluso por gobiernos que enuncian profundos compromisos con los derechos fundamentales y la legalidad internacional. Una vez más, los intereses privados, de las empresas productoras de armas, en este caso, se han impuesto sobre los principios y las doctrinas que la Unión Europea declara abrazar.
Este episodio confirma la debilidad e incluso la incoherencia de la política exterior de la Unión Europea, que es reconocida como uno de los proyectos civilizatorios más avanzados que se ha conocido en la historia.
La reinserción de Gaddafi en los últimos años a los circuitos de internacionales, que culminaron con encuentros con jefes de gobierno y Estado de distintos países occidentales, revelan que los intereses económicos —el acceso al petróleo— son más relevantes en términos de diplomacia internacional que los principios de doctrina política.
Con menos relevancia práctica para el desenlace del conflicto en Libia, pero con importancia en términos de lo que revelan de determinados gobiernos latinoamericanos, aparecen las posturas de los mandatarios de Nicaragua, Venezuela y de Fidel Castro. La maniquea noción de que el enemigo de mi adversario es, por tanto, virtuoso, se ha vuelto a constatar. Asimismo, el esconder bajo la alfombra discursiva las violaciones a los derechos humanos por parte de un régimen autoritario como es el de Gaddafi demuestra que el compromiso con la democracia y el respeto a los derechos fundamentales son elementos de quita y pon para una parte representativa de las izquierdas de América Latina.
Tarde, pero aún antes de que se produzca la aniquilación de la resistencia a Gaddafi, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó una zona de exclusión aérea que abre la puerta a la intervención en Libia. Cinco países se abstuvieron de apoyar tal resolución, cuatro de ellos forman el BRIC (Brasil, Rusia, India y China), a los que se sumó Alemania. No deja de resultar significativo el hecho de que sean las naciones emergentes, económica y políticamente hablando, las que hayan mostrado reticencias a poner fin a las violaciones sobre los derechos humanos del pueblo libio. Frente a los excesos injerencistas que se cometieron a lo largo de la década pasada por la administración Bush de los Estados Unidos, así como de sus aliados de viaje (Blair desde el Reino Unido y Aznar en España), y que tuvieron su expresión máxima en la invasión a Irak sin el respaldo de Naciones Unidas y a partir de evidencias falsas construidas desde Washington, la alternativa no puede encontrarse en un “dejar hacer, dejar pasar” de la comunidad internacional. Siempre habrá una franja débil entre el intervencionismo y la defensa de los derechos humanos de poblaciones abusadas por sus gobiernos, mas en el caso Libio resulta evidente que se viene desarrollando un baño de sangre que sólo puede ser detenido con la participación de actores externos. Kosovo y Ruanda, en otros contextos, son ejemplos elocuentes, en términos humanitarios, de los costos de la inacción internacional.
Ampliar el multilateralismo, colocar a los derechos fundamentales de todos los individuos y pueblos por encima de los intereses económicos y políticos son objetivos de antaño, pero con una vigencia medular en este aún joven siglo XXI.
viernes, 18 de marzo de 2011
LIBIA Y LA DEBILIDAD DEL ORDEN INTERNACIONAL
CIRO MURAYAMA RENDÓN
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