La presentación pública de un proyecto para gobernar a la nación merece celebrarse. Si además proviene de un actor político relevante, y en un contexto de confusión y de desánimo generalizados se propone como un plan alternativo, debe tomarse en serio. O, por lo menos, amerita una lectura atenta y desprejuiciada. Lo contrario supondría darle la espalda a la deliberación democrática y abonar en la cancha de quienes han reducido la política a la ocurrencia estéril. Por eso leí con atención el Proyecto Alternativo de Nación presentado por López Obrador. Su difusión es una invitación programática para el debate que no debe quedar en el vacío. No pretendo realizar un balance general del texto ofreciendo un recuento de sus bondades y defectos. La mezcla de las generalizaciones con la subjetividad podría resultar insoportable. Prefiero centrar mi atención en una propuesta concreta que llamó mi atención desde que leí la reseña periodística del evento: promover una reforma constitucional para elegir democráticamente a los ministros de la Corte. Con ello, según advirtió AMLO, ese tribunal recuperaría “su independencia” y se pondría “realmente al servicio del pueblo”. Lo que sucede es que, para él, “la mayoría de los 11 ministros han sido nombrados por Salinas, Fox, Calderón, Diego Fernández de Cevallos y Manlio Fabio Beltrones y a ellos obedecen”. En congruencia con esta tesis, en el documento extenso se afirma que la propuesta busca evitar que el nombramiento de los ministros esté “sujeto a los chantajes o caprichos de los gobernantes en turno”. Vayamos por partes. Primero el diagnóstico: ¿los ministros actuales han sido nombrados por esos personajes? No lo creo. Una cosa es que, en su calidad de titulares del Poder Ejecutivo, los dos ex presidentes y el presidente actual, cada uno en su momento, hayan integrado las ternas de las que han provenido las designaciones y otra que ellos hayan hecho los nombramientos. Por el contrario, desde hace años, los ministros han tenido el apoyo de todas las fuerzas políticas representadas en el Senado de la República. Incluidas las fuerzas de izquierda. De hecho, en los últimos nombramientos se ha rebasado ampliamente el requisito constitucional de las dos terceras partes de los senadores presentes. Así las cosas podemos estar en desacuerdo con algunas designaciones y/o con el desempeño de los nombrados pero, en definitiva, no podemos secundar la tesis de López Obrador. En segundo lugar, más allá del diagnóstico, la propuesta en sí es errada. Quizá la fórmula de nombramiento actual no sea la ideal. Probablemente sería mejor que el Presidente propusiera sólo un candidato y que el Senado lo aprobara o lo rechazara como sucede en EU; o que la integración de la Corte fuera corresponsabilidad parcial de diversas instituciones, como sucede en muchos países europeos. Pero, en definitiva, los ministros no deben ser electos democráticamente. Eso no sucede en ningún Estado constitucional consolidado. La única excepción que conozco es la del Tribunal Constitucional Plurinacional boliviano (y francamente no me parece un referente en la materia). Lo que sucede es que la función de los jueces constitucionales es incompatible con esa fórmula de nombramiento. Su tarea no es la de representar a la ciudadanía sino la de proteger los derechos fundamentales de las personas. Y esta delicada labor con frecuencia se contrapone a la lógica de las mayorías democráticas. El mandato de los ministros no es un mandato popular sino constitucional: garantizar que los poderes públicos y privados, democráticos o no, se sometan a los límites que la Constitución les impone. De ahí la importancia de su independencia y de su imparcialidad (políticas e ideológicas). Rasgos esenciales de la función jurisdiccional que son incompatibles con la propuesta de AMLO quien, para colmo, pretende ser presidente de la República. Lo cual, dicho sea de paso, aumenta el despropósito. Al menos para quienes valoramos la división de poderes.
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