El movimiento de derechos humanos, desde los años 60, se fue construyendo a partir de acciones de defensa de quienes vieron sus derechos violados por alguna institución del Estado. La necesidad imperiosa de defender casos específicos dio origen a muchas organizaciones civiles en los años 80, al sistema de organismos públicos de derechos humanos en los 90, así como a un número creciente de programas académicos.
Todas ellas han ido sumando a la defensa acciones de difusión, promoción y educación, y han buscado incidir en las agendas públicas.
Esos procesos, aunados a la democratización del país y a las divisiones del poder, no han hecho posible aún que en México todas las personas puedan vivir dignamente, en condiciones de igualdad y de equidad. Para ello, entre otros pendientes históricos importantes, es necesario que la elaboración de las leyes y la planeación, implementación y evaluación de las políticas, las acciones de gobierno, el presupuesto público y la procuración y administración de la justicia estén enfocadas a que las instituciones públicas cumplan con las obligaciones que tienen de garantizar, respetar y proteger los derechos de la ciudadanía.
Lograr que el Estado funcione con esa perspectiva —indispensable para que cada persona, independientemente de su edad y condiciones, tenga posibilidades de ejercer sus derechos o, si no es el caso, de exigirlos y hacerlos justiciables— requiere en nuestro país un cambio radical de paradigma sobre el papel de los poderes públicos y su relación con la sociedad. Un paradigma en el que los derechos reconocidos en las obligaciones legales que contienen los tratados internacionales, y las leyes federales y locales, sean la base de las acciones desde el servicio público.
Un paradigma en el que el centro sea la responsabilidad con la ciudadanía y no los intereses políticos por legítimos que sean; en el que las instituciones se piensen en razón de las necesidades sociales integrales que deben satisfacerse para vivir en dignidad, y no en razón de las necesidades o las posibilidades de los gobiernos, congresos o tribunales. Uno en el que la ética pública sea principio y fundamento, y la rendición de cuentas incluya sanciones por incumplimiento de las responsabilidades y la reparación del daño a quien ve violados sus derechos.
En el DF se ha hecho conjuntamente un ejercicio en este sentido, que tuvo como primer resultado un Diagnóstico de derechos humanos para la ciudad, y que pronto culminará con un programa para todas las instituciones públicas locales, que incluye líneas estratégicas, acciones específicas, agendas legislativas e indicadores para 25 temas distintos. Este ejercicio, inédito en su tipo a nivel mundial por su construcción plural, intersectorial y por su enfoque, es fruto de un Comité Coordinador en el que participan organizaciones civiles, universidades, el Gobierno del DF, el Tribunal Superior de Justicia, la Asamblea Legislativa y la Comisión de Derechos Humanos, con la asesoría de la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas.
Este proceso se presentó este martes en Ginebra, en la sede de la ONU, y hoy se hará en Washington, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, como una buena práctica colectiva entre Estado y sociedad, y como una expresión del compromiso que asumen las instancias públicas responsables de la implementación del programa a partir de ahora y en los próximos años.
El desafío es enorme; recién comienza. Cambiar el paradigma requiere una voluntad ilimitada para modificar la cultura política, mejorar la legislación, adecuar las instituciones y las políticas públicas, presupuestar desde otro enfoque. Requiere una ciudadanía activa, corresponsable y vigilante. Pero lo que nos jugamos es aún mayor, y la apuesta es por demás indispensable: la posibilidad de concretar un estado democrático de derecho, un espacio público para la igualdad y la equidad. Un Estado para la justicia y la dignidad.
Todas ellas han ido sumando a la defensa acciones de difusión, promoción y educación, y han buscado incidir en las agendas públicas.
Esos procesos, aunados a la democratización del país y a las divisiones del poder, no han hecho posible aún que en México todas las personas puedan vivir dignamente, en condiciones de igualdad y de equidad. Para ello, entre otros pendientes históricos importantes, es necesario que la elaboración de las leyes y la planeación, implementación y evaluación de las políticas, las acciones de gobierno, el presupuesto público y la procuración y administración de la justicia estén enfocadas a que las instituciones públicas cumplan con las obligaciones que tienen de garantizar, respetar y proteger los derechos de la ciudadanía.
Lograr que el Estado funcione con esa perspectiva —indispensable para que cada persona, independientemente de su edad y condiciones, tenga posibilidades de ejercer sus derechos o, si no es el caso, de exigirlos y hacerlos justiciables— requiere en nuestro país un cambio radical de paradigma sobre el papel de los poderes públicos y su relación con la sociedad. Un paradigma en el que los derechos reconocidos en las obligaciones legales que contienen los tratados internacionales, y las leyes federales y locales, sean la base de las acciones desde el servicio público.
Un paradigma en el que el centro sea la responsabilidad con la ciudadanía y no los intereses políticos por legítimos que sean; en el que las instituciones se piensen en razón de las necesidades sociales integrales que deben satisfacerse para vivir en dignidad, y no en razón de las necesidades o las posibilidades de los gobiernos, congresos o tribunales. Uno en el que la ética pública sea principio y fundamento, y la rendición de cuentas incluya sanciones por incumplimiento de las responsabilidades y la reparación del daño a quien ve violados sus derechos.
En el DF se ha hecho conjuntamente un ejercicio en este sentido, que tuvo como primer resultado un Diagnóstico de derechos humanos para la ciudad, y que pronto culminará con un programa para todas las instituciones públicas locales, que incluye líneas estratégicas, acciones específicas, agendas legislativas e indicadores para 25 temas distintos. Este ejercicio, inédito en su tipo a nivel mundial por su construcción plural, intersectorial y por su enfoque, es fruto de un Comité Coordinador en el que participan organizaciones civiles, universidades, el Gobierno del DF, el Tribunal Superior de Justicia, la Asamblea Legislativa y la Comisión de Derechos Humanos, con la asesoría de la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas.
Este proceso se presentó este martes en Ginebra, en la sede de la ONU, y hoy se hará en Washington, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, como una buena práctica colectiva entre Estado y sociedad, y como una expresión del compromiso que asumen las instancias públicas responsables de la implementación del programa a partir de ahora y en los próximos años.
El desafío es enorme; recién comienza. Cambiar el paradigma requiere una voluntad ilimitada para modificar la cultura política, mejorar la legislación, adecuar las instituciones y las políticas públicas, presupuestar desde otro enfoque. Requiere una ciudadanía activa, corresponsable y vigilante. Pero lo que nos jugamos es aún mayor, y la apuesta es por demás indispensable: la posibilidad de concretar un estado democrático de derecho, un espacio público para la igualdad y la equidad. Un Estado para la justicia y la dignidad.
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