Uno de los ejercicios más ociosos de los medios de información y de las agencias dedicadas a transformar la realidad en porcentajes consiste en medir la popularidad del Presidente. En México, el resultado es siempre el mismo: ¡el hombre de Los Pinos pasa el examen!¿Por qué sucede esto y qué dice de nosotros? Cuando estudiaba sociología en los años setenta, las investigaciones de campo incluían preguntas de trámite cuya respuesta debía ser ignorada. Una de ellas se refería a la actuación del Presidente. En aquel México intimidado, nadie señalaba responsables.Muchas cosas han cambiado, pero no la calificación del Presidente. Sea cual sea la situación del país, el licenciado de turno es aprobado. Obviamente, no faltan los encuestados que en verdad creen que las cosas van bien y disponen de datos para respaldar su preferencia. Sin embargo, la mayoría demuestra que entre nosotros la superstición es pieza esencial de la política. Decimos de todo, no tenemos pelos en la lengua, hablamos sin tapujos, pero nos reservamos el derecho a un milagro: no nos metemos con la Virgen, con nuestro padre ni con el Presidente.Según los sondeos recientes, Felipe Calderón obtuvo una calificación de 6.6, estupenda para quien gobierna un país con 17 asesinatos al día y una devaluación del 50 por ciento; que acaba de meterse en polémicas innecesarias con el presidente de Francia y la revista Forbes, y enfrenta el diagnóstico, cada vez más generalizado, de estar a cargo de un "Estado fallido".La prensa internacional ha contrastado las dificultades de la hora mexicana con la buena opinión que se tiene del encargado de darle cuerda al reloj. Ignoran un dato esencial: nuestra capacidad de separar al líder de sus hechos.En los mismos estudios en los que Calderón obtiene 6.6, los encuestados critican la falta de seguridad, la crisis económica, los excesos burocráticos y la corrupción generalizada de la clase política. El diagnóstico es tan dramático como el que puede hacer cualquier taxista.¿Qué comunican entonces las encuestas? Ensayemos una antropología exprés. La aprobación del Presidente tiene algo de "último recurso". La situación es tan grave que nos da miedo criticar a quien todavía puede hacer algo. Es como si viajáramos en un avión en medio de una tormenta y una voz preguntara entre las turbulencias: "¿qué les parece el trabajo del piloto?". En tal caso, un elemental impulso de supervivencia nos hace sentir que no es el momento de quejarnos del servicio. El piloto requiere apoyo. Lo aprobamos con tal de no estrellarnos.En la valoración del Presidente hay un decisivo componente de ilusión: representa una forma del destino. Desaprobarlo -especialmente cuando todo va mal- resulta tan apocalíptico como desaprobar la Navidad, el verano o la Semana Santa.No es un esotérico sentido del respeto lo que lleva a dar ese voto de confianza. El "señor Presidente" no emerge con la fuerza de los intocables; no se le respalda por miedo ni por sumisión atávica. Estamos ante algo más tangible que la divinización del poder: los encuestados quieren preservar una esperanza. El hombre de Los Pinos puede marcar la diferencia; aprobarlo significa decirle, como a la selección nacional, "sí se puede".El ejercicio del poder es para nosotros algo delicado que puede fallar siempre. Equivale a una operación a cráneo abierto hecha en un estadio, donde nuestra función consiste en echarle porras al cirujano.Desde un punto de vista simbólico, la calificación aprobatoria significa que no todo está perdido, que aún hay margen de acción. En ese apartado de la encuesta no se juzgan resultados sino aspiraciones. Si así fuera, la seguridad, la economía y la política no serían tan criticadas en otros renglones.El Ejecutivo representa la última reserva de lo posible. Si falla, todo está perdido. Lo peculiar no es pensar eso, sino suponer que nuestra franqueza es tan dañina que le puede echar la sal. Llegamos a un punto decisivo: lo que juzgamos todopoderoso no es nuestra capacidad de influir a través de la crítica sino nuestro infortunio. Tenemos tan mala pata que no podemos darnos el lujo de quemar nuestra última carta.Cuando un seleccionado nacional se apresta a tirar un penalty, no nos atrevemos a decir "lo va a fallar" por temor a que, en efecto, falle: nuestra suerte es tan mala que las malas noticias se producen cuando las mencionamos.Silenciar nuestra opinión es un recurso ante el desamparo. Si la fatalidad se entera de lo que queremos, hará lo contrario.Obviamente hay formas más racionales de evaluar al Presidente. De acuerdo con las encuestas, el PAN obtendrá en las próximas elecciones menos votos que en 2006. Se trata de una crítica indudable. Por otro lado, si se piensa que después de seis años de desgaste Vicente Fox salió de la Presidencia con una calificación de 7.3, el 6.6 de Calderón entusiasma menos.Fox entendió que su popularidad no dependería de sus actos y separó su figura pública de una actividad que le interesaba poco: gobernar. La campaña electoral siguió a lo largo de su sexenio. Siempre campechano, se sirvió sin remilgos de la propaganda y delegó en su vocero la difícil tarea de sortear contradicciones.En mayor o menor medida, siempre hay un divorcio entre el juicio a la realidad que gestiona el Presidente y el juicio a su investidura. Las estadísticas surgieron como un recurso de la modernidad para convertir la vida secreta de un país en tendencias explícitas y rebanadas de pay de distintos tamaños. Sin embargo, no es fácil saber si el encuestado responde lo que sabe, lo que supone o lo que desea.En México cualquier sondeo de opinión revela que la situación está canija. En una situación de desamparo se refuerza la importancia de la chiripa, la lotería, el milagro. Es lo que las estadísticas miden sin saberlo.
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