En 1930 la esperanza de vida al nacer, en México, era de 34 años. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) -con el nombre de Partido Nacional Revolucionario (PNR)- nació en 1929 y, toda proporción guardada, ha roto con todos los pronósticos estadísticos y políticos. Mañana cumplirá 80 años.Salvo raras excepciones, los partidos que en el mundo existían en 1929 han desaparecido; las excepciones destacables son los dos partidos que dominan la política norteamericana; los de la Gran Bretaña -conservadores y laboristas, y unos cuantos partidos socialdemócratas en Europa occidental.En 1938 el PNR cambió de nombre -al de Partido de la Revolución Mexicana (PRM), definió su estructura de sectores -que enclenque permanece hasta nuestros días- y fue confirmado como instrumento para asegurar la transmisión pacífica y el reparto del poder entre la familia revolucionaria. En 1946 Miguel Alemán lo bautizó con el nombre que hasta hoy mantiene y lo reconfiguró para someterlo, sin reservas, a los dictados del Presidente en turno.Si como partido gobernante (1929-2000) el PRI rompió récord, como partido opositor es una rareza. Ocho años después de su paso a la oposición se encuentra -según las encuestas- en la antesala de ser el partido de mayor votación nacional y como el mejor ubicado en la perspectiva del 2012. En sus años de travesía por el desierto, el PRI se ha mantenido como el de mayor número de gobernadores, alcaldes y diputados locales; es segunda fuerza en la Cámara de senadores -de 2006 a la fecha- y tercera en San Lázaro (2006-2009).Sin mayores cambios en su estructura interna -los sectores siguen apareciendo como sus pilares- el octogenario partido experimentó, sin embargo, una profunda mutación -que algunos consideran una reversión; me refiero a la preponderancia adquirida por los gobernadores surgidos de sus filas.La carencia de la institución presidencial, como su eje articulador, fue suplida, casi de manera automática, por el reparto del poder entre los gobernadores, quienes sin el freno del Presidente se erigieron en depositarios de las facultades -escritas y no escritas- que en el régimen priista concentraba aquél; en paralelo, creció la capacidad de influencia de los coordinadores parlamentarios y de su presidente(a) nacional, como contrapesos para buscar la cohesión entre intereses dispersos.Para algunos analistas, se trata de un retroceso a la etapa prefundacional, cuando el poder de los caudillos regionales y los gobernadores se contraponía al de las entonces incipientes instituciones federales. Aunque la comparación parece atractiva, resulta ilógica desde un punto de vista histórico. No en balde, Plutarco Elías Calles, fundador del PNR, justificó el parto de la criatura como el instrumento para asegurar el transito del país de caudillos al de instituciones.Desde diciembre de 2000 el reparto del poder entre los gobernadores priistas evitó que uno de ellos, o el presidente nacional del propio partido, se erigiesen en factótum interno. La fracasada aventura de Roberto Madrazo, quien convirtió la presidencia del PRI en trampolín para sus aspiraciones personales, reforzó la influencia que, en conjunto, ejercen los ejecutivos locales, y devino en barrera, casi infranqueable, para que quienes ocupen la presidencia del PRI, desde ahí pretendan la candidatura presidencial.Los gobernadores son imprescindibles en la toma de decisiones a escala nacional, pero su poder está circunscrito al ámbito territorial en que ejercen sus funciones. Aún los más poderosos, o los más publicitados, saben que requieren de aliados, y por tanto de compromisos, para impulsar sus proyectos personales. Juntos tienen mucho peso, pero ninguno puede, por sí mismo, decidir el rumbo de la nave, ni hacerse con el timón.Favorecido por méritos propios -y por los errores y omisiones de sus adversarios- el octogenario partido enfrenta el reto de confirmar tendencias, pero sobre todo de dilucidar lo que hará, llegado el caso, con el poder recuperado. La combinación de una mayoría absoluta del PRI en San Lázaro con los intereses de sus gobernadores puede conducir, en ausencia de mesura y proyecto, a una mayor parálisis del gobierno federal.La tentación de acentuar el despojo de facultades y reducir los márgenes de maniobra del Ejecutivo federal, revestida de comparaciones y teorías sobre la crisis de los sistemas presidenciales, estará presente en la siguiente Legislatura. A ese riesgo habrá que hacerle frente con el análisis y propuestas que eviten el retorno del presidencialismo autoritario, sin incurrir en experimentos propios de un laboratorio.Recuperar y fortalecer al Estado supone cumplir la tarea pospuesta desde que la alternancia se hizo presente: diseñar el nuevo equilibrio entre poderes y órganos de gobierno que haga posible su convivencia armónica y despeje los síntomas de ingobernabilidad.La posibilidad de la segunda alternancia impone atender cuanto antes esa tarea, más aún cuando su potencial beneficiario tendrá, llegado el caso, 83 años.
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