En las últimas semanas y vis a vis Estados Unidos, Felipe Calderón se ha convertido en un puercoespín. Siguiendo un viejo hábito mexicano, el Presidente ya trae las púas bien puestas y las despliega cada vez que se siente amenazado por la revista “Forbes” o por cualquier funcionario estadounidense que critique a México. Basta una publicación o una declaración para que él y otros miembros de la clase política mexicana se coloquen en una posición predecible, hipersensible, aguerrida. “Hay un complot contra México” vociferan. “Hay una campaña para desprestigiar al país”, despotrican. Hablan así porque creen que pueden anotarse puntos político pateando a Estados Unidos, o quizás no entienden cómo funciona el proceso político allá. Pero al poner las púas por delante, vuelven complicada una cooperación que podría ser más sencilla. Crean enemistades donde no necesariamente las hay. Y caen en una profunda contradicción: México lleva años insistiendo en que Estados Unidos preste atención y asuma sus responsabilidades en el combate al narcotráfico. Ahora que el gobierno de Barack Obama se prepara para actuar así, México no se congratula; se eriza.
Sin duda, México ha recibido una andanada de críticas en tiempos recientes: el artículo titulado “Mexico: The Next Disaster?” en la revista “Forbes”; el reporte alarmista de la consultoría Sratfor; las declaraciones de altos funcionarios estadounidenses en torno a la posibilidad de un “Estado fallido”; las ocho audiencias en el Congreso estadounidense donde personas con credibilidad como el procurador general de Arizona, Terry Goddard, afirman que “no estamos ganando esta batalla”; el segmento sobre México en el famoso programa de televisión “Sixty Minutes”; el artículo sobre el narcotráfico en la revista “The Economist”, las afirmaciones de Dennis Blair —director de Inteligencia Nacional— sugieriendo que los capos de la droga obstaculizan la capacidad de gobernar partes del territorio nacional. México empieza a ocupar las primeras planas y se vuelve un motivo principal de preocupación al norte de la frontera.
Pero todo eso no es parte de una campaña orquestada con motivos oscuros. No es el preludio de una invasión o un nuevo ejemplo de humillación. La cobertura constituye una respuesta a la realidad reflejada, vivida, padecida, día tras día en nuestro propio país. La realidad plasmada en los noticieros, en las cifras, en los datos, en las decapitaciones, en los secuestros, en la mano mutilada de una joven, en el operativo de Ciudad Júarez, en el despliegue de 25,000 tropas a lo largo de una docena de estados, en un sistema policial fragmentado y corrompido. Plasmada también en los enfrentamientos burocráticos entre las distintas entidades encargadas de combatir el crimen, en el congelamiento de las iniciativas contra el narcomenudeo y la extinción de dominio por pleitos partidistas, en lo que Alejandro Martí ha llamado “la corrupción y la indolencia” de la autoridades, en el hecho de que 85 por ciento de los crímenes no son denunciados y 98 por ciento no son resueltos, en los 450,000 dólares que el jefe de la Policía Federal Preventiva recibía de los carteles, en la percepción compartida por millones de mexicanos que se sienten inseguros y con razón. México no será un Estado fallido, pero es un Estado infiltrado. México no será Estado fallido, pero es un Estado acorralado. México no será un Estado fallido pero es un Estado mediocre, como ha sugerido Héctor Aguilar Camín.
Reconocerlo no significa quitarle mérito al gobierno de Felipe Calderón. El Presidente ha tenido el valor de encarar el problema de manera frontal y combatir las inercias acumuladas, algo que sus predecesores eludieron. Tan es así que cada crítica desde fuera a lo que está ocurriendo en México viene acompañada de una palmada en la espalda. Una y otra vez, Calderón es descrito como un hombre “osado”, “valiente”, “determinado”, “comprometido”. La preocupación estadounidense no se centra en los atributos personales del Presidente, sino en la eficacia de su estrategia. La pregunta para muchos al norte del Río Bravo no es si Felipe Calderón tiene las agallas suficientes para pelear esta guerra, sino si cuenta con los instrumentos suficientes para librarla. Nadie le regatea a Calderón los aplausos por las extradiciones y los decomisos y las aprehensiones y los operativos. La duda —tanto estadounidense como mexicana— es si eso bastará para contener el avance del narcotráfico y la expansión del crimen organizado. A pesar de los mejores esfuerzos del Presidente y del Ejército, el cáncer crece. A pesar de todo lo anunciado, celebrado y promovido, la metástasis continua. El consumo de cocaína en México aumenta. Desde principios del 2008, más de 7,000 personas han muerto y no consuela que se busque minimizar el impacto de la cifra, diciéndonos que la mayoría de ellos eran criminales. Más de 450,000 personas están involucradas en el cultivo, procesamiento y distribución de drogas. En ciertas zonas de algunas ciudades el narco se ha vuelto la la única autoridad y usa su poder para extorsionar y secuestrar. En lugares como Ciudad Juárez, “los Zetas” controlan a la policía y a los reclusorios. Sólo el 1 por ciento del narcolavado es detectado. La posibilidad de un “narco-presidente” ha sido reconocida incluso en Los Pinos. Más de 230 ciudades estadounidense albergan redes criminales vinculadas con el narcotráfico. Phoenix se ha vuelto la capital del secuestro en Estados Unidos, producto de la presencia de los carteles mexicanos allí.
Por ello, no sorprende que finalmente Estados Unidos despierte de su letargo, dado que su propio bosque comienza a arder también. En su libro El Oso y el Puercoespín, Jeffrey Davidow —el ex embajador de Estados Unidos en México— describe a su país como un animal arrogante y auto-suficiente, propenso a hibernar durante periodos prolongados. El oso provoca el enojo del puercoespín cuando no presta atención a su vecino o ignora el daño que produce su propio comportamiento. Pero ahora —a veces de manera torpe, a veces de manera desconsiderada, a veces de manera ignorante— comienza a hacerlo. El reconocimiento de responsabilidades compartidas está allí, evidenciado en la nueva actitud de “co-responsabilidad” que Hillary Clinton traerá consigo durante su visita esta semana. El reconocimiento de la culpa compartida está allí, evidenciado en el anuncio de iniciativas para combatir el flujo de armas y de dinero a lo largo de la frontera. Ante ese cambio, Felipe Calderón haría bien en entender que México necesita toda la ayuda que pueda obtener. Y haría mal en sacar las púas y rechazarla.—
Sin duda, México ha recibido una andanada de críticas en tiempos recientes: el artículo titulado “Mexico: The Next Disaster?” en la revista “Forbes”; el reporte alarmista de la consultoría Sratfor; las declaraciones de altos funcionarios estadounidenses en torno a la posibilidad de un “Estado fallido”; las ocho audiencias en el Congreso estadounidense donde personas con credibilidad como el procurador general de Arizona, Terry Goddard, afirman que “no estamos ganando esta batalla”; el segmento sobre México en el famoso programa de televisión “Sixty Minutes”; el artículo sobre el narcotráfico en la revista “The Economist”, las afirmaciones de Dennis Blair —director de Inteligencia Nacional— sugieriendo que los capos de la droga obstaculizan la capacidad de gobernar partes del territorio nacional. México empieza a ocupar las primeras planas y se vuelve un motivo principal de preocupación al norte de la frontera.
Pero todo eso no es parte de una campaña orquestada con motivos oscuros. No es el preludio de una invasión o un nuevo ejemplo de humillación. La cobertura constituye una respuesta a la realidad reflejada, vivida, padecida, día tras día en nuestro propio país. La realidad plasmada en los noticieros, en las cifras, en los datos, en las decapitaciones, en los secuestros, en la mano mutilada de una joven, en el operativo de Ciudad Júarez, en el despliegue de 25,000 tropas a lo largo de una docena de estados, en un sistema policial fragmentado y corrompido. Plasmada también en los enfrentamientos burocráticos entre las distintas entidades encargadas de combatir el crimen, en el congelamiento de las iniciativas contra el narcomenudeo y la extinción de dominio por pleitos partidistas, en lo que Alejandro Martí ha llamado “la corrupción y la indolencia” de la autoridades, en el hecho de que 85 por ciento de los crímenes no son denunciados y 98 por ciento no son resueltos, en los 450,000 dólares que el jefe de la Policía Federal Preventiva recibía de los carteles, en la percepción compartida por millones de mexicanos que se sienten inseguros y con razón. México no será un Estado fallido, pero es un Estado infiltrado. México no será Estado fallido, pero es un Estado acorralado. México no será un Estado fallido pero es un Estado mediocre, como ha sugerido Héctor Aguilar Camín.
Reconocerlo no significa quitarle mérito al gobierno de Felipe Calderón. El Presidente ha tenido el valor de encarar el problema de manera frontal y combatir las inercias acumuladas, algo que sus predecesores eludieron. Tan es así que cada crítica desde fuera a lo que está ocurriendo en México viene acompañada de una palmada en la espalda. Una y otra vez, Calderón es descrito como un hombre “osado”, “valiente”, “determinado”, “comprometido”. La preocupación estadounidense no se centra en los atributos personales del Presidente, sino en la eficacia de su estrategia. La pregunta para muchos al norte del Río Bravo no es si Felipe Calderón tiene las agallas suficientes para pelear esta guerra, sino si cuenta con los instrumentos suficientes para librarla. Nadie le regatea a Calderón los aplausos por las extradiciones y los decomisos y las aprehensiones y los operativos. La duda —tanto estadounidense como mexicana— es si eso bastará para contener el avance del narcotráfico y la expansión del crimen organizado. A pesar de los mejores esfuerzos del Presidente y del Ejército, el cáncer crece. A pesar de todo lo anunciado, celebrado y promovido, la metástasis continua. El consumo de cocaína en México aumenta. Desde principios del 2008, más de 7,000 personas han muerto y no consuela que se busque minimizar el impacto de la cifra, diciéndonos que la mayoría de ellos eran criminales. Más de 450,000 personas están involucradas en el cultivo, procesamiento y distribución de drogas. En ciertas zonas de algunas ciudades el narco se ha vuelto la la única autoridad y usa su poder para extorsionar y secuestrar. En lugares como Ciudad Juárez, “los Zetas” controlan a la policía y a los reclusorios. Sólo el 1 por ciento del narcolavado es detectado. La posibilidad de un “narco-presidente” ha sido reconocida incluso en Los Pinos. Más de 230 ciudades estadounidense albergan redes criminales vinculadas con el narcotráfico. Phoenix se ha vuelto la capital del secuestro en Estados Unidos, producto de la presencia de los carteles mexicanos allí.
Por ello, no sorprende que finalmente Estados Unidos despierte de su letargo, dado que su propio bosque comienza a arder también. En su libro El Oso y el Puercoespín, Jeffrey Davidow —el ex embajador de Estados Unidos en México— describe a su país como un animal arrogante y auto-suficiente, propenso a hibernar durante periodos prolongados. El oso provoca el enojo del puercoespín cuando no presta atención a su vecino o ignora el daño que produce su propio comportamiento. Pero ahora —a veces de manera torpe, a veces de manera desconsiderada, a veces de manera ignorante— comienza a hacerlo. El reconocimiento de responsabilidades compartidas está allí, evidenciado en la nueva actitud de “co-responsabilidad” que Hillary Clinton traerá consigo durante su visita esta semana. El reconocimiento de la culpa compartida está allí, evidenciado en el anuncio de iniciativas para combatir el flujo de armas y de dinero a lo largo de la frontera. Ante ese cambio, Felipe Calderón haría bien en entender que México necesita toda la ayuda que pueda obtener. Y haría mal en sacar las púas y rechazarla.—
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