Memoria es identidad. No sólo porque hay algo de cierto en aquellos viejos lugares comunes: “quien no conoce su historia está obligado a repetirla” o “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con el mismo obstáculo”, sino porque aprisionados en el inasible momento presente, estamos compuestos de dos tiempos, el primero que ya no existe pero nos conforma y nos justifica, y el segundo, que irremediablemente llegará, pero es siempre una esperanza. Somos lo que recordamos y la forma en que lo hacemos, lo que añadimos y quitamos a la manera en que el pasado se nos presenta a modo de recordación y reconstrucción.
En este año, celebraremos los 150 de las Leyes de Reforma. Tal vez la inminencia del Centenario y del Bicentenario opaquen la gesta liberal y, sin embargo, importa señalar que el liberalismo decimonónico es una prolongación de la guerra de Independencia. Que, en realidad, consumamos nuestra auténtica libertad cuando logramos el comienzo de la conquista de nuestra identidad, esto es, al lograr un grado de maduración suficiente para proclamarnos una república laica y federal, ello, como bien lo apunta O’Gorman, significó el fin de la supervivencia política novohispana; también es necesario decir que la Revolución —más allá del movimiento que provocó la caída de la dictadura— no hubiera sido posible sin el ejemplo y sin los ideales del liberalismo mexicano de hecho. No se puede omitir que la Revolución nace como una exigencia de hacer cumplir la Carta Magna de 1857, luego de revisarla y, finalmente, de incorporar elementos sociales a la construcción de la ciudadanía que Juárez y sus colaboradores habían dibujado en el movimiento de la Reforma.
El año pasado, la Facultad de Derecho de la UNAM volvió a publicar uno de los textos menos conocidos de Martín Luis Guzmán: el libro Necesidad de cumplir las Leyes de Reforma, que es un texto misceláneo en el cual conviven crónicas, artículos, conferencias y discursos en torno a un eje conceptual, el papel de las Leyes de Reforma en la confrontación del Estado mexicano y de la identidad nacional. No es un texto tímido ni un alegato con contemplaciones, sino desnudo, confrontador y hasta combativo, esgrimido en un momento histórico cuando las pasiones revolucionarias parecían ya domadas, pero que todavía ocultaban graves desencuentros y visiones opuestas de la nación y del futuro. La idea de esta reedición no era sólo rendir, en el Año de Juárez, un homenaje al Benemérito en su bicentenario y a los hombres de la Reforma, pero, más allá de ese reconocimiento, se trata de un cuestionamiento sobre el rumbo de la República, sobre nuestras ideas y hasta acerca de nuestras contradicciones.
Hablar hoy de las Leyes de Reforma no es avivar odios añejos ni siquiera remover heridas que de tan antiguas se antojan desaparecidas, sino volver a la identidad por la que muchos, muchísimos mexicanos, derramaron su sangre. Significa replantearnos el valor y el alcance de los pactos fundamentales que a lo largo de nuestra historia hemos alcanzado los mexicanos para hacerlos permanentes y constituir una base de nuestro futuro y, sobre todo, ofrecer un hogar a las próximas generaciones.
Concebir, adaptar y establecer el Estado laico, es una de las mayores gestas de la historia nacional. Una laicidad ciudadana, sin odios ni exclusivismos, basada en la libertad y el respeto y no en la venganza, es uno de los logros que permitieron el desarrollo de la cultura nacional. No podríamos explicar a un Alfonso Reyes haciendo una disección de nuestra cultura e invocando sus raíces clásicas o a un Carlos Fuentes convirtiendo a la Ciudad de México en un personaje multifacético, lacerado y siempre esperanzado ni un Diego Rivera ni Silvestre Revueltas hubieran sido posibles. México es hoy un país y una cultura múltiple, porque hemos sido capaces de destruir antiguos atavismos para ofrecer libertad de pensamiento, expresión y creencia, hijas del carácter laico de nuestro Estado.
Quienes han querido construir una leyenda negra de la Reforma se basan en el enorme potencial destructivo que acumularon liberales y conservadores en su guerra, no sólo por el poder, sino por la identidad de un pueblo. De ella nacieron medias verdades, como la de que nuestro federalismo resultaba de una copia extralógica del de EU. Nada más lejano de la realidad histórica. Aquél, fue un intento para reunir aquello que por naturaleza estaba disgregado, dar unidad a una serie de colonias que apenas tenían algo en común. El nuestro es un federalismo nacido para destruir el centralismo ingente que 300 años de vida monárquica nos legaron, pero, sobre todo, es semilla, esto es, un aprendizaje de siglos, un aprendizaje de respeto por las diferencias, las identidades y la construcción de un futuro común en las diferencias. Hoy vivimos un federalismo más intenso que hace décadas y sin duda más firme que el proclamado en 1824 y no por decisión de los gobiernos, sino porque las entidades federativas y sus ciudadanos hemos alcanzado pactos de madurez política que nos han permitido enfrentar condiciones que hubieran exterminado a estados con menos tradición o menor fortaleza.
Rememorar los tiempos, personajes y condiciones que hicieron posibles las Leyes de Reforma es celebrar el carácter de nuestro pueblo y su identidad, siempre por concluir, siempre por hacer, pero siempre sobre bases firmes.
En este año, celebraremos los 150 de las Leyes de Reforma. Tal vez la inminencia del Centenario y del Bicentenario opaquen la gesta liberal y, sin embargo, importa señalar que el liberalismo decimonónico es una prolongación de la guerra de Independencia. Que, en realidad, consumamos nuestra auténtica libertad cuando logramos el comienzo de la conquista de nuestra identidad, esto es, al lograr un grado de maduración suficiente para proclamarnos una república laica y federal, ello, como bien lo apunta O’Gorman, significó el fin de la supervivencia política novohispana; también es necesario decir que la Revolución —más allá del movimiento que provocó la caída de la dictadura— no hubiera sido posible sin el ejemplo y sin los ideales del liberalismo mexicano de hecho. No se puede omitir que la Revolución nace como una exigencia de hacer cumplir la Carta Magna de 1857, luego de revisarla y, finalmente, de incorporar elementos sociales a la construcción de la ciudadanía que Juárez y sus colaboradores habían dibujado en el movimiento de la Reforma.
El año pasado, la Facultad de Derecho de la UNAM volvió a publicar uno de los textos menos conocidos de Martín Luis Guzmán: el libro Necesidad de cumplir las Leyes de Reforma, que es un texto misceláneo en el cual conviven crónicas, artículos, conferencias y discursos en torno a un eje conceptual, el papel de las Leyes de Reforma en la confrontación del Estado mexicano y de la identidad nacional. No es un texto tímido ni un alegato con contemplaciones, sino desnudo, confrontador y hasta combativo, esgrimido en un momento histórico cuando las pasiones revolucionarias parecían ya domadas, pero que todavía ocultaban graves desencuentros y visiones opuestas de la nación y del futuro. La idea de esta reedición no era sólo rendir, en el Año de Juárez, un homenaje al Benemérito en su bicentenario y a los hombres de la Reforma, pero, más allá de ese reconocimiento, se trata de un cuestionamiento sobre el rumbo de la República, sobre nuestras ideas y hasta acerca de nuestras contradicciones.
Hablar hoy de las Leyes de Reforma no es avivar odios añejos ni siquiera remover heridas que de tan antiguas se antojan desaparecidas, sino volver a la identidad por la que muchos, muchísimos mexicanos, derramaron su sangre. Significa replantearnos el valor y el alcance de los pactos fundamentales que a lo largo de nuestra historia hemos alcanzado los mexicanos para hacerlos permanentes y constituir una base de nuestro futuro y, sobre todo, ofrecer un hogar a las próximas generaciones.
Concebir, adaptar y establecer el Estado laico, es una de las mayores gestas de la historia nacional. Una laicidad ciudadana, sin odios ni exclusivismos, basada en la libertad y el respeto y no en la venganza, es uno de los logros que permitieron el desarrollo de la cultura nacional. No podríamos explicar a un Alfonso Reyes haciendo una disección de nuestra cultura e invocando sus raíces clásicas o a un Carlos Fuentes convirtiendo a la Ciudad de México en un personaje multifacético, lacerado y siempre esperanzado ni un Diego Rivera ni Silvestre Revueltas hubieran sido posibles. México es hoy un país y una cultura múltiple, porque hemos sido capaces de destruir antiguos atavismos para ofrecer libertad de pensamiento, expresión y creencia, hijas del carácter laico de nuestro Estado.
Quienes han querido construir una leyenda negra de la Reforma se basan en el enorme potencial destructivo que acumularon liberales y conservadores en su guerra, no sólo por el poder, sino por la identidad de un pueblo. De ella nacieron medias verdades, como la de que nuestro federalismo resultaba de una copia extralógica del de EU. Nada más lejano de la realidad histórica. Aquél, fue un intento para reunir aquello que por naturaleza estaba disgregado, dar unidad a una serie de colonias que apenas tenían algo en común. El nuestro es un federalismo nacido para destruir el centralismo ingente que 300 años de vida monárquica nos legaron, pero, sobre todo, es semilla, esto es, un aprendizaje de siglos, un aprendizaje de respeto por las diferencias, las identidades y la construcción de un futuro común en las diferencias. Hoy vivimos un federalismo más intenso que hace décadas y sin duda más firme que el proclamado en 1824 y no por decisión de los gobiernos, sino porque las entidades federativas y sus ciudadanos hemos alcanzado pactos de madurez política que nos han permitido enfrentar condiciones que hubieran exterminado a estados con menos tradición o menor fortaleza.
Rememorar los tiempos, personajes y condiciones que hicieron posibles las Leyes de Reforma es celebrar el carácter de nuestro pueblo y su identidad, siempre por concluir, siempre por hacer, pero siempre sobre bases firmes.
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