La década pasada supuso un gran esfuerzo de construcción de instituciones que tuvieron la finalidad de impulsar, encauzar y consolidar el cambio democrático en el país. Se trató de una operación lenta y gradual que abarcó los más variados ámbitos de la vida pública y que fue transformando la cara del Estado.
En ocasiones se trató de edificar instituciones nuevas, en otras de transformar las ya existentes. Pero en todos los casos el sentido fue esencialmente el mismo: constituir órganos autónomos e independientes del Poder Ejecutivo, o bien fortalecer a otros poderes para propiciar un equilibrio en el ejercicio del poder estatal y para inyectar confianza, credibilidad e imparcialidad en ciertas funciones públicas que resultaban clave para procesar la democratización del país.
La razón de ser de esa decisión consistía en garantizar que ciertas funciones estratégicas no quedaran a merced de ciertos intereses políticos particulares que las utilizaran instrumentalmente para beneficiarse. Se trató, para decirlo de otra manera, de dotar de autonomía a esos órganos para vacunarlos frente a intereses de parte.
Así, en 1990 se crearon tanto la CNDH como el IFE y el Tribunal Electoral, que proporcionaron mecanismos de garantía y protección de los derechos fundamentales, así como para allanar la vía electoral para procesar pacífica y democráticamente las diferencias políticas.
En 1994 el Poder Judicial se vio sometido a una cirugía mayor que convirtió a la Suprema Corte de Justicia en un auténtico órgano garante de la constitucionalidad y que instituyó al Consejo de la Judicatura Federal como órgano de gobierno y disciplina de la justicia federal.
Ese mismo año se dotó de autonomía al Banco de México, con la finalidad de que decisiones eminentemente técnicas del gobierno económico del país no dependieran de los estados de ánimo de la política.
En ese mismo sentido debe leerse la creación, también en los años 90, de una serie de organismos desconcentrados que fueron dotados de autonomía (como la Comisión Federal de Competencia o la Cofetel).
Esa tarea de construcción institucional continuó en los primeros años de esta década con la creación del IFAI y del Conapred. Hasta el INEGI fue alcanzado por esa tendencia al establecerse hace unos años su estatus de órgano constitucional autónomo.
Sin embargo, en tiempos recientes se ha venido consolidando una tendencia regresiva y contraria a la que inspiró originalmente el surgimiento de esas instituciones. Tal parece que la autonomía, razón de ser de su origen, hoy molesta y es prescindible.
Ello se ha evidenciado en que el nombramiento de los titulares de esos órganos es hoy materia de las más burdas y bajas negociaciones, en las que parece que todo se reduce a repartirse, más o menos equitativamente, el pastel, teniendo en mente los meros intereses particulares de quienes “negocian” los nombramientos y no las cualidades de quienes tendrán en sus manos una responsabilidad de Estado. Prevalecen las cuotas y la búsqueda de correas de transmisión y no la de perfiles que estén a la altura del encargo.
Todo lo anterior es sumamente preocupante si se piensa que en este año deben nombrarse a dos ministros de la SCJN, a cuatro consejeros de la Judicatura Federal, al presidente de la CNDH, al gobernador del Banco de México y a dos comisionados del IFAI.
Ojalá que la propensión que se ha venido asentando y que evidencia una gran mezquindad y cortedad de miras se revierta, aunque parece que el nuevo deporte de quienes hacen política en nuestro país es la deconstrucción de instituciones, y en ese sentido hay pocas esperanzas de que las cosas cambien en el futuro.
En ocasiones se trató de edificar instituciones nuevas, en otras de transformar las ya existentes. Pero en todos los casos el sentido fue esencialmente el mismo: constituir órganos autónomos e independientes del Poder Ejecutivo, o bien fortalecer a otros poderes para propiciar un equilibrio en el ejercicio del poder estatal y para inyectar confianza, credibilidad e imparcialidad en ciertas funciones públicas que resultaban clave para procesar la democratización del país.
La razón de ser de esa decisión consistía en garantizar que ciertas funciones estratégicas no quedaran a merced de ciertos intereses políticos particulares que las utilizaran instrumentalmente para beneficiarse. Se trató, para decirlo de otra manera, de dotar de autonomía a esos órganos para vacunarlos frente a intereses de parte.
Así, en 1990 se crearon tanto la CNDH como el IFE y el Tribunal Electoral, que proporcionaron mecanismos de garantía y protección de los derechos fundamentales, así como para allanar la vía electoral para procesar pacífica y democráticamente las diferencias políticas.
En 1994 el Poder Judicial se vio sometido a una cirugía mayor que convirtió a la Suprema Corte de Justicia en un auténtico órgano garante de la constitucionalidad y que instituyó al Consejo de la Judicatura Federal como órgano de gobierno y disciplina de la justicia federal.
Ese mismo año se dotó de autonomía al Banco de México, con la finalidad de que decisiones eminentemente técnicas del gobierno económico del país no dependieran de los estados de ánimo de la política.
En ese mismo sentido debe leerse la creación, también en los años 90, de una serie de organismos desconcentrados que fueron dotados de autonomía (como la Comisión Federal de Competencia o la Cofetel).
Esa tarea de construcción institucional continuó en los primeros años de esta década con la creación del IFAI y del Conapred. Hasta el INEGI fue alcanzado por esa tendencia al establecerse hace unos años su estatus de órgano constitucional autónomo.
Sin embargo, en tiempos recientes se ha venido consolidando una tendencia regresiva y contraria a la que inspiró originalmente el surgimiento de esas instituciones. Tal parece que la autonomía, razón de ser de su origen, hoy molesta y es prescindible.
Ello se ha evidenciado en que el nombramiento de los titulares de esos órganos es hoy materia de las más burdas y bajas negociaciones, en las que parece que todo se reduce a repartirse, más o menos equitativamente, el pastel, teniendo en mente los meros intereses particulares de quienes “negocian” los nombramientos y no las cualidades de quienes tendrán en sus manos una responsabilidad de Estado. Prevalecen las cuotas y la búsqueda de correas de transmisión y no la de perfiles que estén a la altura del encargo.
Todo lo anterior es sumamente preocupante si se piensa que en este año deben nombrarse a dos ministros de la SCJN, a cuatro consejeros de la Judicatura Federal, al presidente de la CNDH, al gobernador del Banco de México y a dos comisionados del IFAI.
Ojalá que la propensión que se ha venido asentando y que evidencia una gran mezquindad y cortedad de miras se revierta, aunque parece que el nuevo deporte de quienes hacen política en nuestro país es la deconstrucción de instituciones, y en ese sentido hay pocas esperanzas de que las cosas cambien en el futuro.
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