sábado, 14 de marzo de 2009

MEXICANOS EN EL ÍNDEX

FERNANDO SERRANO MIGALLÓN

Los lectores tenemos algunas aficiones un tanto extrañas, hacer listas es una de ellas; listas como las de los libros leídos o, mejor aún, las de los libros que todavía no leemos y nos gustaría leer; se trata de diminutos cánones menos pretenciosos que una bibliografía. Leer significa coleccionar, desde luego, imágenes, palabras, personajes y sucesos, coleccionar es uno de los vicios colaterales de la lectura; Alfonso Reyes pensaba que otro de esos vicios es escribir.
Sin embargo, pocas listas de autores han despertado tanta curiosidad, tanto encono y tanta pasión como el Índex Librorum Prohibitorum, vigente en la Iglesia católica desde el siglo XVI y hasta 1966 cuando, en pleno Vaticano II, Pablo VI prefirió quitarle su carácter coercitivo. Lo que parecía un acto de liberalismo y apertura, no era sino una actitud eminentemente práctica. De hecho, la prohibición de leer no desapareció, sino el carácter único del Índex. No dejó de ser pecaminosa la lectura de libros no recomendados porque el canon de la Iglesia que sigue considerando pecado leer libros peligrosos, inmorales o ateos, es todavía parte del derecho de la jerarquía católica. Es natural que, en una lista así, se pudiera encontrar un buen compendio de la avanzada intelectual de cada época, una especie de sindicado de los malditos, pero que gozaban de un prestigio especialmente simpático y particularmente admirable. No a pocos se les ocurriría acercarse a una de las muchas ediciones del Índex tan sólo para saber qué le hace falta para completar una buena formación liberal y humanista.
Hoy, el Índex se encuentra desperdigado, perdido y desunido. Una lástima si se considera el ingente esfuerzo que traía consigo leer y calificar una enorme cantidad de textos. Si la censura sigue y seguirá en la Iglesia, ello se debe a que así es su naturaleza y uno no puede abrigar muchas esperanzas de que las cosas cambien, pero el Índex no ha desaparecido, diversas pastorales en todas las diócesis tienen el suyo propio y muchas otras tienen sus directrices al respecto. De ellas circulan, en impreso y en internet, algunos manuales del buen católico de los cuales podemos reconstruir con mayor o menor exactitud aquella fabulosa colección. Desde luego, uno tiende a preguntarse, ¿qué mexicanos andarán por ahí gozando de fama y reconocimiento?
Groucho Marx decía que jamás se atrevería a ser socio de un club que lo admitiera como miembro, pero el Índex hizo lo contrario, lo incluyó a él y a otros grandes de muchas épocas y lugares, como Voltaire, Diderot, George Sand y Jean-Paul Sartre.
Por ejemplo, Ignacio Manuel Altamirano es un sobreviviente que ya en vida fue incluido en el Índex y que todavía no sale de él, su purgatorio ha sido largo. Otros, como Amado Nervo, también tienen ahí su plaza, aunque pensáramos en él como en un autor católico. Y aunque todos tengamos nuestro candidato al Índex, al menos por el honor de verlo ahí nombrado, de entre los grandes de las letras nacionales no encontramos a todos, pero sí a Octavio Paz y a muchos de sus libros. Los poetas tienden a ocupar muchas líneas del Índex, de ahí por ejemplo que se pueda encontrar a Homero Aridjis, cuyo libro El Señor de los últimos días está recomendado para la perdición de las buenas almas, cuando uno lo lee le cuesta trabajo encontrar el lugar por donde el lector puede caminar a los infiernos, pero ya se ve, inescrutables son los caminos del Señor. Por eso tampoco puede uno hacerse muchas preguntas y se encuentra con que algunos obispos son autores también censurados, como debía ser con don Sergio Méndez Arceo.
Las razones para entrar en el club no son pocas y, más que identificarlas, uno se puede encontrar con ciertas tendencias claras: por ejemplo, la Iglesia tiene una memoria larguísima, debido a eso, no se puede hablar mal de ella ni de la actual ni de la de hace 200 años, si no, a preguntarle a Fernando del Paso y a su novela, la más monumental de las escritas en México, Noticias del Imperio, o a Edmundo O’Gorman y Destierro de sombras. La censura, por otra parte, no simpatiza con las revoluciones, a causa de ello no tolera ni sus memorias ni las obras que se hacen en el entorno de su estética, de ahí Jesús Silva Herzog, Fernando Benítez y El rey viejo. A los censores tampoco les gustan las expresiones demasiado complicadas o modernas y ahí los paganos son Arturo Azuela, Paco Ignacio Taibo, Emilio Carballido, Gonzalo Celorio o Juan García Ponce.
Tampoco dispone de buen ánimo para los periodistas y los escritores del periodismo literario, como Jorge Ibargüengoitia, Luis Spota, Elena Poniatowska o Vicente Leñero. Leñero tal vez merezca un alto especial por su Evangelio de Lucas Gavilán, adaptación del Evangelio —lo más transparentemente posible— al siglo XX mexicano, pero que no parece satisfacer las obras recomendadas con el fin de reconfortar el espíritu, vaya, ni los rincones más íntimos de lo mexicano se escapan a la espada flamígera de las buenas conciencias y en algunos de esos manualitos contemporáneos podremos encontrarnos con Ángeles Mastretta y su Arráncame la vida. Lo que queda muy claro es que a las buenas conciencias les choca en lo más profundo las visiones científicas y humanistas de la realidad y de ahí que Santiago Genovés, Eli de Gortari, Carlos Monsiváis, Ricardo Pozas, Francisco Rebolledo, Adolfo Sánchez Vázquez y Rodolfo Stavenhagen, se vean incluidos en el club de los malqueridos.
Sin embargo, cerraremos con un autor joven, contemporáneo, brillante y con una letra envidiable, vaya, si en el infierno dan ganas de leer, no estaría mal emprenderla con En busca de Klingsor, de Jorge Volpi.

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