El pasado viernes el IFE publicó en el Diario Oficial su manual de percepciones y salarios sin incorporar las adecuaciones que reflejaran la decisión de dar marcha atrás a la intentona de aumentar los salarios de los consejeros electorales en más de 90% (no de 46%, como equivocadamente difundió el propio instituto).
Eso, en estricto derecho, deja abierta la puerta a que en el futuro inmediato los consejeros efectivamente se aumenten sus sueldos. Queda sólo el compromiso público manifestado por ellos en una rueda de prensa de que esos incrementos salariales no serán aplicados, compromisos que, vale la pena subrayarlo, no generan, hasta ahora, ningún vínculo jurídico. Más allá de lo escandaloso del caso, una buena noticia es que, a pesar de todo, sí existe todavía una opinión pública con capacidad de indignación como se evidenció a lo largo de los días siguientes.
Estoy consciente de que mucho se ha dicho sobre el punto, pero la sorprendente publicación en el Diario Oficial del acuerdo original supone la obligación moral de no quitar el dedo del renglón hasta que no se publique una fe de erratas que cierre definitivamente ese capítulo.
En efecto, no se trata, como lo han repetido hasta el cansancio algunos consejeros, de un asunto de legalidad. Desde 1996, el artículo 41 de la Constitución prevé que la remuneración de los consejeros será igual a la de los ministros de la SCJN. Se trata, en cambio, de un asunto de inmoralidad (contrario a lo dicho por el consejero presidente), de falta de oportunidad, sensibilidad política y social, y también de incomprensión del sentido del servicio público y de la situación por la que pasa el IFE.
Que un funcionario del Estado gane más de 200 veces el salario mínimo es, por donde quiera verse inmoral, y no se vale escudarse, como en el caso concreto, en la inmoralidad de otros —los ministros de la Suprema Corte.
Además, por más de una década prevaleció en el IFE una decisión política de no homologar los sueldos de los consejeros a los exorbitantes ingresos de los ministros, misma que respondía una estrategia elemental: por las delicadas funciones que el IFE desarrolla, el tema de los sueldos es un flanco débil que siempre se procuró proteger, pues la manera más fácil de descalificar la tarea de un funcionario y, por ende, la autoridad que representa, viene del plano del dinero.
Pero la decisión del aumento salarial también fue desafortunada e incluso irresponsable si se piensan los frentes que se abrieron para el IFE.
Por un lado, se les dio parque a los detractores del instituto (que hoy son muchos y muy poderosos); basta ver el regocijo y el ensañamiento de Javier Alatorre, en Canal 13, el día en que se dio a conocer la noticia.
Por otro lado, se volvió a minar la percepción pública del IFE, justo cuando el instituto se encontraba en un proceso lento y complejo para reconstruir la confianza ciudadana gravemente erosionada luego de 2006.
Finalmente, debe considerarse el desgaste interno que la decisión supuso para el propio IFE. No debemos olvidar que estamos hablando de un órgano cuyo tejido institucional está muy lastimado desde hace algunos años. En ese sentido, para el personal del servicio profesional del instituto (los técnicos en cuyas manos recae la operación y realización de la elección) no debe haber sido una grata noticia el incremento salarial de los nueve consejeros ni el escarnio público que se suscitó a raíz de ello.
Al IFE hay que cuidarlo todos, es un patrimonio colectivo; pero esa es una responsabilidad que recae, en primera instancia, en quienes lo encabezan, de ahí lo inexplicable de su decisión.
Eso, en estricto derecho, deja abierta la puerta a que en el futuro inmediato los consejeros efectivamente se aumenten sus sueldos. Queda sólo el compromiso público manifestado por ellos en una rueda de prensa de que esos incrementos salariales no serán aplicados, compromisos que, vale la pena subrayarlo, no generan, hasta ahora, ningún vínculo jurídico. Más allá de lo escandaloso del caso, una buena noticia es que, a pesar de todo, sí existe todavía una opinión pública con capacidad de indignación como se evidenció a lo largo de los días siguientes.
Estoy consciente de que mucho se ha dicho sobre el punto, pero la sorprendente publicación en el Diario Oficial del acuerdo original supone la obligación moral de no quitar el dedo del renglón hasta que no se publique una fe de erratas que cierre definitivamente ese capítulo.
En efecto, no se trata, como lo han repetido hasta el cansancio algunos consejeros, de un asunto de legalidad. Desde 1996, el artículo 41 de la Constitución prevé que la remuneración de los consejeros será igual a la de los ministros de la SCJN. Se trata, en cambio, de un asunto de inmoralidad (contrario a lo dicho por el consejero presidente), de falta de oportunidad, sensibilidad política y social, y también de incomprensión del sentido del servicio público y de la situación por la que pasa el IFE.
Que un funcionario del Estado gane más de 200 veces el salario mínimo es, por donde quiera verse inmoral, y no se vale escudarse, como en el caso concreto, en la inmoralidad de otros —los ministros de la Suprema Corte.
Además, por más de una década prevaleció en el IFE una decisión política de no homologar los sueldos de los consejeros a los exorbitantes ingresos de los ministros, misma que respondía una estrategia elemental: por las delicadas funciones que el IFE desarrolla, el tema de los sueldos es un flanco débil que siempre se procuró proteger, pues la manera más fácil de descalificar la tarea de un funcionario y, por ende, la autoridad que representa, viene del plano del dinero.
Pero la decisión del aumento salarial también fue desafortunada e incluso irresponsable si se piensan los frentes que se abrieron para el IFE.
Por un lado, se les dio parque a los detractores del instituto (que hoy son muchos y muy poderosos); basta ver el regocijo y el ensañamiento de Javier Alatorre, en Canal 13, el día en que se dio a conocer la noticia.
Por otro lado, se volvió a minar la percepción pública del IFE, justo cuando el instituto se encontraba en un proceso lento y complejo para reconstruir la confianza ciudadana gravemente erosionada luego de 2006.
Finalmente, debe considerarse el desgaste interno que la decisión supuso para el propio IFE. No debemos olvidar que estamos hablando de un órgano cuyo tejido institucional está muy lastimado desde hace algunos años. En ese sentido, para el personal del servicio profesional del instituto (los técnicos en cuyas manos recae la operación y realización de la elección) no debe haber sido una grata noticia el incremento salarial de los nueve consejeros ni el escarnio público que se suscitó a raíz de ello.
Al IFE hay que cuidarlo todos, es un patrimonio colectivo; pero esa es una responsabilidad que recae, en primera instancia, en quienes lo encabezan, de ahí lo inexplicable de su decisión.
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