Si algún movimiento o grupo social logró avances considerables a lo largo del siglo XX es el de las mujeres. Ver la matrícula de los centros de educación superior, las cifras del mercado laboral, e incluso en mucho menor medida los cargos de representación política, ilustran de un equilibrio creciente entre hombres y mujeres. Y en el mundo privado e incluso íntimo, el acceso a los métodos anticonceptivos, las libertades y derechos ejercidos o la apropiación del expediente del divorcio, han repercutido en mayores márgenes de autonomía para trazar su propia vida.
Por supuesto no se trata de todas las mujeres ni en todas las circunstancias. Privan aún prejuicios, formas de discriminación, barreras tradicionales, que aunadas a condiciones materiales de vida más que precarias, impiden que millones de mujeres puedan apropiarse y ejercer sus derechos, pero visto en forma panorámica los cambios son notorios y en general para bien, es decir, para equilibrar las relaciones, para dinamitar la subordinación, para incrementar la libertad.
Sin embargo, y a pesar de los muy diversos logros, persiste lo que quizá sea la marca más lamentable y alevosa en un buen número de relaciones familiares: la violencia contra las mujeres. Se trata de una conducta alevosa (por decirlo de manera leve), porque el espacio que debería ser una fortaleza protectora, un refugio, se convierte en su contrario: un infierno del que no siempre se puede escapar, por los complejos hilos de dependencia, amor, odio, inseguridad, agobio, y súmele usted. Y lamentable (otra vez un calificativo casi trivial) porque arruina la vida de millones de mujeres.
Como en aquella película española de Iciar Bollaín, Te doy mis ojos, en la cual la mujer víctima de la violencia de su amorosa pareja, tiene no sólo que preocuparse de los arranques de furia de su esposo y atreverse a romper con él, sino que además está obligada a navegar contra las aguas de un entorno complaciente, acostumbrado a callar y mirar hacia otro lado, o que observa las reiteradas agresiones como un mal menor que no merece ser exhibido.
Según la Encuesta Nacional sobre Violencia Contra las Mujeres que auspició la Secretaría de Salud en 2003 entre las usuarias de los servicios de las instituciones de salud, una de cada 5 sufría violencia de su pareja, una de cada 3 había soportado violencia por parte de su pareja en algún período, y 2 de cada 3 habían sido víctimas de la violencia en algún momento de su vida. A la pregunta ¿alguna vez ha experimentado una relación violenta?, el 25.8 por ciento contestó que sí. En el 74 por ciento de los casos los responsables eran las parejas, en otro 30 los causantes eran los padres (suman más de 100 porque una misma mujer puede haber resentido violencia de ambas partes) y sólo en el 3.6 por ciento de los casos los culpables se encontraban fuera del círculo familiar.
Ese pequeño e impertinente dato resulta estratégico porque ilustra que, contra lo que suele pensarse, una mujer tiene menos probabilidades de sufrir alguna relación violenta fuera del ambiente familiar que en el que se supone es su círculo de protección. En esa misma encuesta se encontró que la fuente primera de la violencia era precisamente la casa familiar. El 42.2 por ciento de las encuestadas afirmó que habían sido golpeadas por padres o familiares, el 21.4 habían recibido insultos y el 16.5 habían sido "humilladas".
En fecha más reciente, la Encuesta Nacional de Violencia en las Relaciones de Noviazgo que el Instituto Mexicano de la Juventud realizó en 2007 entre jóvenes de 15 a 24 años solteros, encontró que en el 15 por ciento de las relaciones se habían producido episodios de violencia física, en el 76 por ciento actos de violencia "psicológica" y en el 16.5 violencia sexual. El 9 por ciento de los jóvenes encuestados habían recibido golpes en sus hogares y el 21.3 por ciento reconoció que en sus hogares los insultos se prodigaban con generosidad. En el 42.6 por ciento del padre hacia la madre, en el 44.3 entre ambos y sólo en el 5 de la madre al padre. Cuando se les preguntó quién insultaba a los jóvenes, el 79.2 por ciento respondió que los padres.
Son datos crudos que deben servir para asumir que así como la familia puede ser una trama de relaciones cálidas, de apoyo y respeto mutuo, que permiten y facilitan el desarrollo y fortaleza de sus integrantes, puede ser también su contrario: una serie de nudos que combinan no escasas relaciones de dependencia, abuso y violencia.
Ofrecer visibilidad pública a esos fenómenos es quizá lo primero que debe hacerse, porque aunque en muchos casos se trata de delitos tipificados en los códigos penales, lo más difícil es que la víctima se atreva a denunciarlos porque se encuentra apresada en una especie de tela de araña en la que se combinan algunos gramos de afecto con otros de amenazas, unas pizca de protección con otras de maltrato, un techo y unos palos.
(Una exigua contribución a las ceremonias conmemorativas del Día Internacional de la Mujer).
Por supuesto no se trata de todas las mujeres ni en todas las circunstancias. Privan aún prejuicios, formas de discriminación, barreras tradicionales, que aunadas a condiciones materiales de vida más que precarias, impiden que millones de mujeres puedan apropiarse y ejercer sus derechos, pero visto en forma panorámica los cambios son notorios y en general para bien, es decir, para equilibrar las relaciones, para dinamitar la subordinación, para incrementar la libertad.
Sin embargo, y a pesar de los muy diversos logros, persiste lo que quizá sea la marca más lamentable y alevosa en un buen número de relaciones familiares: la violencia contra las mujeres. Se trata de una conducta alevosa (por decirlo de manera leve), porque el espacio que debería ser una fortaleza protectora, un refugio, se convierte en su contrario: un infierno del que no siempre se puede escapar, por los complejos hilos de dependencia, amor, odio, inseguridad, agobio, y súmele usted. Y lamentable (otra vez un calificativo casi trivial) porque arruina la vida de millones de mujeres.
Como en aquella película española de Iciar Bollaín, Te doy mis ojos, en la cual la mujer víctima de la violencia de su amorosa pareja, tiene no sólo que preocuparse de los arranques de furia de su esposo y atreverse a romper con él, sino que además está obligada a navegar contra las aguas de un entorno complaciente, acostumbrado a callar y mirar hacia otro lado, o que observa las reiteradas agresiones como un mal menor que no merece ser exhibido.
Según la Encuesta Nacional sobre Violencia Contra las Mujeres que auspició la Secretaría de Salud en 2003 entre las usuarias de los servicios de las instituciones de salud, una de cada 5 sufría violencia de su pareja, una de cada 3 había soportado violencia por parte de su pareja en algún período, y 2 de cada 3 habían sido víctimas de la violencia en algún momento de su vida. A la pregunta ¿alguna vez ha experimentado una relación violenta?, el 25.8 por ciento contestó que sí. En el 74 por ciento de los casos los responsables eran las parejas, en otro 30 los causantes eran los padres (suman más de 100 porque una misma mujer puede haber resentido violencia de ambas partes) y sólo en el 3.6 por ciento de los casos los culpables se encontraban fuera del círculo familiar.
Ese pequeño e impertinente dato resulta estratégico porque ilustra que, contra lo que suele pensarse, una mujer tiene menos probabilidades de sufrir alguna relación violenta fuera del ambiente familiar que en el que se supone es su círculo de protección. En esa misma encuesta se encontró que la fuente primera de la violencia era precisamente la casa familiar. El 42.2 por ciento de las encuestadas afirmó que habían sido golpeadas por padres o familiares, el 21.4 habían recibido insultos y el 16.5 habían sido "humilladas".
En fecha más reciente, la Encuesta Nacional de Violencia en las Relaciones de Noviazgo que el Instituto Mexicano de la Juventud realizó en 2007 entre jóvenes de 15 a 24 años solteros, encontró que en el 15 por ciento de las relaciones se habían producido episodios de violencia física, en el 76 por ciento actos de violencia "psicológica" y en el 16.5 violencia sexual. El 9 por ciento de los jóvenes encuestados habían recibido golpes en sus hogares y el 21.3 por ciento reconoció que en sus hogares los insultos se prodigaban con generosidad. En el 42.6 por ciento del padre hacia la madre, en el 44.3 entre ambos y sólo en el 5 de la madre al padre. Cuando se les preguntó quién insultaba a los jóvenes, el 79.2 por ciento respondió que los padres.
Son datos crudos que deben servir para asumir que así como la familia puede ser una trama de relaciones cálidas, de apoyo y respeto mutuo, que permiten y facilitan el desarrollo y fortaleza de sus integrantes, puede ser también su contrario: una serie de nudos que combinan no escasas relaciones de dependencia, abuso y violencia.
Ofrecer visibilidad pública a esos fenómenos es quizá lo primero que debe hacerse, porque aunque en muchos casos se trata de delitos tipificados en los códigos penales, lo más difícil es que la víctima se atreva a denunciarlos porque se encuentra apresada en una especie de tela de araña en la que se combinan algunos gramos de afecto con otros de amenazas, unas pizca de protección con otras de maltrato, un techo y unos palos.
(Una exigua contribución a las ceremonias conmemorativas del Día Internacional de la Mujer).
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