La renuncia del embajador de Estados Unidos, Carlos Pascual, era previsible. Lo importante no es el fin de su misión en México, sino las lecciones que deja la crisis político-diplomática que lo precedió. Mucho da para reflexionar la facilidad con que prendió en la clase política mexicana la animosidad hacia el embajador, lo poco que informa el presidente sobre la dimensión de los acuerdos con Estados Unidos en materia de seguridad, la inconsistencia entre los reclamos de soberanía y la realidad de la dependencia, la ignorancia sobre las tareas propias del oficio diplomático y la dimensión que debe otorgarse a WikiLeaks. Es posible que haya quien se sienta triunfador por haber obligado a la salida del embajador. No comparto esos sentimientos. La crisis diplomática que llevó a su renuncia es signo de la incapacidad mexicana para conducir adecuadamente la relación con el país que mayormente influye en el destino de la vida nacional. Ha sido oportunidad para tomar conciencia de hasta dónde domina la percepción puramente coyuntural, se carece de visión de largo plazo y hay una alarmante confusión sobre lo que se busca en la relación con Estados Unidos. Esta crisis fue también ocasión para conocer mejor la visión que tienen los actuales dirigentes estadunidenses de la relación con México. La carta de Hillary Clinton aceptando “con pesar” la renuncia del embajador Pascual es un documento interesante que al evaluar su trabajo permite identificar las tareas que se le habían asignado. Eran varias: algunas relativas a la cooperación en materia de energías renovables, otras a los cruces fronterizos, y las más conocidas, las relacionadas con la Iniciativa Mérida y los compromisos consiguientes en materia de derechos humanos y mejoramiento del sistema de justicia en México. Es una lista larga, pero en realidad poco sustantiva. No aparecen allí, puesto que es un documento destinado a ser público, las tareas relativas a cuestiones de inteligencia. Tampoco se encuentra allí la preocupación por el destino del desarrollo económico de México y sus impactos sociales; esto último es, sin embargo, lo que verdaderamente debería interesar a los dirigentes estadunidenses. Dos países cuyas economías se hallan tan fuertemente vinculadas, con una frontera larga y transitada en la que tiene lugar el mayor número de cruces en el mundo, cuyos lazos en materia de seguridad se han fortalecido tanto en los últimos tiempos, requerirían de programas de cooperación más amplios. Por sólo dar algunos ejemplos: México fue el país que mayormente sufrió los efectos de la crisis económica más seria que se ha vivido desde la época de la Gran Depresión, cuya superación, principalmente en el terreno de la creación de empleo, todavía no está asegurada. ¿No hubiese sido conveniente instalar un grupo binacional de alto nivel, dedicado a proponer acciones conjuntas para recuperar el empleo, aumentar las exportaciones y elevar la competitividad en ambos países? Por otra parte, se sabe que está disminuyendo el número de estudiantes mexicanos que hacen posgrado en Estados Unidos, situación que contrasta vivamente con las políticas de países como Corea o China, que tienen programas cada vez más ambiciosos para la formación de sus nacionales en aquel país. ¿No sería deseable un programa de grandes dimensiones que ayude a México a formar cuadros en materia de ciencia y tecnología? ¿No serían esos cuadros bien preparados útiles para proyectos conjuntos? La secretaria Clinton no ha pensado en esos términos. Ahora bien, lo más grave es que los dirigentes y políticos mexicanos tampoco. Una rápida mirada sobre las múltiples declaraciones que se hicieron durante esta crisis exhibe la visión tan limitada que tienen el Ejecutivo y los senadores de todos los partidos políticos de la relación con Estados Unidos. Esta se ve como la ocasión para estar alertas, resistir presiones, mostrarse firmes. Detrás, un gran desconocimiento de la forma de operación del sistema político del país del norte y, por lo tanto, de los caminos a elegir para obtener resultados benéficos, para ser eficientes cuando se hacen propuestas, o simplemente para asegurar un diálogo respetuoso. En todo caso, el embajador Pascual ya se va. ¿Qué posibilidades hay de superar un diálogo centrado en los reclamos y la inmediatez? Muy pocas. Es muy probable que el próximo embajador tarde en llegar. Los procesos de nominación y ratificación por el Senado son largos en Estados Unidos, y es difícil creer que, en este caso, la administración de Obama tiene prisa. Durante meses la embajada estará a nivel de encargado de negocios, un interlocutor débil para los numerosos asuntos que se deben desahogar cotidianamente, entre ellos varios relativos a cuestiones de seguridad. En segundo lugar, se acercan las campañas presidenciales. Las posiciones partidistas, destinadas a mover con eslóganes y mensajes fáciles al electorado, contaminarán irremediablemente la relación política entre los dos países. De allá puede esperarse, de los grupos más conservadores del Partido Republicano, antimexicanismo ante los trabajadores migrantes, exigencias para asegurar la frontera, acusaciones de no haber cerrado la puerta a la violencia que puede alcanzarlos. De aquí puede esperarse, de todos los partidos, acusaciones de entreguismo, exaltación de actitudes patrióticas, exigencia de medidas que los dirigentes estadunidenses no pueden cumplir. En resumen, serán momentos de resentimientos y acusaciones mutuas entre México y Estados Unidos. Cuando el embajador Pascual tome su avión de regreso a Washington será tiempo de preguntarse: ¿Qué ganamos al haber levantado la animadversión hacia su presencia? ¿De verdad estamos mejor con su salida?
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