La prensa reporta esta semana que las empresas pertenecientes al grupo Carso han decidido dejar de anunciar su publicidad en los canales de Televisa y TV Azteca respectivamente. El motivo de tal decisión es el incremento de las tarifas que las televisoras venían cobrando al anunciante. Hasta ahí, se trata de decisiones de agentes económicos privados en el marco de los contratos que voluntariamente pueden establecer y dejar de sostener entre sí. (Dejemos de lado el hecho de que las empresas involucradas son competidoras directas en algunos mercados y que la subida de precios de los anuncios pueda ser resultado de disputas económicas). ¿Quién puede salir afectado del incremento de precios y de la posterior cancelación de los contratos?, sólo agentes económicos privados, por ejemplo, las empresas que perderían ingresos por publicidad, así como las que verían mermadas sus ventas al dejar de atraer clientes entre los espectadores de las televisoras y, eventualmente, algunos consumidores de los productos de Carso que cesarían de acceder a publicidad que les da elementos para realizar sus compras. Pero no más. Se trata de un desacuerdo alrededor de contratos privados entre particulares y son sus respectivos patrimonios los que están en juego.
Ahora bien, ¿qué ocurriría si ese criterio de contrato privado se aplicara a todo lo que se anuncia en TV, en particular a las campañas electorales? Que ante una subida unilateral de precios —cosa que ocurre con normalidad en mercados de escasa competencia, como es el de la televisión en nuestro país— el anunciante tenga que apechugar la tarifa incrementada —por exorbitante que sea— o bien salir del aire.
Miles y miles de productores no pueden acceder a publicidad en televisión y, ni hablar, así es el mercado. Pero no todo lo que se ve en las barras de publicidad de la televisión son mercancías. Es el caso de los mensajes de los partidos políticos. (Claro que hay quien se refiere a las elecciones como procesos de compra-venta, donde al elector se le asigna el papel de consumidor y los partidos y candidatos son vistos como productos, mas se trata de una mera metáfora, no muy afortunada por cierto, pues si bien el elector escoge el sentido de su voto, ello no implica que pague a través de un mecanismo de precios; y en el extremo de que se llegue a dar una contraprestación económica, la compra de votos, se trata de una práctica ilegal, tipificada como delito en el Código Penal).
Los mensajes de los partidos, entonces, no son mercancías, sino que contienen —o deben de contener— elementos para que los ciudadanos —que son mucho más que consumidores— tomen la decisión política más relevante en una democracia: quién debe ocupar los cargos de gobierno y de representación popular. Se trata de un asunto público, no privado, que por lo mismo no debe estar regido por criterios de mercado, sino de asegurar que independientemente de la capacidad económica de los partidos y candidatos puedan estar presentes tanto en las pantallas de la televisión y en las ondas de la radio.
Cabe recordar, en esta suerte de amnesia colectiva en la que a veces se vuelve o se pretende volver la discusión pública, que los partidos políticos son, por definición constitucional, entidades de interés publico. Esto es, no se trata de empresas privadas que participan en el mercado con fines de lucro y que, en ese sentido, tengan que atenerse a las estructuras y normas del mercado para acceder, a su vez, al mercado publicitario.
La reforma constitucional en materia electoral de 2007 eliminó la compra-venta de publicidad electoral, asegurando que los mensajes de las entidades de interés público, los partidos, lleguen a la ciudadanía sólo con cargo a los tiempos del Estado y con un criterio de igualdad —se transmite el mismo número de anuncios en todas las frecuencias— así como de equidad entre los participantes: es una fórmula determinada en la ley y no sujeta a las capacidades económicas de los partidos y candidatos.
El diferendo entre Carso y TV Azteca y Televisa es un buen ejemplo para volver a subrayar la pertinencia de la norma constitucional en lo que se refiere a la regulación de la publicidad electoral en radio y TV. Pues, al final, si la compra-venta de votos está prohibida en la ley, ¿por qué el proceso para decidir el sentido de voto debe sujetarse a un criterio de compra-venta de publicidad?
Ahora bien, ¿qué ocurriría si ese criterio de contrato privado se aplicara a todo lo que se anuncia en TV, en particular a las campañas electorales? Que ante una subida unilateral de precios —cosa que ocurre con normalidad en mercados de escasa competencia, como es el de la televisión en nuestro país— el anunciante tenga que apechugar la tarifa incrementada —por exorbitante que sea— o bien salir del aire.
Miles y miles de productores no pueden acceder a publicidad en televisión y, ni hablar, así es el mercado. Pero no todo lo que se ve en las barras de publicidad de la televisión son mercancías. Es el caso de los mensajes de los partidos políticos. (Claro que hay quien se refiere a las elecciones como procesos de compra-venta, donde al elector se le asigna el papel de consumidor y los partidos y candidatos son vistos como productos, mas se trata de una mera metáfora, no muy afortunada por cierto, pues si bien el elector escoge el sentido de su voto, ello no implica que pague a través de un mecanismo de precios; y en el extremo de que se llegue a dar una contraprestación económica, la compra de votos, se trata de una práctica ilegal, tipificada como delito en el Código Penal).
Los mensajes de los partidos, entonces, no son mercancías, sino que contienen —o deben de contener— elementos para que los ciudadanos —que son mucho más que consumidores— tomen la decisión política más relevante en una democracia: quién debe ocupar los cargos de gobierno y de representación popular. Se trata de un asunto público, no privado, que por lo mismo no debe estar regido por criterios de mercado, sino de asegurar que independientemente de la capacidad económica de los partidos y candidatos puedan estar presentes tanto en las pantallas de la televisión y en las ondas de la radio.
Cabe recordar, en esta suerte de amnesia colectiva en la que a veces se vuelve o se pretende volver la discusión pública, que los partidos políticos son, por definición constitucional, entidades de interés publico. Esto es, no se trata de empresas privadas que participan en el mercado con fines de lucro y que, en ese sentido, tengan que atenerse a las estructuras y normas del mercado para acceder, a su vez, al mercado publicitario.
La reforma constitucional en materia electoral de 2007 eliminó la compra-venta de publicidad electoral, asegurando que los mensajes de las entidades de interés público, los partidos, lleguen a la ciudadanía sólo con cargo a los tiempos del Estado y con un criterio de igualdad —se transmite el mismo número de anuncios en todas las frecuencias— así como de equidad entre los participantes: es una fórmula determinada en la ley y no sujeta a las capacidades económicas de los partidos y candidatos.
El diferendo entre Carso y TV Azteca y Televisa es un buen ejemplo para volver a subrayar la pertinencia de la norma constitucional en lo que se refiere a la regulación de la publicidad electoral en radio y TV. Pues, al final, si la compra-venta de votos está prohibida en la ley, ¿por qué el proceso para decidir el sentido de voto debe sujetarse a un criterio de compra-venta de publicidad?
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