Un dato: la deducibilidad fiscal del pago de colegiaturas en escuelas particulares de nivel preescolar a bachillerato se da cuando ha caído la inscripción en esas escuelas. En el ciclo 2007-08 se matricularon 4.56 millones de alumnos, para el ciclo 2009-10 se inscribieron 150 mil alumnos menos (cifras tomadas del IV Informe de Gobierno, 2010).
Ahora bien, en el debate suscitado por el decreto del Ejecutivo se han esgrimido algunas afirmaciones que conviene revisar.
Es el caso, por ejemplo, de la aseveración formulada por algunos comentaristas de que la gente tiene que recurrir a las escuelas particulares porque no hay lugar en el sector público. En educación básica ello carece de sustento, pues desde hace tiempo que está cubierta prácticamente la totalidad de la demanda de este nivel, el único de carácter obligatorio en nuestro país. Quedan, hay que reconocerlo, algunas comunidades aisladas donde la escuela pública está lejos y hay dificultades para que los hijos de las familias que ahí habitan hagan efectivo su acceso a la enseñanza. También hay situaciones de pobreza extrema que dificultan o impiden que los niños acudan a la escuela. Pero no se trata, en ningún caso, de que se acuda a la enseñanza privada por exclusión o falta de lugar en la escuela pública. Quien envía a sus hijos a la escuela particular es porque así lo prefiere —por buenos o por malos motivos— y punto.
Otra afirmación que se ha repetido es que quien no comparte la decisión del Ejecutivo sataniza a la educación privada. Por supuesto que no: la educación privada es una opción legítima, y hay escuelas particulares con encomiables sistemas de enseñanza y transmisión de valores. (También hay unas que son lo contrario: malas escuelas y que inculcan antivalores para la convivencia y la formación ciudadana). Pero una cosa es no satanizar a la educación privada y otra es respaldar que con los impuestos de toda la nación se subvencione a unos cuantos.
En el mismo tenor que el ejemplo anterior, se ha llegado a cuestionar la legitimidad de la crítica al decreto si quien la formula tiene a sus hijos en la escuela privada. Se trata de un razonamiento peculiar: si alguna medida te beneficia en lo individual, es buena per se. Y quizá esa reacción explique el por qué de la calidad de la deliberación pública que construyen algunos comentaristas: opinan desde su interés peculiar, viendo si algo les beneficia directamente o no. Y como la opinión publicada está conformada por sectores de altos ingresos, no cabría esperar que se defendieran sino sus privilegios. En mi opinión, un ejercicio intelectual honesto debe partir de otra base: analizar si una medida o decisión gubernamental es correcta en sus propios términos y en sus consecuencias sobre el bienestar general —si es eficiente y eficaz, si promueve la equidad o la lesiona—, y no viendo si genera dividendos o pérdidas para la cartera de quien opina.
Se ha repetido en estos días algo que, desde hace tiempo, parece instalado en cierto sentido común: la escuela privada es sinónimo de calidad, la pública de mediocridad. No es así. Más bien, hay un problema general de calidad educativa en todo tipo de escuela. Pagar por educación no quiere decir enviar a los hijos a buena enseñanza. En México los resultados de las pruebas PISA o Enlace dicen que las escuelas públicas están muy mal y que las privadas también. Hay, por supuesto, escuelas privadas muy buenas y algunas públicas buenas. Pero la diferencia sustancial está en quién acude a las escuelas, esto es, las familias que tienen mayor ingreso y mayor capital cultural generan mejores estudiantes. Es la calidad de la demanda educativa, más que la de la oferta, la que determina qué tipo de escuela se acaba teniendo.
El gobierno ha sostenido que la medida no es regresiva porque hay tope a la deducibilidad. Aun con los topes, habrá gasto fiscal a favor de quienes pagan colegiaturas, es decir, una transferencia de recursos públicos a las familias de más alto ingreso. La Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares de 2008 —que son los datos más recientes disponibles hasta la fecha— evidenció que las familias pertenecientes al decil más rico gastan más del 12% de su ingreso en educación, mientras que las del más pobre apenas gastan el 4%. (Y cabe decir que el gasto de los pobres no es en colegiaturas, sino en útiles, por ejemplo, de tal forma que no se beneficiarán del decreto). Es decir, se subsidia un gasto cargado hacia los sectores de altos ingresos, lo que constituye una evidencia más del carácter regresivo de la medida.
Se dice que es un decreto a favor de las familias. Ya se explicó que se trata, nada más, de algunas familias, no de todas ni de las que más necesitan de apoyos económicos. Pero además, hay un sector directamente beneficiado que son las escuelas particulares, esas que están viendo caer su demanda. Una parte del precio que se paga por educación privada será reintegrado a los consumidores de ese servicio. En este caso, parte del precio de las colegiaturas se distribuirá entre todos los consumidores. Y como el fisco —es decir, todos los contribuyentes— apoquinará parte del precio, hay un “incentivo” para el alza de las colegiaturas.
Ahora bien, en el debate suscitado por el decreto del Ejecutivo se han esgrimido algunas afirmaciones que conviene revisar.
Es el caso, por ejemplo, de la aseveración formulada por algunos comentaristas de que la gente tiene que recurrir a las escuelas particulares porque no hay lugar en el sector público. En educación básica ello carece de sustento, pues desde hace tiempo que está cubierta prácticamente la totalidad de la demanda de este nivel, el único de carácter obligatorio en nuestro país. Quedan, hay que reconocerlo, algunas comunidades aisladas donde la escuela pública está lejos y hay dificultades para que los hijos de las familias que ahí habitan hagan efectivo su acceso a la enseñanza. También hay situaciones de pobreza extrema que dificultan o impiden que los niños acudan a la escuela. Pero no se trata, en ningún caso, de que se acuda a la enseñanza privada por exclusión o falta de lugar en la escuela pública. Quien envía a sus hijos a la escuela particular es porque así lo prefiere —por buenos o por malos motivos— y punto.
Otra afirmación que se ha repetido es que quien no comparte la decisión del Ejecutivo sataniza a la educación privada. Por supuesto que no: la educación privada es una opción legítima, y hay escuelas particulares con encomiables sistemas de enseñanza y transmisión de valores. (También hay unas que son lo contrario: malas escuelas y que inculcan antivalores para la convivencia y la formación ciudadana). Pero una cosa es no satanizar a la educación privada y otra es respaldar que con los impuestos de toda la nación se subvencione a unos cuantos.
En el mismo tenor que el ejemplo anterior, se ha llegado a cuestionar la legitimidad de la crítica al decreto si quien la formula tiene a sus hijos en la escuela privada. Se trata de un razonamiento peculiar: si alguna medida te beneficia en lo individual, es buena per se. Y quizá esa reacción explique el por qué de la calidad de la deliberación pública que construyen algunos comentaristas: opinan desde su interés peculiar, viendo si algo les beneficia directamente o no. Y como la opinión publicada está conformada por sectores de altos ingresos, no cabría esperar que se defendieran sino sus privilegios. En mi opinión, un ejercicio intelectual honesto debe partir de otra base: analizar si una medida o decisión gubernamental es correcta en sus propios términos y en sus consecuencias sobre el bienestar general —si es eficiente y eficaz, si promueve la equidad o la lesiona—, y no viendo si genera dividendos o pérdidas para la cartera de quien opina.
Se ha repetido en estos días algo que, desde hace tiempo, parece instalado en cierto sentido común: la escuela privada es sinónimo de calidad, la pública de mediocridad. No es así. Más bien, hay un problema general de calidad educativa en todo tipo de escuela. Pagar por educación no quiere decir enviar a los hijos a buena enseñanza. En México los resultados de las pruebas PISA o Enlace dicen que las escuelas públicas están muy mal y que las privadas también. Hay, por supuesto, escuelas privadas muy buenas y algunas públicas buenas. Pero la diferencia sustancial está en quién acude a las escuelas, esto es, las familias que tienen mayor ingreso y mayor capital cultural generan mejores estudiantes. Es la calidad de la demanda educativa, más que la de la oferta, la que determina qué tipo de escuela se acaba teniendo.
El gobierno ha sostenido que la medida no es regresiva porque hay tope a la deducibilidad. Aun con los topes, habrá gasto fiscal a favor de quienes pagan colegiaturas, es decir, una transferencia de recursos públicos a las familias de más alto ingreso. La Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares de 2008 —que son los datos más recientes disponibles hasta la fecha— evidenció que las familias pertenecientes al decil más rico gastan más del 12% de su ingreso en educación, mientras que las del más pobre apenas gastan el 4%. (Y cabe decir que el gasto de los pobres no es en colegiaturas, sino en útiles, por ejemplo, de tal forma que no se beneficiarán del decreto). Es decir, se subsidia un gasto cargado hacia los sectores de altos ingresos, lo que constituye una evidencia más del carácter regresivo de la medida.
Se dice que es un decreto a favor de las familias. Ya se explicó que se trata, nada más, de algunas familias, no de todas ni de las que más necesitan de apoyos económicos. Pero además, hay un sector directamente beneficiado que son las escuelas particulares, esas que están viendo caer su demanda. Una parte del precio que se paga por educación privada será reintegrado a los consumidores de ese servicio. En este caso, parte del precio de las colegiaturas se distribuirá entre todos los consumidores. Y como el fisco —es decir, todos los contribuyentes— apoquinará parte del precio, hay un “incentivo” para el alza de las colegiaturas.
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