"Muera Sarkozy". "No nos vamos a dejar". "México no se va a someter a Francia". "Todos unidos con Felipe Calderón". "Dejemos de comprar queso Brie". Expresiones del enojo que los mexicanos sienten ante el controvertido caso de Florence Cassez y el embate diplomático que ha generado. Manifestaciones de la indignación que los mexicanos despliegan ante la reacción francesa y los sentimientos nacionalistas que ha despertado. Lástima que la crítica y el enojo y la denostación se han dirigido al blanco equivocado. En lugar de odiar al presidente galo, deberíamos odiar al sistema judicial mexicano. En lugar de denostar a la Secretaria de Relaciones Exteriores de Francia, deberíamos increpar al secretario de Seguridad Pública de nuestro propio país. En lugar de envolvernos en la bandera mexicana, deberíamos empezar a desmancharla. Porque si algo queda claro del conflicto Cassez -como lo demuestran los admirables reportajes de Guillermo Osorno-, es que no se cumplió con el "debido proceso" que Francia tiene derecho a exigir y México aún no sabe cumplir.
El "debido proceso" basado en el principio de que el gobierno debe respetar todos los derechos de una persona de acuerdo con la ley. Cuando un gobierno daña a una persona, sin seguir la ley al pie de la letra, eso constituye una violación del "debido proceso". Y eso es exactamente lo que ocurrió en el caso de Cassez desde el momento en que fue aprehendida. Desde el momento en que no fue presentada inmediatamente ante un Ministerio Público. Desde el momento en que se le mantuvo encerrada en una camioneta durante 24 horas. Desde el momento en que Genaro García Luna ordenó la "recreación" de su captura para el beneficio de la televisión. Desde el momento en que el Ministerio Público no informó al consulado francés de la detención. Desde el momento en que se volvió más importante maquillar la reputación de la policía que obedecer el imperativo de la ley.
Y sí, Sarkozy debe ser criticado por sus improperios verbales. Y sí, el presidente francés debe ser cuestionado por la decisión de convertir el Año de México en Francia en una plataforma para el caso Cassez. Pero eso no oculta el hecho ineludible de que -como sugiere Guillermo Osorno- todos, absolutamente todos, han dicho algo diferente en sus declaraciones. La única que no ha cambiado su posición es Florence Cassez. Como queda constatado, las víctimas del secuestro -Cristina Ríos y su hijo- no reconocen la voz ni la fisonomía de la francesa en su declaración inicial y sólo lo hacen después de visitas posteriores y documentadas a la SIEDO. Otro testigo, Ezequiel Elizalde, dice que cerca del dedo meñique tiene una cicatriz producto de la supuesta inyección que le adminstra Cassez, pero investigaciones subsecuentes revelan que no es una cicatriz sino una mancha. Y existen dudas sobre si Elizalde estaba realmente en el rancho del cual supuestamente fue rescatado, o si se encontraba en Xochimilco. Reportajes posteriores lo presentan como un testigo errático, poco confiable, hasta mentiroso.
Y sí, es posible argumentar que México debe archivar el Convenio de Estrasburgo si no se llega a un acuerdo sobre los términos de la condena que Cassez necesitaría cumplir en Francia. Y sí, Felipe Calderón puede escalar una crisis diplomática porque es políticamente redituable hacerlo. Pero eso no debería ser pretexto para rehuir la responsabilidad de un sistema penal y judicial podrido. Allí está el ejemplo del novio de Florence Cassez -Israel Vallarta- cuyo juicio aún no termina, cuando el de Florence Cassez fue sorprendentemente expedito. Allí está el hecho de que al igual que en el caso de Antonio Zúñiga -documentado de forma estrujante por Presunto culpable- no hay evidencia física que la ponga en el sitio del secuestro. No hay investigación creíble por parte de policías que la aprehenden primero para construir el caso contra ella después. No hay más que las declaraciones contradictorias e inconsistentes por parte de víctimas que cambian de versión como si cambiaran de calcetín. Y el resultado: una condena de 60 años basada en dichos variantes en vez de evidencia verificable.
El caso de Florence Cassez se tiñó de injusticia cuando su captura fue recreada como montaje a modo. Cuando la hombría de García Luna pesó más que el respeto a los derechos individuales. Cuando el "debido proceso" se convirtió en el "indebido proceso". Eso, en cualquier democracia funcional, hubiera implicado su liberación automática. Eso, la justicia convertida en farsa, es lo que más debería indignar a los mexicanos. La capacidad que tiene el sistema judicial para aprehender a presuntos inocentes y transformarlos en indudables culpables. La habilidad que tiene el sistema penal para encarcelar a alguien con base en la palabra "sagrada" -aunque variable- de las víctimas. La sensación surrealista que queda después de leer el expediente y ver lo que ocurrió. Aquello que Lewis Carroll narra en Alicia en el País de las Maravillas: "¡No, no! -dijo la Reina-. Sentencien primero y den el veredicto después".
El "debido proceso" basado en el principio de que el gobierno debe respetar todos los derechos de una persona de acuerdo con la ley. Cuando un gobierno daña a una persona, sin seguir la ley al pie de la letra, eso constituye una violación del "debido proceso". Y eso es exactamente lo que ocurrió en el caso de Cassez desde el momento en que fue aprehendida. Desde el momento en que no fue presentada inmediatamente ante un Ministerio Público. Desde el momento en que se le mantuvo encerrada en una camioneta durante 24 horas. Desde el momento en que Genaro García Luna ordenó la "recreación" de su captura para el beneficio de la televisión. Desde el momento en que el Ministerio Público no informó al consulado francés de la detención. Desde el momento en que se volvió más importante maquillar la reputación de la policía que obedecer el imperativo de la ley.
Y sí, Sarkozy debe ser criticado por sus improperios verbales. Y sí, el presidente francés debe ser cuestionado por la decisión de convertir el Año de México en Francia en una plataforma para el caso Cassez. Pero eso no oculta el hecho ineludible de que -como sugiere Guillermo Osorno- todos, absolutamente todos, han dicho algo diferente en sus declaraciones. La única que no ha cambiado su posición es Florence Cassez. Como queda constatado, las víctimas del secuestro -Cristina Ríos y su hijo- no reconocen la voz ni la fisonomía de la francesa en su declaración inicial y sólo lo hacen después de visitas posteriores y documentadas a la SIEDO. Otro testigo, Ezequiel Elizalde, dice que cerca del dedo meñique tiene una cicatriz producto de la supuesta inyección que le adminstra Cassez, pero investigaciones subsecuentes revelan que no es una cicatriz sino una mancha. Y existen dudas sobre si Elizalde estaba realmente en el rancho del cual supuestamente fue rescatado, o si se encontraba en Xochimilco. Reportajes posteriores lo presentan como un testigo errático, poco confiable, hasta mentiroso.
Y sí, es posible argumentar que México debe archivar el Convenio de Estrasburgo si no se llega a un acuerdo sobre los términos de la condena que Cassez necesitaría cumplir en Francia. Y sí, Felipe Calderón puede escalar una crisis diplomática porque es políticamente redituable hacerlo. Pero eso no debería ser pretexto para rehuir la responsabilidad de un sistema penal y judicial podrido. Allí está el ejemplo del novio de Florence Cassez -Israel Vallarta- cuyo juicio aún no termina, cuando el de Florence Cassez fue sorprendentemente expedito. Allí está el hecho de que al igual que en el caso de Antonio Zúñiga -documentado de forma estrujante por Presunto culpable- no hay evidencia física que la ponga en el sitio del secuestro. No hay investigación creíble por parte de policías que la aprehenden primero para construir el caso contra ella después. No hay más que las declaraciones contradictorias e inconsistentes por parte de víctimas que cambian de versión como si cambiaran de calcetín. Y el resultado: una condena de 60 años basada en dichos variantes en vez de evidencia verificable.
El caso de Florence Cassez se tiñó de injusticia cuando su captura fue recreada como montaje a modo. Cuando la hombría de García Luna pesó más que el respeto a los derechos individuales. Cuando el "debido proceso" se convirtió en el "indebido proceso". Eso, en cualquier democracia funcional, hubiera implicado su liberación automática. Eso, la justicia convertida en farsa, es lo que más debería indignar a los mexicanos. La capacidad que tiene el sistema judicial para aprehender a presuntos inocentes y transformarlos en indudables culpables. La habilidad que tiene el sistema penal para encarcelar a alguien con base en la palabra "sagrada" -aunque variable- de las víctimas. La sensación surrealista que queda después de leer el expediente y ver lo que ocurrió. Aquello que Lewis Carroll narra en Alicia en el País de las Maravillas: "¡No, no! -dijo la Reina-. Sentencien primero y den el veredicto después".
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