Instituciones suicidas es el sugerente título de un libro de Ernesto Garzón Valdés. La idea rebota en mi mente desde hace días y, cada que la pienso, me genera desazón y angustia. Lo que sucede es que se me antoja como la etiqueta que podríamos colgarle al fracaso de nuestra transición. “Las instituciones de garantía que creamos durante décadas han decidido inmolarse, ¿qué le parece a usted?” podríamos responderle a un extraterrestre imaginario que se interesara por la frustración del proyecto democrático constitucional que emprendimos hace algunos años. Así, de repente, sin más, primero empezó el IFE, después le siguió la CNDH, se contagió el Tribunal Electoral y, poco a poco, todas nuestras novísimas instituciones, una a una, en parte porque estaban mal diseñadas y en otra porque cayeron en manos de una generación miope, se fueron colapsando. Lo que usted ve —señor marciano—, créame, es sólo la fachada de un órgano estatal de garantía porque, por dentro, lo que existe son los escombros que dejaron tras de sí las disputas palaciegas, las ambiciones personales, los mareos de poder, la irresponsabilidad galopante y el golpeteo de los medios. Murieron de un mal que se llama enanismo autodestructivo, ¿cómo ve?
Es verdad que las instituciones de la transición —creadas para proteger nuestros derechos y para apuntalar a la democracia—, por su propia misión constitucional, debieron enfrentar intereses poderos. Las acecharon los medios de comunicación que no toleraron someterse a los rigores del derecho, las sitiaron los políticos sedientos de poder y las golpetearon los gobernantes molestos por sus incómodas decisiones: ¿a quién le gusta que le digan que violó derechos humanos o que debe entregar informaciones reservadísimas? Pero esa era su razón de ser: limitar al poder, domesticarlo con la fuerza de las normas para ofrecer protección y garantía a los derechos de las personas. Las diseñamos y las dotamos de ingentes recursos humanos, económicos y jurídicos para colocarse del lado más vulnerable en la ecuación del poder: los gobernados. Así que, sus directivos —comisionados, presidentes, magistrados, consejeros, etc.— no pueden recurrir al victimismo para justificar su fracaso. También ellos son responsables del colapso. Si hubieran leído a Weber y comprendido la ética de la responsabilidad —señor marciano— las cosas habrían sido diferentes. Pero también eran ignorantes o, al menos, desmemoriados.
Lo que le pasó al Instituto Federal Electoral (IFE) es especialmente interesante porque la pobre institución combatió y se resistió a las pulsiones destructivas de varias camadas de dirigentes. De hecho, ese instituto nació fuerte y tuvo tiempos de gloria. Pero, después de una etapa de autodestrucción que coincidió con un fuerte encono externo, cuando sus consejeros intentaron recuperar el rumbo, un personaje aciago —el propio contralor interno— le hincó la espada. Fíjese usted, señor marciano, que comenzó a filtrar a la opinión pública información de auditorias sin concluir. Con ello, sin ningún reparo ético o profesional, colocó una mina en la columna de la confianza institucional. Un típico caso de autoboicot, ya sabe. Aunque hay quien dice que a ese señor la institución le importaba poco porque en realidad andaba jugando a la política. Pero después vino un golpe efectivo desde la Auditoría Superior de la Federación y, entonces, fue inevitable lo que Lorenzo Córdova llamaba la “deconstrucción institucional”. Los medios y algunos diputados aplaudieron como locos.
Las demás instituciones —incluso las más nuevas— se mimetizaron al derrumbe. A la CNDH la mató la ambición, al TRIFE la frivolidad, a otras la mezquindad y así sucesivamente. Ah, qué tiempos aquellos. Ahora, a los ciudadanos, nos toca sobrevivir en los escombros. Ya sabe cómo es eso. Y pensar que un día creímos ser modernos. Nos pasó lo mismo que al marxismo: se nos olvidó de qué estaba hecha la cruda realidad. Eso decía Norberto Bobbio. Y yo, cuando lo pienso, me angustio.
Es verdad que las instituciones de la transición —creadas para proteger nuestros derechos y para apuntalar a la democracia—, por su propia misión constitucional, debieron enfrentar intereses poderos. Las acecharon los medios de comunicación que no toleraron someterse a los rigores del derecho, las sitiaron los políticos sedientos de poder y las golpetearon los gobernantes molestos por sus incómodas decisiones: ¿a quién le gusta que le digan que violó derechos humanos o que debe entregar informaciones reservadísimas? Pero esa era su razón de ser: limitar al poder, domesticarlo con la fuerza de las normas para ofrecer protección y garantía a los derechos de las personas. Las diseñamos y las dotamos de ingentes recursos humanos, económicos y jurídicos para colocarse del lado más vulnerable en la ecuación del poder: los gobernados. Así que, sus directivos —comisionados, presidentes, magistrados, consejeros, etc.— no pueden recurrir al victimismo para justificar su fracaso. También ellos son responsables del colapso. Si hubieran leído a Weber y comprendido la ética de la responsabilidad —señor marciano— las cosas habrían sido diferentes. Pero también eran ignorantes o, al menos, desmemoriados.
Lo que le pasó al Instituto Federal Electoral (IFE) es especialmente interesante porque la pobre institución combatió y se resistió a las pulsiones destructivas de varias camadas de dirigentes. De hecho, ese instituto nació fuerte y tuvo tiempos de gloria. Pero, después de una etapa de autodestrucción que coincidió con un fuerte encono externo, cuando sus consejeros intentaron recuperar el rumbo, un personaje aciago —el propio contralor interno— le hincó la espada. Fíjese usted, señor marciano, que comenzó a filtrar a la opinión pública información de auditorias sin concluir. Con ello, sin ningún reparo ético o profesional, colocó una mina en la columna de la confianza institucional. Un típico caso de autoboicot, ya sabe. Aunque hay quien dice que a ese señor la institución le importaba poco porque en realidad andaba jugando a la política. Pero después vino un golpe efectivo desde la Auditoría Superior de la Federación y, entonces, fue inevitable lo que Lorenzo Córdova llamaba la “deconstrucción institucional”. Los medios y algunos diputados aplaudieron como locos.
Las demás instituciones —incluso las más nuevas— se mimetizaron al derrumbe. A la CNDH la mató la ambición, al TRIFE la frivolidad, a otras la mezquindad y así sucesivamente. Ah, qué tiempos aquellos. Ahora, a los ciudadanos, nos toca sobrevivir en los escombros. Ya sabe cómo es eso. Y pensar que un día creímos ser modernos. Nos pasó lo mismo que al marxismo: se nos olvidó de qué estaba hecha la cruda realidad. Eso decía Norberto Bobbio. Y yo, cuando lo pienso, me angustio.
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