miércoles, 23 de febrero de 2011

LA INCIERTA REFORMA PENAL

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ

El 18 de junio de 2008 se publicó la reforma a diversos preceptos constitucionales en materia penal. En el imaginario colectivo y, en alguna medida, en el profesional, esta reforma se limita a introducir novedades en la celebración de audiencias y modo de dictar sentencias. Como consecuencia de esta equivocada manera de entenderla, se ha construido la expectativa de que su funcionamiento es sólo un problema de jueces: si éstos cuentan con buenas leyes, sólida capacitación, mejores instalaciones y adecuados presupuestos, se alcanzarán los objetivos de los nuevos procesos. El asunto es más complejo. Dicho en términos muy simples, el nuevo juez habrá de escuchar en una sola audiencia la acusación de la fiscalía y las defensas del acusado, así como recibir las pruebas de ambas partes. Buena parte de lo que la acusación pueda hacer, descansará en lo que policías y peritos aporten y sostengan en esa audiencia. El juez resolverá sólo con lo que en ella se haya desahogado. Si el juez no termina convencido de la plena culpabilidad del acusado, deberá garantizar el derecho constitucional a la presunción de inocencia y absolverlo, ello con independencia de los resultados a los que la sociedad o los medios hubieren llegado en sus “juicios paralelos”. La reforma requiere jueces diferentes y para serlo deben ser capacitados a fin de adquirir nuevas habilidades. Con todo, el cambio respecto de ellos será sobre la base de una preparación profesional previa en materia jurídica y, posiblemente, experiencia en la aplicación del derecho. Hay que capacitarlos, pero no educarlos. En el caso de policías y peritos y, en menor medida, ministerios públicos, el asunto es distinto. La dimensión del cambio es mucho más profunda cuando no, de plano, novedosa. Por ser de todos conocidas, no abundo sobre las graves deficiencias de preparación, escolaridad y entrenamiento de nuestros policías. Otro es el tema que quiero señalar. Si hoy en día los cuerpos de seguridad del Estado se encuentran desplegados en buena parte del territorio nacional, ¿cómo se llevará a cabo, simultáneamente, su capacitación, su entrenamiento? ¿Se formará un cuerpo adicional o especializado distinto de las fuerzas en acción? ¿El programa de capacitación será, por el contrario, para todos? Es tiempo de pensar, presupuestar y ejecutar las acciones conducentes a este profundo y complejo cambio cultural. La reforma penal, entonces, no es sólo para jueces y abogados.Otra consecuencia del equivocado entendimiento que muchos tienen de la reforma al suponer que las modificaciones atañen primordialmente a los jueces, es considerar suficiente el plazo general para su entrada en vigor (18 de junio de 2016). Con independencia de que algunos preceptos ya iniciaron su vigencia, el 18 de junio de este 2011 deberán estar funcionando los jueces competentes en el “régimen de modificación y duración de penas”. Hasta donde se, ni la Federación, ni el Distrito Federal ni buena parte de los estados, han emitido las leyes para regular su actuación. Tampoco se de la presentación de iniciativas ante los correspondientes congresos de muchos de esos órdenes de gobierno. Además de no haber leyes, ¿qué se ha hecho para capacitar a los posibles juzgadores? ¿Hay recursos presupuestales disponibles para hacerlos funcionar? Más allá de las leyes, sería bueno preguntarse si las correspondientes secretarías de gobernación han iniciado ya la ordenación de los expedientes que habrán de transferir a los poderes judiciales a efecto de que los integrantes de éstos puedan hacerse cargo de la administración de las penas de todos aquellos a quienes se les han impuesto. En este punto no quedan 5 años para llevar a cabo estas acciones, sino escasos 4 meses para que entre en vigor esta parte de la reforma y 2 meses y medio para que concluyan muchos de los periodos ordinarios de sesiones de los congresos. En un momento de nuestra historia caracterizado por la incapacidad estatal para ordenar los fenómenos delictivos, es prioritario concentrar esfuerzos nacionales para preveer la mayor cantidad de elementos presentes y futuros de este experimento (jurídico y social) en marcha. Imaginemos un momento que no se emiten oportunamente las leyes que desarrollen el nuevo sistema acusatorio; supongamos que por falta de preparación de nuestras policías, peritos o fiscales, no pueden sustentar sus acusaciones en las correspondientes audiencias; imaginemos que los juzgadores federales o locales tienen que trabajar con procesos mal o incompletamente diseñados, que no están lo suficientemente capacitados para ejecutar los cambios introducidos o no cuentan con las instalaciones necesarias para celebrar las audiencias; consideremos que los juzgadores federales no generan una adecuada relación entre el juicio acusatorio y el amparo; pensemos que los abogados defensores o los que auxilian a las víctimas, no actualizan sus conocimientos o supongamos, finalmente, que las escuelas y facultades de derecho no son capaces de dotar a sus alumnos de las habilidades que el sistema acusatorio requiere. Las consecuencias serán evidentes. A la actual crisis de confianza que padecemos los juzgadores del país, al descrédito de las fuerzas de seguridad y a la enorme impunidad existente, tendríamos que sumar más desconfianza y más impunidad, así como una grave extensión de la inseguridad. ¿Cómo será nuestro país en cinco años, cuando la reforma penal tenga que estar completamente en vigor? No lo se cabalmente. Sin embargo, sí puedo suponer que, en el mejor de los casos, no habremos terminado de salir de la grave crisis de seguridad en la que nos encontramos. Pensemos qué pasará si en ese momento nuestro sistema de justicia penal está colapsado o, con menos dramatismo, quebrado. Temo que lleguemos a ese día, pues de seguir así la vida de casi todos será más compleja, angustiada y limitada. De ser así, seguramente se incrementarán las soluciones duras y muy poco vinculadas con los derechos fundamentales y con el Estado constitucional democrático. No creo exagerar si digo que en la realización de una buena y completa reforma penal que contemple cabalmente a jueces, policías, fiscales, peritos, abogados y demás involucrados, nos va el mantenimiento de un Estado que mínimamente pueda seguirlo siendo. Es posible que el ruido de las balas no permita pensar con claridad en los objetivos de mediano y largo plazo que, y salvo la improbable derogación de la reforma hecha, tienen determinados sus plazos, materias y formas de realización. El combate a la delincuencia organizada únicamente puede hacerse desde el Estado constitucional. Por ello, es preciso que los procesos penales funcionen cabalmente y conforme a la Constitución. Ello requiere de muchas acciones que, al parecer, no se están realizando. Ha llegado el momento de dejar de hablar de la reforma penal, de seguirnos convenciendo de sus bondades, de seguir diagnosticando lo que ya todos sabemos, en una palabra, de seguir acariciándola. Es preciso identificar las tareas concretas que a cada cual le corresponden y, más importante aún, iniciar las muchas acciones concretas que, finalmente, habrán de darle contenido y ejecución.

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