jueves, 17 de febrero de 2011

ELECCIONES

JOSÉ WOLDENBERG KARAKOSKY

No recuerdo dónde lo leí. En una ocasión le preguntaron a Daniel Bell (recién fallecido) si creía que a las disciplinas sociales se les podía considerar ciencias en el sentido de elaborar pronósticos con un alto grado de certeza. Y de manera socarrona contestó que sí. Dijo: "En los Estados Unidos habrá elecciones en 1976, 1980, 84, 88, 92, 96, 2000...".Se trata de una aparente obviedad, pero no lo es. Las elecciones son la punta de un iceberg civilizatorio, expresan el acuerdo de las principales fuerzas y grupos de un país por resolver las transiciones de gobierno a través de una fórmula participativa, institucional y pacífica. Se escribe fácil pero sólo después de innumerables esfuerzos las sociedades logran contar con un método no violento para resolver las sucesiones en el poder del Estado.Las elecciones ordenan, ofrecen horizonte. Desde hoy, desde ayer, se empiezan a formar las constelaciones de intereses que coagularán en el proceso comicial del 2012. Y algo similar sucede en las elecciones en los estados. Las fuerzas se alinean tras y con diversos partidos y candidatos, los cuales tienden puentes de contacto y comunicación con organizaciones y grupos diversos, tejen redes de relaciones y compromisos y saben que irán a buscar el respaldo ciudadano, el cual se dividirá modelando ganadores y perdedores en los distintos espacios de representación.De las recientes elecciones en Guerrero y Baja California Sur se pueden sacar variadas lecciones, las luces y las sombras de nuestros procesos comiciales. Las alianzas entre partidos, las escisiones, los realineamientos, son el eslabón más visible y ordenador de la pugna política. Pero debajo de ellos se construyen bloques de intereses que los sostienen y les ofrecen proyección. Ello es connatural a cualquier elección pero vale la pena subrayarlo porque suele pensarse que se trata sólo de una pugna entre partidos.En esos alineamientos un rasgo parece destacar por encima de todos: el pragmatismo. Reblandecidas las identidades ideológicas, erosionadas las disciplinas partidistas, construidas vías diversas para arribar a los cargos de gobierno y legislativos (hace menos de 25 años existía -casi- una sola, el PRI), cada coyuntura electoral desata las expectativas y las ansias de triunfo. Y si esas aspiraciones no encuentran satisfacción en un partido, bien pueden encontrar refugio y plataforma de lanzamiento en otro. Aunque parezca increíble esa dinámica tiene una cara virtuosa: la "desdemonización" del adversario. A fuerza de repetirse las fugas de candidatos de sus partidos de origen para colocarse en las filas de sus anteriores adversarios, aparece la constatación fría y contundente de que los demonios en la política actual no existen y que se trata más bien de construcciones retóricas buenas para cohesionar a los militantes y espantar a los votantes.La cara preocupante de ese trasiego es la pérdida de identidad de las diferentes opciones, el alineamiento de las voluntades por personas y no por proyectos, la desvalorización del sentido de la política. Ese pragmatismo rampante resta significado al combate electoral y la pedagogía fundamental que se transmite es la del éxito, único rasero con el que se miden las "apuestas" electorales. Por esa vía -que nubla el sentido de la política- se incrementa la escisión entre políticos y franjas relevantes de ciudadanos.Por otro lado, la calidad de la jornada, su alta civilidad, la participación sin incidentes, es quizá una de las edificaciones más importantes de las últimas décadas. Comicios cada vez más competidos, inciertos en sus resultados, tensos por las energías que desatan, transcurren el día de las elecciones dentro de una normalidad que es ya un patrimonio de todos. No obstante, esa coexistencia pacífica contrasta con lo que sucede en las campañas. El problema mayor parece ser el de la transferencia ilegal de recursos públicos a las campañas. La presunción de que los partidos y candidatos son arropados por los recursos que ponen a su disposición los gobernadores es quizá el disolvente más corrosivo del ambiente electoral. Se trata de un delito que, al no ser atajado, genera una espiral que erosiona no sólo la convivencia sino la legalidad de los propios comicios. En ese terreno habría que reconstruir una normatividad que permitiendo que los políticos de todos los niveles puedan hacer política sin esconderse, es decir, hablando, opinando, marchando, debatiendo; fueran sancionados solamente cuando utilizan recursos públicos -materiales, humanos o financieros- para apoyar a cualquier candidato y a cualquier partido. No se construye un sistema democrático para luego impedir que hagan política los políticos.Porque de lo que se trata es de fortalecer el expediente que hoy cobija la coexistencia de la diversidad y que es aceptado de manera (casi) universal como el único legítimo para llegar a los cargos de gobierno y legislativos. Y desgastarlo no conviene (o no debería convenir) a nadie.

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