A tres años y medio de ser promulgada, la reforma constitucional en materia electoral de 2007 finalmente se encuentra fuera de litigio legal, por lo que tendrá validez plena y deberá ser observada por todos y cada uno de los actores —partidos, medios de comunicación, grupos privados y ciudadanos en lo individual— en el proceso electoral que arranca en octubre próximo. La reforma electoral de 2007 (cuando se modificó la Constitución) y de 2008 (cuando se reformó el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, COFIPE), fue una amplia operación política que tocó muy diversos aspectos de la organización y el conteo de las votaciones, así como del desarrollo de las campañas. Por ejemplo, se clarificaron los escenarios en los que procederá el recuento de votos en los consejos distritales del IFE, que en buena medida fue una respuesta a lo ocurrido en la elección presidencial de 2006. También se acaba con la figura de las coaliciones electorales expresadas en un mismo emblema de la boleta electoral, lo que permitirá diferenciar claramente por qué partido vota cada ciudadano y permitirá saber, a ciencia cierta, qué opción política alcanza o no el 2% de la votación para mantener su registro como partido político. Asimismo, las salas regionales del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación operan de manera permanente, y no sólo durante los procesos electorales federales como ocurría antes. Sin embargo, no es sobre estos temas pertinentes pero que han quedado en un segundo plano donde se ha inscrito el debate sobre la reforma electoral. El nudo del asunto está, precisamente, en la parte más innovadora y, si se quiere, más “revolucionaria” del nuevo diseño electoral, y ello tiene que ver con el tema de las condiciones de la competencia y, en especial, con el acceso de los partidos políticos a los medios de comunicación electrónica. En este tema, las modificaciones más importantes fueron dos: 1) prohibir que los partidos políticos contraten publicidad electoral en la radio y la televisión y, 2) llevar a la Constitución la previsión que existía en la ley en el sentido de que ningún particular podrá comprar tiempo en medios electrónicos para favorecer o afectar a partido o candidato alguno. Las razones de estos cambios pueden explicarse de forma diáfana. En el primer caso, se venía generando una espiral inflacionaria en los costos de las campañas electorales que básicamente se financian con dinero público, y ese gasto mayor se debía a su vez al encarecimiento de los espacios de publicidad que la radio y la televisión les vendían a los partidos. Pero, además, no se trató de un encarecimiento igual para todos: los grandes compradores —como suele ocurrir con los mayoristas— conseguían precios menos altos que los partidos con menores recursos, lo cual hacía más cuesta arriba la participación de los partidos pequeños. Incluso, alguno de los partidos grandes, como el PRD, solía pagar precios más altos que los otros dos partidos de mayor implante en la ciudadanía. La venta de publicidad, a discreción de los concesionarios, aportaba entonces un elemento de inequidad. Los medios, en suma, vendían caro y disparejo, convirtiéndose de facto en un cernidor arbitrario de la cantidad de mensajes que las opciones políticas querían hacer llegar a los potenciales electores. Por otra parte, al requerir de ingentes cantidades de recursos para asegurar la presencia en radio y TV, los partidos y sus políticos estructuralmente se hacían dependientes del dinero, lo cual no contribuía a la transparencia de los recursos que fluyen hacia y desde la actividad político electoral. En lo que toca a la prohibición constitucional de la compra de publicidad electoral por parte de terceros, esto es, de particulares, hay que repetir que se trataba de una medida ya contemplada en el COFIPE. Aunque entre los críticos al nuevo modelo de comunicación política hay quienes señalan que fue una medida poco reflexionada que se coló de último instante al nuevo diseño legal, lo cierto es que era una norma vigente desde hacía más de una década, desde la reforma de 1996. Y era una norma respetada, hasta que en 2006 el Consejo Coordinador Empresarial decidió intervenir en la campaña y contrató publicidad alertando contra un triunfo de la Coalición por el Bien de Todos. La falta también fue de las televisoras al vender un tipo de propaganda que tienen prohibido comercializar. El Instituto Federal Electoral, en lo que identifico como la única violación relevante en el cumplimiento de sus obligaciones legales en aquel proceso, miró hacia otro lado y dejó pasar esa campaña que contravenía la letra del COFIPE. Así, ante un sector empresarial y unos medios que se saltaban la ley, y una autoridad vacilante en hacer valer el cumplimiento de las normas, el Constituyente subió la disposición a la Constitución para que no quedara duda de que era letra viva. Distintos grupos asociados a cámaras empresariales o a los consorcios de la radio y la televisión, así como de ciudadanos (“los quince intelectuales”, por ejemplo) interpusieron amparos contra esa disposición constitucional. Para ellos, la Constitución viola la Constitución. De prosperar sus amparos, ellos, los amparados, y nadie más, sí habrían podido comprar y vender publicidad electoral en radio y TV. La Suprema Corte, esta semana, determinó que esos amparos no proceden. Hay, pues certeza de las normas que nos regirán en un proceso electoral cuyo comienzo está a la vuelta de la esquina.
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