En política las reformas ideales terminan en un archivo o sirven para que un buen estudiante obtenga el grado. La política es, en condiciones democráticas, el arte de alcanzar lo posible, lo que en materia de reformas conlleva la inevitable insatisfacción de sus autores y del respetable público. En ese arte, el gradualismo es condición primera de los buenos negociadores, que saben que el producto de su esfuerzo será algo parecido a lo que buscaban y que algunos asuntos quedarán para después, de tal forma que aunque ninguno queda plenamente satisfecho, todos pueden sentirse reflejados en lo que se alcanzó.
Así ha sido la historia del cambio político mexicano; paciencia, tolerancia, disposición a escuchar al otro, a cambiar la opinión propia, a buscar fórmulas que aproximen posiciones, renunciado a la pretensión de tener la verdad. En la política, como en la vida, rara vez se encuentran atajos o se puede dar saltos, a menos que sean para atrás.
Alguien preguntará por qué todo lo que se hizo en tres décadas (1977-2007) no se aprobó desde el primer momento; la respuesta la tiene Perogrullo: porque no estaban dadas las condiciones. Una de las mayores virtudes del cambio político mexicano es ser producto de la negociación, no de la imposición. El revolucionario quiere trastocar, para bien o para mal, el orden preestablecido; los reformadores van transformado la realidad a lo largo del tiempo. Los primeros quieren la eliminación del enemigo; los segundos la coexistencia pacífica entre adversarios que conviven y negocian. De las revoluciones nunca ha surgido un sistema democrático, de las reformas la mayoría de los que hoy existen.
Estamos en vísperas de un nuevo capítulo en el ciclo de reformas; quizá la más importante desde la axial de 1977. En el Senado, después de más de un año de negociaciones, se ha presentado un dictamen para introducir cambios políticos en nuestra Constitución; será votado en comisiones el próximo lunes para, en su caso, ser llevado al pleno antes del día 30 de este mes.
Lo primero a destacar es que en el Senado se retoma el ánimo reformador, la voluntad para atender reclamos de apertura a nuevos espacios de la participación ciudadana y generar nuevas relaciones entre los poderes. En la primera dirección apuntan dos medidas: las candidaturas independientes y la reelección inmediata de legisladores.
Respecto de lo primero mantengo serias reservas, de índole conceptual y práctico, pero admito que no parece haber otra forma de estimular en los partidos políticos la ruptura y cambio de las normas y prácticas que los han llevado a constituirse en cajas negras por las que pasan millones de pesos del erario; en espacios cerrados a los ciudadanos sin partido, en fuente de privilegios para sus grupos dirigentes, algunos enquistados por lustros, que se benefician del monopolio del registro de candidatos a cargos de elección popular.
Los potenciales beneficios -para la sociedad- dependerán de los requisitos y normas que se determinen al respecto. Habrá que encontrar la cuadratura del círculo, de forma tal que no haya barreras insuperables, pero tampoco puertas abiertas al aventurerismo, detrás del que, casi siempre, se ocultan intereses y dineros, unos fácticos, otros de ilegal procedencia, o ambos.
La reelección inmediata de legisladores es asignatura pendiente desde hace varios lustros; convengamos en que no habrá parlamentarios profesionales sin carrera parlamentaria, y en que contra eso ha operado la norma vigente. Dotar a los electores del poder de premio-castigo sobre los legisladores es una medida democrática que impulsará a éstos -esperemos- a atender más a quienes los eligieron y menos a las cúpulas partidistas. Ventajas y desventajas están más que estudiadas; hay que dar el paso.
Como toda buena propuesta, la del Senado avanza con pies de plomo. Propone una sola reelección para sus integrantes y hasta dos para los diputados. Corresponderá a otros evaluar la aplicación práctica de la medida y determinar si el límite es correcto. Por ahora, romper con el tabú es un mérito indudable.
Lo que me parece de elemental justicia es reconocer a los senadores que coordinan Manlio Fabio Beltrones, José González Morfín y Carlos Navarrete haber retomado para su Cámara el papel de impulsora de grandes reformas. Eso en una buena noticia.
Así ha sido la historia del cambio político mexicano; paciencia, tolerancia, disposición a escuchar al otro, a cambiar la opinión propia, a buscar fórmulas que aproximen posiciones, renunciado a la pretensión de tener la verdad. En la política, como en la vida, rara vez se encuentran atajos o se puede dar saltos, a menos que sean para atrás.
Alguien preguntará por qué todo lo que se hizo en tres décadas (1977-2007) no se aprobó desde el primer momento; la respuesta la tiene Perogrullo: porque no estaban dadas las condiciones. Una de las mayores virtudes del cambio político mexicano es ser producto de la negociación, no de la imposición. El revolucionario quiere trastocar, para bien o para mal, el orden preestablecido; los reformadores van transformado la realidad a lo largo del tiempo. Los primeros quieren la eliminación del enemigo; los segundos la coexistencia pacífica entre adversarios que conviven y negocian. De las revoluciones nunca ha surgido un sistema democrático, de las reformas la mayoría de los que hoy existen.
Estamos en vísperas de un nuevo capítulo en el ciclo de reformas; quizá la más importante desde la axial de 1977. En el Senado, después de más de un año de negociaciones, se ha presentado un dictamen para introducir cambios políticos en nuestra Constitución; será votado en comisiones el próximo lunes para, en su caso, ser llevado al pleno antes del día 30 de este mes.
Lo primero a destacar es que en el Senado se retoma el ánimo reformador, la voluntad para atender reclamos de apertura a nuevos espacios de la participación ciudadana y generar nuevas relaciones entre los poderes. En la primera dirección apuntan dos medidas: las candidaturas independientes y la reelección inmediata de legisladores.
Respecto de lo primero mantengo serias reservas, de índole conceptual y práctico, pero admito que no parece haber otra forma de estimular en los partidos políticos la ruptura y cambio de las normas y prácticas que los han llevado a constituirse en cajas negras por las que pasan millones de pesos del erario; en espacios cerrados a los ciudadanos sin partido, en fuente de privilegios para sus grupos dirigentes, algunos enquistados por lustros, que se benefician del monopolio del registro de candidatos a cargos de elección popular.
Los potenciales beneficios -para la sociedad- dependerán de los requisitos y normas que se determinen al respecto. Habrá que encontrar la cuadratura del círculo, de forma tal que no haya barreras insuperables, pero tampoco puertas abiertas al aventurerismo, detrás del que, casi siempre, se ocultan intereses y dineros, unos fácticos, otros de ilegal procedencia, o ambos.
La reelección inmediata de legisladores es asignatura pendiente desde hace varios lustros; convengamos en que no habrá parlamentarios profesionales sin carrera parlamentaria, y en que contra eso ha operado la norma vigente. Dotar a los electores del poder de premio-castigo sobre los legisladores es una medida democrática que impulsará a éstos -esperemos- a atender más a quienes los eligieron y menos a las cúpulas partidistas. Ventajas y desventajas están más que estudiadas; hay que dar el paso.
Como toda buena propuesta, la del Senado avanza con pies de plomo. Propone una sola reelección para sus integrantes y hasta dos para los diputados. Corresponderá a otros evaluar la aplicación práctica de la medida y determinar si el límite es correcto. Por ahora, romper con el tabú es un mérito indudable.
Lo que me parece de elemental justicia es reconocer a los senadores que coordinan Manlio Fabio Beltrones, José González Morfín y Carlos Navarrete haber retomado para su Cámara el papel de impulsora de grandes reformas. Eso en una buena noticia.
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