En estos días y por diversas razones, el tema de la “presunción de inocencia” ha adquirido centralidad. En el futuro próximo será aún más relevante. Es uno de los ejes del juicio acusatorio en proceso de creación y tendrá gran importancia al momento de juzgar los actos de violencia que seguiremos padeciendo. Por lo que ya vivimos y por lo que desafortunadamente vendrá, debemos reflexionar en lo que es necesario hacer para, simultáneamente, darle plena eficacia y garantizar la operatividad del sistema penal. La presunción de inocencia es actualmente un contenido constitucional. Como muchos otros elementos de esta categoría, resultó de la lucha contra la monarquía. El rey asumía que los delitos daban lugar a una afectación individual o social, pero, adicionalmente, perturbaban la paz de su reino. A él, fundado en su derecho divino, correspondía determinar delitos y penas; a sus funcionarios, determinar su realización e individualizarlos. A pesar de los cambios históricos, se mantuvo la idea de que el señalado como responsable debía probar su inocencia. Resistir una terrible tortura fue una manera de hacerlo; no ahogarse en un caudaloso río estando dentro de un costal, otra. Podría multiplicar los ejemplos. A cada cual correspondía acreditar su no culpabilidad. La modernidad inglesa, Beccaria, Voltaire o el Bill of Rights estadounidense permitieron plantear las cosas de otro modo. Al Estado siguió correspondiendo la persecución y castigo de los delitos. Se evitó así la descentralización de la justicia en las víctimas. ¿Por qué los individuos tenían que probar su inocencia frente al Estado, cuando era éste el que acusaba? Si el Estado tenía el poder de investigar, procesar, sentenciar y castigar, a él debía corresponder acreditar las conductas delictivas; al individuo, defenderse de la acusación. Los fundamentos generales de la presunción de inocencia estaban puestos. En la actualidad, el texto constitucional de cualquier país “no autoritario” le da a esta condición procesal el carácter de derecho fundamental. Su función normativa consiste en impedir que los jueces condenen a quien la autoridad de procuración de justicia (fiscal, ministerio público) no le hubiere demostrado plenamente su responsabilidad en la realización de un delito. Puede suceder, como de hecho sucede, que la realización del delito (su cuerpo) quede plenamente comprobado, pero no su ejecutor. El hasta entonces acusado, cobijado por esa presunción, deberá ser declarado inocente y puesto en libertad. Sintéticamente, así funciona el derecho constitucional que todos tenemos a la presunción de inocencia. Su salvaguarda está confiada al ministerio público, el que debiera acusar sólo a quienes pueda acreditar la presunta responsabilidad por la comisión de un delito; a los juzgadores ordinarios que deben resolver esas acusaciones, a los juzgadores de amparo al revisar la correspondiente sentencia. La tarea de los jueces consiste en dos cosas: determinar si en la realidad se dieron los elementos que componen un “tipo penal”, por ejemplo, si alguien se apoderó de un objeto propiedad de otro sin tener derecho a ello se habrá cometido un robo; adicionalmente, considerar si existen elementos que puedan vincular a cierta persona con esa indebida apropiación. Frente a esta importante limitación constitucional, hay un elemento correlativo mucho menos visible. La Constitución prohíbe a los individuos hacerse justicia por propia mano al centralizarla en el Estado. La satisfacción del agraviado pasa por la eficacia de los órganos de impartición de justicia: policía y ministerio público. Sólo si estos últimos realizan la investigación y participan adecuadamente en el proceso, podrá sustentarse la acusación que acredite, además del cuerpo del delito, la probable responsabilidad. Gracias a la presunción de inocencia y sin desconocer las dificultades técnicas que conlleva todo juicio penal, el juzgador tiene una mejor posición que la policía o el ministerio público. Estos últimos deben sostener una acusación que seguramente será sometida a un duro análisis a efecto de desvirtuarla. La única manera de armonizar los elementos jurídicos mencionados es logrando que simultáneamente policías y fiscales cuenten con la capacitación suficiente para sustentar sus acusaciones, y los jueces para hacer prevalecer los derechos de que gozamos. De no darse esta conjunción, cabe pronosticar dos cosas: una, el incremento de la impunidad mediante las absoluciones otorgadas a verdaderos responsables; otra, la pérdida de legitimidad de los jueces en el contexto de una sociedad en la que, desafortunadamente, las actuaciones basadas en derecho serán tenidas como obstáculo a la presencia de una justicia populista, cuando no puramente emotivista, tal vez irracional.
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